Michael Peinkofer - Las puertas del infierno

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Otoño de 1884. Una celda lúgubre. Dentro se encuentra un hombre inerte. ¿Estará muerto? Bajo su lengua hay una moneda, es el óbolo de Caronte, el precio que hay que pagar al barquero del reino de los muertos.
La joven arqueóloga Sarah Kincaid no sabe qué hacer, el destino parece haberse puesto en su contra. Primero la abatió la muerte de su padre en Egipto y ahora su prometido, Kamal, a quien se acusa de un antiguo crimen, sufre una extraña enfermedad que lo tiene a las puertas del infierno. Pero aún hay una última oportunidad de salvarlo, la legendaria agua de la vida.
Para encontrarla, Sarah deberá sortear los peligros que acechan en los callejones de Praga, donde dicen que habita el Golem, entre las torres de los monasterios de Meteora o en las orillas subterráneas del Estigia, el río griego de los muertos.
«Embarcarse en la lectura de la tercera novela de Sarah Kincaid, la aguerrida arqueóloga victoriana, es toda una aventura.»
Frankfurter Stadtkurier

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Estaba claro que la condesa y sus esbirros planeaban dejar su escondrijo justo después de haberse librado de su más tenaz enemiga…

Desde el muro circular interior, una escalera empinada conducía hacia el patio exterior, un terreno rocoso y con apenas unos cuantos matorrales que descendía en picado hacia el sur. El muro exterior solo llegaba a la altura de las caderas y suponía la última barrera ante el profundo abismo. Más allá se extendía la vasta llanura de Tesalia, cubierta de bruma por debajo de un cielo anaranjado y nublado que prometía nieve y lluvia.

Sarah siempre se había preguntado cómo se sentirían los que eran conducidos al amanecer al lugar de ejecución: ahora ya lo sabía.

Ya la esperaban delante del muro.

El doctor Cranston, con semblante inexpresivo, estaba flanqueado por cuatro guardias que llevaban fusiles Remington al hombro. Se habían enrollado los turbantes negros en la cabeza de manera que solo les quedaba al descubierto la parte de los ojos.

Los verdugos, pensó Sarah inconscientemente.

– Lady Kincaid -la saludó Cranston.

El día en que se lo presentaron en Londres parecía increíblemente lejano. Pero ya entonces, en aquel primer momento, su intuición le había señalado la doblez de aquel hombre.

Prescindió de devolverle el saludo y se volvió hacia Ludmilla de Czerny.

– ¿Aquí? -preguntó sin más.

– Efectivamente.

Sarah asintió.

– ¿Te extraña?

– En absoluto -negó Sarah-. Vuestro plan ha funcionado, habéis conseguido lo que queríais. Lo único que os falta para alcanzar la victoria absoluta es acabar conmigo.

– En efecto, pero no habría sido necesario. Supiste desde el principio que intentábamos manipularte. Si en vez de oponerte hubieras cooperado, ahora no estaríamos aquí. Pero has preferido engañarte a ti misma creyendo y haciendo creer a otros que podías medirte con el poder de la Hermandad. De hecho, en ningún momento tuviste elección.

– ¿Qué intenta decirme?

La condesa se echó a reír arrogante.

– Dicen que los que han probado una vez el agua de la fuente de la vida siempre regresan a ella. Por lo tanto, sabíamos que tarde o temprano nos indicarías el camino.

– Miente -dijo convencida Sarah-. Como en tantas otras cosas.

– ¿Eso crees?

– Si de niña sufrí realmente la fiebre y me curé con el agua, pero la fuente de la vida ha estado oculta todo este tiempo…

– ¿Si?

– … ¿de dónde salió el elixir que supuestamente me intoxicó? ¿Y el que me sanó? -acabó de preguntar Sarah-. Sus palabras se contradicen, condesa.

– En absoluto, pero lo que tú sabes es demasiado limitado para comprenderlo todo. Existía un resto de elixir y lo utilizaron para borrar tus recuerdos.

– ¿Quién?

– ¿Quién va a ser? -La condesa soltó una carcajada-. El hombre al que durante todos estos años consideraste tu padre, simplemente porque no tenías ni idea.

– Eso no es verdad.

– Lo es, créeme.

– ¿Y cómo me curaron si Gardiner había utilizado el último resto del elixir?

– Un médico tan brillante como ambicioso, llamado Mortimer Laydon, que tenía acceso a los mejores círculos de Londres y hacía años que pertenecía a la Hermandad, consiguió hacerse con otro resto que habían traído antiguamente de Grecia y se había conservado en un lugar desconocido, donde había originado la creación de un mito. Tal vez ya supones a qué lugar me refiero…

– Praga -dijo Sarah quedamente, y recordó estremecida lo que le había contado el rabino, que el último resto de agua de la vida había sido robado unos diecinueve años atrás.

