El temerario recorrido tocaba a su fin. Divisaron los viejos edificios del monasterio, parcialmente derruidos, y se deslizaron pegados al muro de la torre debajo de cuyo tejado estaba instalado el brazo de madera por donde corría la cuerda. Cinco hombres, nada menos, se ocupaban de accionar el sistema de poleas que recuperaban o soltaban cuerda, y el trayecto terminó con un fuerte chirrido.
Se les acercaron unos hombres vestidos con bombachos y túnicas de color negro, que también llevaban turbantes negros. Sin duda eran esbirros del Uniojo, puesto que también vestían así los guerreros con los que Sarah se las había tenido en la búsqueda del fuego de Ra. Hacía mucho de aquello, y en ese momento a la joven le dio la impresión de que jamás había ocurrido…
No ofreció resistencia cuando abrieron la red y la empujaron fuera. De inmediato se presentaron dos hombres armados para vigilarla mientras volvían a bajar la red.
– Un escondite ideal, ¿no? -preguntó Cranston buscando su aprobación. Se había acercado al ventanal y paseaba la mirada por los extensos campos sumidos en la oscuridad-. ¿A quién se le ocurriría buscarnos aquí?
– Sí -dijo Sarah quedamente-, a quién.
– Sinceramente -señaló el médico volviéndose hacia ella-, nunca pensé que fuera tan mala perdedora. Tómeme como ejemplo y véalo como un desafío deportivo. A veces atrapamos al zorro, a veces se nos escapa. Así es la caza. Tally-ho.
Sarah levantó la vista y le dirigió una mirada cargada de odio desde su rostro ojeroso, que permitía intuir lo mal que se encontraba.
– Es usted un idiota, Cranston -certificó con voz apagada, pero firme-. Su «desafío deportivo» les ha costado la vida a unos buenos hombres. Y por lo que respecta a Kamal…
– Espere y verá -le recomendó el médico-. Ya le he dicho que quedará impresionada.
– ¿Con qué?
– Ya se lo he dicho: espere y verá.
Puesto que no parecía dispuesto a añadir nada más y ella no tenía ánimos ni paciencia para seguir insistiendo, Sarah se calló y decidió esperar. Pasaron unos minutos hasta que volvieron a soltar la cuerda y a recogerla. Esta vez, dentro de la cesta iba Polifemo en compañía de dos guardias.
Para evitar que ofreciera resistencia, lo habían atado de pies y manos con cadenas. Sin embargo, el estado en que se encontraba el cíclope demostraba que no habría hecho falta encadenarlo: estaba físicamente hundido y su ojo miraba abatido. La marcha de dos días por las montañas había agotado sus energías y había provocado que su rostro deforme y desfigurado por el fuego tuviera un aspecto aún más grotesco. Parecía incapaz de moverse por sus propias fuerzas.
Cuando sus verdugos le ordenaron a punta de fusil que saliera de la red, lo hizo arrastrándose de cuatro patas. Sarah quiso acudir en su ayuda, pero los hombres que la vigilaban se lo impidieron. Le dirigió una mirada tan furiosa a Cranston, que el médico les indicó que se lo permitieran. Sarah se precipitó hacia el cíclope que tantas veces la había protegido y le había salvado la vida, y lo ayudó tanto como le permitieron sus propias ataduras. Apoyándose en ella, el titán se puso torpemente en pie. Respiraba jadeando entre estertores y no estaba en condiciones de hablar.
– Una imagen digna de atención -comentó Cranston con toda la malicia-. La bella y la bestia. Casi como en el cuento, aunque mucho me temo que para ustedes dos no habrá un final feliz…
Dio media vuelta indicando a los prisioneros que lo siguieran. Escoltados por los guardias, Sarah y Polifemo salieron de la torre del elevador a través de un paso estrecho. Después de subir unos cuantos escalones llegaron a un corredor en el que, a ambos lados, había puertas de baja altura. Antiguamente debieron de ser las celdas de los monjes, pero ahora servían de acuartelamiento a los esbirros de la Hermandad.
