¡Soldados griegos!
De nuevo retronó un disparo y Sarah vio que uno de sus guardianes se desplomaba con el pecho perforado y caía junto a uno de sus compañeros, que yacía herido en el suelo.
Luego se precipitaron los acontecimientos.
Mientras los guerreros de la Hermandad empuñaban sus armas para responder al fuego y librarse a una enconada lucha contra los asaltantes, de los cuales Sarah contó una docena, Cranston se puso a cubierto detrás de una roca. La condesa de Czerny, en cambio, profirió un aullido de furia y se volvió hacia su enemiga para lanzarla al vacío.
Sarah fue más rápida. Se alejó de allí al instante, manteniendo el equilibrio sobre el murete hacia el lugar de donde venían los combatientes desconocidos y haciendo caso omiso de la tormenta de plomo que llenaba el aire.
– ¡Sarah, aquí! -la llamó alguien.
Saltó del muro, huyó en zigzag con la cabeza hundida entre los hombros y se refugió detrás de un gran matorral que, si bien no la protegía de las balas, al menos la escondía de las miradas de sus verdugos. Y en ese refugio tuvo un encuentro inesperado.
Con alguien al que creía muerto…
– ¿Friedrich? -preguntó incrédula.
Ver el rostro del suizo, enmarcado entre cabellos revueltos y mirando a través de unas gafas de metal medio rotas, asomar por el cuello de un uniforme griego no era una estampa habitual. Sin embargo, no cabía duda de que tenía delante, sano y salvo, al amigo que creía haber perdido.
– Así es -confirmó el suizo sonriendo ampliamente mientras le desataba las manos.
– Pero yo pensaba que… te habías ahogado.
– Evidentemente, no. -Hingis rió con sorna-. Alejandría me hizo comprender lo importante que puede llegar a ser defenderse en el líquido elemento. Y me apunté al equipo de natación de la universidad. Una sola mano no basta para un campeonato, pero es suficiente para no ahogarse.
– Eso está claro -dijo Sarah asombrada-. Y fuiste a buscar ayuda…
– Después de vagar desorientado durante dos días me topé con una patrulla de soldados griegos. Nunca pensé que mis conocimientos de griego antiguo podrían salvarme la vida algún día.
– Y a mí -añadió Sarah sonriendo ampliamente.
– Lamento el retraso. Habría preferido…
Se calló cuando ella le rodeó la cara con las manos y le dio un beso en los labios.
– Perdonado -dijo la joven-. Y, ahora, ven conmigo.
– ¿Adonde?
– Kamal -dijo únicamente Sarah-. La Czerny lo tiene en su poder…
En los dos patios interiores se había desatado una lucha salvaje. En las zonas situadas más hacia el oeste, también habían aparecido de pronto soldados que habían escalado temerariamente la roca que ascendía casi en vertical. Otros combatientes, entre los que se contaba Hingis, habían subido con la red después de asaltar a los que bajaban en ella y dar la señal de que los remontaran. Y, una vez controlada la torre del elevador, no habían dejado de subir más y más, de manera que los esbirros de la Hermandad pronto habían quedado en minoría.
Mirara donde mirara, Sarah veía caer luchadores vestidos de negro que habían sido abatidos. Delante del refectorio estalló una carnicería cruenta cuando un pelotón de lacayos de la condesa se abalanzó con sus puñales relucientes contra un grupo de soldados. El tintineo de las armas y los gritos de los hombres llegaban hasta Sarah y Hingis, que avanzaban agachados junto al muro con la esperanza de que no los alcanzara una de las balas que surcaban silbando el aire.
Sarah no cabía en sí de gozo por ver al amigo con vida. Eso la animaba, le daba nuevas fuerzas y calmaba el malestar y la debilidad. Le relató a toda prisa la curación de Kamal y la muerte por tortura de Polifemo, y una ira salvaje pareció apoderarse del suizo, por lo general impasible. Empuñando la pistola que le habían dado sus aliados griegos, avanzó a hurtadillas por detrás de Sarah, decidido a hacérselo pagar a la persona responsable, que había puesto cobardemente los pies en polvorosa.
