– Usted…, usted ha… -fue todo lo que consiguió decir en su aturdimiento.
– Yo le hice un juramento, ¿recuerda? -le preguntó Sarah.
Se le acercó y, mientras él aún la miraba despavorido, le dio un fuerte empujón que lo lanzó por encima del pretil hacia el profundo abismo.
– Tally-ho -dijo Sarah con amargura mientras el médico desaparecía chillando en el vacío-. Eso ha sido por Pericles y Polifemo.
– Vamos -la exhortó Hingis.
Los dos siguieron la callejuela que rodeaba el edificio hasta una puerta que estaba abierta y conducía a una plataforma escarpada de roca. Tenía forma de cuadrante. Allí, a unos cinco metros del suelo, estaba suspendido el globo. Habían descolgado una escalerilla de cuerda por la que probablemente tenía que subir Cranston después de haber ejecutado el asesinato. En aquel momento soltaron las amarras y tiraron el lastre, y el globo ascendió hacia las alturas.
En el cesto que colgaba del enorme objeto, Sarah vio a tres personas: a Ludmilla de Czerny, a uno de sus sirvientes encapuchados y al hombre por el que había emprendido la larga odisea que la había llevado de Londres a Praga y, finalmente, a las profundidades del Edades.
Kamal…
Vio su atlética figura, su porte orgulloso y su rostro, pálido pero lleno de vida. Lo miró a los ojos oscuros y retrocedió aterrorizada.
Porque, incluso en la distancia, Sarah Kincaid se dio cuenta de que en el semblante de su amado no se reflejaba ninguna alegría al verla, ningún afecto, ninguna señal de que la reconocía.
– ¡Kamal, no! -gritó mientras el hombre al que pertenecía su corazón la miraba como un desconocido y el globo seguía elevándose en el cielo. La única respuesta que obtuvo fue la sonora carcajada de Ludmilla de Czerny, que el viento se ocupó de hacerle llegar y cuyo eco resonó en los muros del monasterio.
Hingis se lanzó hacia delante y apuntó con el fusil para dispararle un balazo a la villana fugitiva. Sin embargo, Sarah se abalanzó sobre su brazo armado.
– Déjame -exigió el suizo.
– No -gritó Sarah con determinación-. El peligro de alcanzar a Kamal es…
En aquel momento, algo la tocó en el brazo izquierdo, la hizo girar y la lanzó al suelo. Hasta que no vio que la manga de su pelliza se teñía de un color oscuro no recordó que había oído un restallido, y entonces comprendió que la había alcanzado una bala.
Apenas se dio cuenta de que Hingis acudía presto en su ayuda gritando: tenía la mirada clavada en el globo que se alejaba en el cielo llevándose al hombre al que amaba. Y no se enteró de que la bala que la había abatido había salido de allí ni de que Ludmilla de Czerny continuaba hostigándola con sus risas sarcásticas.
Lo único que veía era el globo desapareciendo en una lejanía inalcanzable, y siguió viéndolo incluso cuando hacía rato que había cerrado los ojos, y el dolor, la pérdida de sangre y las fatigas de los últimos días le habían hecho perder el conocimiento.
Buque de pasajeros Concordia, 16 de noviembre de 1884
– ¿Sarah? ¡Sarah!
La voz le llegó a los oídos desde la lejanía, un grito solitario en la oscuridad.
– ¿Sarah…?
La oscuridad se desvaneció y dejó paso a una luz clara en la que se perfilaban las formas conocidas del globo, que se agrandaba y se acercaba lentamente.
El volvía con ella…
– Sarah, por favor, si puede oírme, contésteme…
Solo tenía que abrir los ojos, y entonces lo vería. Notaría la calidez de sus besos, los latidos de su corazón y el consuelo de sus caricias, oiría su respiración y su voz suave y tranquilizadora.
– Sarah, ¡despierte!
Abrió los ojos.
El rostro que se inclinaba hacia ella no era el que esperaba. No pertenecía a Kamal ni a nadie que conociera. Estaba enmarcado entre cabellos canos, que parecían de algodón, y adornado por una barba blanca. El semblante maduro de aquel hombre, que la miraba por encima de los cristales redondos de sus gafas de leer, era bondadoso y dulce, y reflejaba alivio.