Al final del corredor llegaron a una puerta que daba al hueco de una escalera. Subieron al primer piso, donde se hallaba el refectorio del antiguo monasterio, el lugar donde los monjes acudían para celebrar las comidas y las reuniones, y que constituía, junto con la iglesia, el centro de todo el convento.
El refectorio era una sala amplia y de techo bajo, comparativamente, soportado por vigas de madera oscuras. Tenía ventanas en tres laterales, dos de las cuales daban a patios interiores, en tanto que la tercera miraba hacia el abismo que se extendía más allá de los muros del monasterio. Sarah se fijó en que había empezado a llover. La tierra se cubrió con un manto gris y un fuerte viento sacudía el cristal de las ventanas.
El refectorio estaba amueblado con una larga mesa rodeada de sillas, que parecía muy antigua. En un extremo había una silla más alta, adornada con tallas preciosas, que antiguamente ocupaba el abad.
Cuando los prisioneros entraron en el refectorio se sorprendieron al ver sentada en aquella silla a una persona que parecía esperarlos…
– Bienvenidos a Meteora -saludó Ludmilla de Czerny con una sonrisa falsa-. Volvemos a vernos, ¿no?
– Es obvio -contestó únicamente Sarah.
– ¿Qué opinas de nuestro escondite? -preguntó la condesa.
– Diría que encaja muy bien con usted.
– Dicen que los monasterios de Meteora fueron construidos en tiempos remotos con la ayuda de dragones que estaban al servicio de los monjes y los subieron por las paredes de roca -explicó imperturbable la condesa.
– Bueno -dijo Sarah, mordaz-, por lo visto, uno de esos dragones ha sobrevivido todo este tiempo, ¿no?
Aunque el comentario iba por ella, Ludmilla de Czerny soltó una sonora carcajada que, sin embargo, sonó un poco forzada.
– Despotrica cuanto quieras, hermana -replicó-. Eso no cambia el hecho de que yo he ganado.
– ¿Dónde está Kamal? -inquirió Sarah.
– Adivina -dijo la condesa con sarcasmo.
– No tengo ganas de jueguecitos -masculló Sarah-. Habíamos hecho un trato…
– ¡Que tú rompiste al destruir la fuente de la vida! -exclamó Ludmilla, que se levantó enfurecida.
– No fue ella. -Polifemo dejó oír su voz, esforzándose por erguir su cuerpo encorvado-. Fui yo. La culpa es mía.
– De ti ya me ocuparé a su debido tiempo, traidor -le comunicó secamente-. Por si no bastaba con que hubieras engañado a la Hermandad y te hubieras vuelto contra ella, has matado a uno de tus hermanos.
– ¿Y? -replicó Polifemo, con más pena que despecho en la voz-. Para él fue una liberación. Mejor muerto que ser un eterno esclavo.
– Deberías pensar en esas palabras cuando te arrojemos por el precipicio -contestó la condesa hostilmente-. Mereces morir diez veces. El único motivo por el que aún sigues con vida es…
Se interrumpió como si en ese mismo instante hubiera sido consciente de que debía preservar un secreto. Su enfado se esfumó y se transformó en una amplia sonrisa, tan forzada como malévola.
– Habéis hecho todo lo posible por desbaratar nuestros planes, pero no lo habéis conseguido. Y ahora somos nosotros los que tenemos en nuestro poder el agua de la vida.
– El agua de la vida era para Kamal -protestó Sarah-. Es su única esperanza de curación.
– Era su única esperanza de curación -puntualizó la condesa con voz ronca.
– ¿Significa eso que…? -se oyó decir Sarah.
– Vive -contestó Ludmilla de Czerny, aparentemente sin emoción alguna-. Se encuentra en fase de mejoría.
– Pero ¿cómo…?
– Has interpretado mal nuestras intenciones desde el principio -señaló la condesa-. Matar a Kamal nunca formó parte de nuestros planes.
– Vive -murmuró Sarah, que apenas podía contener su dicha en ese momento-. Está bien…
– En efecto.
– ¿Dónde está?
– No muy lejos.
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