– Lo ha hecho y ha perdido la vida. Sería muy poco inteligente por tu parte hacer lo mismo. Así pues, te repito la pregunta: ¿dónde está el codicubus?
Por la manera de plantear la pregunta y por el hecho de que a Ludmilla de Czerny se la notaba nerviosa, Sarah dedujo que la desaparición del codicubus, o más bien de su contenido, suponía una dura pérdida para la Hermandad. ¿Qué tendría en su interior…?
– ¿Quiere saber la verdad? -preguntó Sarah.
– Evidentemente.
– No lo sé -le comunicó Sarah sin más.
– Mientes.
– En absoluto -replicó la joven, sosteniendo la mirada inquisitiva de la condesa-. Pero aunque no fuera así y realmente supiera dónde se encuentra el codicubus, preferiría morir antes que revelárselo.
Ludmilla de Czerny la escrutó con la mirada.
– Ten cuidado con lo que deseas, hermana -dijo luego- podría ser que pronto se cumpliera.
Dio media vuelta y ordenó que se llevaran a Sarah y la devolvieran al calabozo.
La audiencia había concluido.
– ¿Va… todo bien?
Kamal Ben Nara habló con voz insegura. Observaba desconcertado las salpicaduras de sangre que cubrían el vestido de la mujer.
– Por supuesto -contestó ella al entrar en el amplio aposento, iluminado por la luz de las velas, que antiguamente se reservaba para los huéspedes importantes que visitaban el monasterio-. ¿Qué quieres que pase?
Sin embargo, Kamal tenía la sensación de que algo no encajaba. A diferencia de días anteriores, el semblante sin tacha de aquella mujer se había convertido en una máscara rígida. Tenía revuelto el cabello, que solía llevar recogido en un moño, y unos mechones le caían en la cara, cuya tez pálida había enrojecido llamativamente.
– He oído gritos -dijo Kamal-. Me han despertado…
– Nada importante -dijo, haciendo un gesto para restarle importancia al asunto-. Un paciente que sufre. Ya sabes dónde estamos.
– En un sanatorio de Grecia -dijo Kamal, repitiendo lo que le habían explicado, aunque no había podido comprobarlo.
– Exacto. Y te aseguro que el doctor Cranston hará todo lo posible por curarte y devolverte los recuerdos.
– Lo sé -asintió él-. Pero ¿por qué no puedo salir de esta habitación?
– Porque te confundiría -contestó ella, acercándosele con los brazos abiertos-. Perdona mi prudencia, amor mío, pero el doctor Cranston dice que no sería bueno para ti saber demasiadas cosas en tan poco tiempo. Después de todo, has estado enfermo muchos días.
– Pero me encuentro bien -insistió Kamal, cuyo semblante noble y orgulloso había recuperado el color. Le habían cortado el pelo y llevaba la barba recortada y bien cuidada.
– Lo sé -dijo la mujer, que se desabrochó el vestido sucio y dejó que resbalara lentamente por su cuerpo y pusiera al descubierto el nacimiento de sus pechos y los muslos, que parecían esculpidos en alabastro blanco-. Por suerte, hay cosas que podemos hacer en esta habitación, a no ser, claro está, que no te sientas con fuerzas.
– ¿De… de qué me hablas, Sarah?
– Tú no te preocupes, amor mío -afirmó ella mientras le ponía sus delgados brazos alrededor del cuello y lo atraía lentamente hacia sí, igual que un pulpo capturando una presa-, yo te lo enseñaré todo…
Diario de viaje de Sarah Kincaid
No espero misericordia.
Lo que le ha ocurrido a Polifemo me ha hecho comprender de manera irrefutable que mis enemigos no conocen la misericordia ni la indulgencia y que esta vez no dudarán en eliminarme. De todos modos, no sé por qué me han respetado hasta ahora.
Paso el tiempo meditando y rezando en silencio; intento ordenar las cosas que acuden a mi mente aunque, en el fondo, ya carezcan de importancia.
¿A qué se refería Polifemo cuando dijo que yo era Inanna? ¿Y quién es ese Tammuz al que debo buscar y liberar?