– Por fin ha vuelto en sí -señaló-. ¿Cómo se encuentra?
– Bi… bien -respondió Sarah.
Le seguía doliendo la cabeza. En cambio, el ardor del brazo había desaparecido y también habían cesado las náuseas…
– ¿Dónde estoy? -preguntó la joven mirando a su alrededor. Para su sorpresa, se encontraba tendida en una cama estrecha, dentro de una habitación minúscula con paredes de madera barnizada. La única ventana que había era redonda y tenía un marco de latón remachado, y Sarah creyó notar que el lecho se mecía suavemente-. Un barco -concluyó desconcertada-. Estoy en un barco…
– Exacto -asintió el hombre de cabellos canos, que Sarah calculó que tendría unos cincuenta años.
La joven se dio cuenta entonces de que llevaba un uniforme azul oscuro con insignias en las mangas que lo identificaban como oficial de la Marina-. Se encuentra a bordo del Concordia, un barco de pasajeros que cubre la ruta del Pireo a Venecia. Me llamo Vincente Garibaldi. Soy el médico del buque.
– ¿Atenas? ¿Venecia?
Uniendo los fragmentos de los recuerdos que comenzaban a regresar a su mente, Sarah intentó comprender qué había ocurrido. Recordó que se había salvado milagrosamente, así como la lucha cruenta que se había desatado en Meteora, y recordó el globo que había desaparecido en la vastedad del cielo con su amado a bordo. Había sido una simple ilusión pensar que volvería a verlo cuando abriera los ojos…
– ¿Cómo he…?
– ¿Cómo ha llegado a bordo?
Sarah asintió.
– Un signore que se llama Hingis la trajo a bordo. Usted había perdido mucha sangre a causa de una herida de bala y, al principio, me negué a aceptarla. Pero acreditó la importancia que tenía sacarla del país, y la embajada británica de Atenas intervino también a través de un tal Jeffrey Hull. ¿Le suena?
– Por supuesto -afirmó Sarah.
– Así pues, no me quedó más remedio que tratarla con los modestos recursos de que dispongo a bordo.
– Comprendo. -Sarah se miró y vio un vendaje en su brazo izquierdo. Casi había olvidado que le habían disparado, puesto que le causaba mucho mayor pesar la pérdida de Kamal.
– Puede considerarse afortunada de que la bala le hiciera una herida limpia y no le tocara el hueso -prosiguió Garibaldi-. De no ser así, tal vez no podría haber hecho mucho por usted. Pero solo fue necesario curarle la herida y procurar que recuperara las fuerzas. Y, por lo que parece -añadió sonriendo-, he cumplido con éxito mi tarea.
– Efectivamente. -Sarah forzó una sonrisa cansada-. Gracias, doctor.
– No hay de qué. -Garibaldi le devolvió la sonrisa-. ¿Quiere hablar con el señor Hingis? Hace dos días que no se mueve de la puerta de su camarote y no deja de atosigarme preguntándome por su estado. Se alegrará mucho de saber que se encuentra mejor.
– Sí, por favor -dijo Sarah.
– Va bene -asintió el médico, y se dirigió a la puerta del camarote-. Vendré a verla dentro de una hora. Para darle la medicina.
– Gracias, doctor.
– Y otra cosa…
– ¿Sí?
– No se preocupe -dijo el doctor con una sonrisa de ánimo-. Podrá tener hijos.
– ¿Qué? -Sarah creyó que no había oído bien.
– Bueno, yo pensaba…
– ¿Qué quiere decir, doctor? -preguntó la joven con cautela.
– ¿No lo sabía? -preguntó el médico, perplejo.
– ¿Qué es lo que no sabía?
– Que estaba embarazada, claro.
– ¿Embarazada?
– Pero, Sarah, es imposible que no se diera cuenta de su estado.
– ¿Mi estado? -preguntó Sarah, desconcertada-. ¿De qué diantre me está hablando…?
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