De nuevo se produjo un intenso intercambio de disparos entre los griegos, a un lado, y los esbirros de la Hermandad al otro, y Sarah y Hingis se vieron obligados a buscar refugio tras una roca. Durante un breve alto el fuego, Sarah se atrevió a salir del escondrijo y paseó la mirada por el patio: ni rastro de la condesa ni de Cranston.
– Han desaparecido -señaló enfurecida-. Como si se los hubiera tragado la tierra.
– No pueden estar muy lejos -gritó Hingis para superar el clamor de balas que había vuelto a estallar, y tosió cuando una nube de pólvora quemada los alcanzó-. Los soldados controlan el elevador. No pueden huir.
– Lo sé -dijo Sarah, pero no estaba muy segura.
Aunque Ludmilla de Czerny era su enemiga y, en muchos sentidos, su contraria, también se le parecía en cierto modo. Por eso Sarah sabía que la condesa no se dejaría vencer tan fácilmente y que, en cualquier caso, escondía un as en la manga…
– ¡Allí! -gritó de repente Hingis señalando la cara este del farallón, donde el patio limitaba con un edificio alto y perpendicular, alrededor de cual transcurría un camino angosto limitado por un muro que llegaba a la altura de las rodillas.
Detrás, Sarah divisó algo que le arrancó un grito sordo: las formas redondas de un globo aerostático que se elevaba con una lentitud majestuosa hacia el cielo de color gris acero.
– ¡No!
Haciendo caso omiso de la lluvia de balas que seguía colmando el aire porque el último reducto de sectarios se había atrincherado debajo del katholikon y defendía la plaza enconadamente, Sarah se incorporó de un salto y corrió hacia el edificio perpendicular tan deprisa como su débil estado le permitía. En plena carrera recogió del suelo un sable, que había pertenecido a uno de los caídos, y continuó avanzando vertiginosamente. Hingis tenía que esforzarse para seguirle el paso.
Al ver el globo, Sarah se había dado cuenta súbitamente de cuál era el as que escondía la condesa. Comprendió que la resistencia que ofrecían con obediencia ciega los peones de aquella mujer tenía como única finalidad cubrirle la retirada. Todo en ella pugnaba por no consentir que la causante de tanta desgracia huyera.
– ¡Espera! -gritó, terriblemente furiosa, mientras veía elevarse el globo, cuya esfera, formada por tiras de tela azules y blancas, y cubierta con una red de malla estrecha, casi podía verse entera por encima del edificio-. ¡No escaparás, víbora!…
Había llegado al edificio y ya torcía por la callejuela que conducía hacia el globo cuando alguien le cerró el paso empuñando un revólver cuyo cañón la apuntaba.
– ¡Cranston! -exclamó sin aliento.
– Exacto. La condesa me ha encargado que le comunique que aquí acaba su camino -la informó el médico con una insolencia de lo más arrogante.
– Dígale a esa zorra que se vaya a la mierda -contestó Sarah, prescindiendo del vocabulario de una lady y empleando la jerga que de niña había pillado al vuelo en las cantinas de los puertos de Nueva York y Shanghai.
Cranston no reaccionó a la provocación. Una sonrisa sádica se dibujó en su semblante mientras doblaba el dedo sobre el gatillo con gozosa lentitud.
En ese momento llegó Hingis, empuñando también su arma. Durante una milésima de segundo, Cranston se distrajo y no supo a quién de los dos debía apuntar. Entonces Sarah actuó.
Rápidamente cogió impulso y esgrimió el sable. El acero golpeó una vez en el aire, pero luego le atravesó el pecho a Horace Cranston.
El médico se estremeció y retrocedió tambaleándose. Su arma se disparó, pero erró el tiro y la bala partió sin rumbo fijo. La camisa blanca y radiante de Cranston se tiñó de rojo por debajo de la casaca y su rostro expresó la más absoluta incredulidad. El revólver le resbaló de las manos, asió con manos temblorosas el sable que llevaba a la altura del pecho y lo desenvainó. El acero tintineó al caer al suelo y Cranston chocó de espaldas contra el muro bajo.
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