Hay otra cuestión que me preocupa, aunque ha perdido toda relevancia en estas horas oscuras: ¿quién era realmente el hombre al que quise con todo mi corazón y al que siempre llamé «padre»?
La condesa de Czerny dijo que Gardiner Kincaid era tanto mi padre como Kamal su amado y, en tanto que mi corazón y mi mente lo niegan con encono, en lo más hondo de mi ser hay una parte que no lo discute, probablemente porque conoce la verdad.
Mis recuerdos…
Continúan ocultos tras una espesa niebla y ya no albergo la esperanza de que algún día se disipen las brumas. No obtengo respuestas a mis preguntas y, por primera vez en la vida, dudo seriamente que jamás las encuentre… Al mismo tiempo, un temor frío se apodera de mí.
El miedo de que pudiera ser verdad lo que Mortimer Laydon me dijo en su locura, que Gardiner Kincaid no era mi amado padre, sino él.
La terrible sospecha de que Kamal podría estar equivocado con lo siempre intentó inculcarme, que en este mundo todo está sometido a un plan divino.
Y, finalmente, la horrible certeza de que mañana será el último día que veré el mundo.
Con esta anotación cierro mi diario de viaje.
Que sirva de advertencia a quien lo encuentre para que no se perturben los enigmas del pasado, porque algunos alcanzan hasta el presente…
Meteora, 11 de noviembre de 1884
Cuando, después de horas interminables de temor y espera, despuntó el nuevo día, Sarah lo saludó casi con alivio. Los haces de luz mortecina que entraban por las rendijas de las ventanas cerradas la deslumbraban, y la joven supo que había llegado el día decisivo.
Esta vez, cuando se oyeron pasos acercándose, Sarah permaneció más tranquila que la noche anterior. Hacía mucho que el manantial de sus lágrimas se había secado y afrontaba con serenidad lo que la esperaba.
Pero no estaba preparada.
Había intentado conseguir el perdón con sus oraciones y había buscado respuestas a través de razonamientos interminables. Sin embargo, no había encontrado ni lo uno ni lo otro, y tenía la sensación de que su vida era una obra incompleta y chapucera. Lo que ella había sido, o más bien creía ser, se había disuelto como un azucarillo, no había quedado nada. Excepto el diario, que contenía su alma y le brindaba la tranquilizadora sensación de que todo aquello había ocurrido realmente y había luchado hasta el final. Aunque al final la hubieran vencido…
Descorrieron ruidosamente el cerrojo y la puerta se abrió. Una luz deslumbrante inundó la capilla y cegó a Sarah. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la claridad. Entonces vio que su más acérrima enemiga no se había privado de ir a buscarla en persona.
– Sal -dijo.
– ¿Ha llegado la hora?
La condesa asintió con un movimiento de cabeza.
– Qué gran triunfo debe de ser para usted -dijo Sarah amargamente.
– Después de todo lo que te he hecho, preferiría dejarte con vida, créeme -respondió indiferente-. Porque vivir sería para ti mayor castigo que la muerte. Pero tengo órdenes estrictas que…
– No se esfuerce -replicó Sarah gélidamente, y salió del calabozo sin dignarse mirar de nuevo a la condesa.
Fuera la esperaban cuatro hombres armados que la flanquearon.
Cruzaron el patio interior y el refectorio, y pasaron por debajo de una arcada que conducía a un segundo patio más grande. A la izquierda se encontraban el katholikon y los edificios longitudinales que albergaban los aposentos. Al otro lado, el terreno descendía ligeramente y lo limitaban dos muros circulares antes de caer escarpado, casi en vertical, hacia el abismo.
Hacia allí condujeron a Sarah.
Al pasar por el patio, la joven se dio cuenta de que habían cambiado algunas cosas respecto al día de su llegada. Había cajas y sacos por todas partes y los sirvientes vestidos de negro de la Hermandad pululaban por allí en plena actividad frenética. Se gritaban órdenes y en el extremo este de la plataforma de roca se oía chirriar las poleas que transportaban hombres y material al valle.
Читать дальше