Justo en la época en que a ella la curaron de la fiebre oscura…

– Exacto -asintió Ludmilla de Czerny-. Los agentes de la Hermandad irrumpieron en la sinagoga y robaron el agua de la vida por encargo de Laydon, quien se presentó de inmediato como tu salvador ante Gardiner Kincaid y se ganó su confianza. El resto de la historia ya lo conoces, ¿verdad?

Sarah asintió ensimismada. Todo parecía estar conectado y adquiría sentido de un modo pasmoso. Ella había sido la que había consumido el último resto de elixir… Aun así, Sarah tenía la sensación de que algo no encajaba. No paraba de buscar incoherencias en las afirmaciones de su enemiga y las encontró…

– No me está explicando toda la verdad -insistió-. Mi curación no pudo consumir toda el agua. Tuvo que quedar un pequeño resto para que su gente envenenara a Kamal…

– ¿Y?

– … si aún quedaba un poco, ¿para qué todo este plan disparatado? ¿Por qué me enviaron en busca del agua si ya tenían un poco en sus manos?

– Por un lado -contestó impasible la condesa-, solo eran un par de gotas, suficiente para tu querido Kamal, pero demasiado poco para nuestros fines.

– ¿Y por otro? -insistió Sarah.

La condesa titubeó un momento.

– No necesitas saberlo -contestó finalmente.

– Entonces hay algo más, ¿no? -preguntó Sarah-. Se trata de mucho más, ¿verdad? Y supongo que tiene algo que ver con Kamal. ¿Qué se proponen hacer con él? ¿Qué me oculta?

– Ya te he dicho que no necesitas saberlo. En todo caso, ya no. Si te hubieras puesto de nuestra parte, se te habría revelado la verdad… y muchas cosas más.

– ¿Qué? -preguntó Sarah.

– Poder, fama… Inmortalidad.

– ¿Inmortalidad? -repitió Sarah con voz temblorosa-. ¿Es eso lo que tanto les interesa? ¿Quieren utilizar la Creación en su provecho y engaitar a la muerte?

– ¿Por qué no?

– Señora mía -dijo Sarah quedamente y con una sonrisa en la que se condensó toda su pena y su amargura-, creo que sobrestima el valor de su presencia en este mundo.

– Igual que tú -replicó la condesa. Dio una palmada y, acto seguido, sus esbirros se quitaron el fusil del hombro y apuntaron a Sarah.

– ¿Van a fusilarme?

– No, por favor -intervino Cranston-. Eso lo dejamos a su elección. O salta voluntariamente al abismo o prueba suerte con el plomo. Desde un punto de vista médico, debo decirle que si salta al vacío desde esta altura apenas quedará nada de usted para…

– Gracias -dijo Sarah, y se subió al murete.

Al otro lado había una roca que descendía escarpada unos tres o cuatro metros. Luego caía en vertical hacia el más profundo abismo. El viento frío de la mañana la azotó y de nuevo sintió náuseas.

Se dio la vuelta una vez más.

– ¿Y Kamal?

– Confía en mí -aseguró la condesa sonriendo con malicia-, está en buenas manos.

A Sarah le temblaban los labios, le temblaba todo el cuerpo a causa del frío y el miedo.

– ¿Puedo… verlo? -preguntó en voz baja y llena de resignación, puesto que suponía cuál sería la respuesta.

– Tal vez algún día -le dijo Ludmilla, burlona-, en otro mundo. Adiós, hermana.

Sarah asintió con un movimiento de cabeza y se volvió de nuevo hacia el precipicio. No quería darles el gusto a sus enemigos de que vieran las lágrimas que le corrían por las mejillas ni que otra persona decidiera el momento de su final.

Quería ser libre para determinar ella misma ese momento. Se santiguó y rezó una oración en silencio, luego cerró los ojos y su cuerpo se tensó para dar el paso decisivo hacia el vacío…

Capítulo 14

El instante en que Sarah Kincaid estaba a punto de saltar al vacío fue el mismo en el que un restallido rompió el silencio que reinaba en la montaña, seguido por un grito ronco.

Todavía en el murete, Sarah abrió rápidamente los ojos y vio a un grupo de combatientes ataviados con ropas claras y chalecos rojos, que habían trepado a la montaña por la cara suroeste y saltaban por encima del murete, blandiendo puñales o fusiles Martini Henry de fabricación británica.

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