La condesa no se apartó de su lado.
Si hubiera sido por Cranston, él también habría presenciado ese proceso memorable, por interés científico, había dicho. Pero ella no juzgó necesario tener al medicastro a su lado. A sus ojos, Cranston era un criado, una herramienta útil, nada más. Si él contaba con que tenía perspectivas de ascender en la jerarquía de la organización, era cosa suya. Ella, Ludmilla de Czerny, tenía un puesto fijo en el nuevo orden…
Una sonrisa cargada de dulzura se deslizó por su semblante pálido y la condesa se quitó las dos horquillas que le recogían el cabello. La melena rubia y suelta le ondeó sobre los hombros y la hizo resplandecer de belleza juvenil. Se inclinó sobre Kamal y lo besó suavemente, primero en la frente, luego en los ojos y, finalmente, en los labios.
– Despierta -le susurró, y el rostro del durmiente se movió de nuevo.
Le acarició cariñosamente el semblante barbudo y le apartó un mechón de pelo de la frente, y fue ese contacto lo que lo hizo volver en sí. Kamal Ben Nara regresó igual que un náufrago que ha pasado semanas en el mar y ya ha perdido la esperanza de ver de nuevo la costa de su tierra.
Respirando profundamente, abrió los ojos y vio el rostro encantador de Ludmilla de Czerny. La sonrisa de aquella mujer parecía prometer la felicidad absoluta, sus lágrimas, todo el gozo del mundo, y su belleza, toda la seducción.
– Bienvenido, amor mío -susurró la condesa.
– Ya hemos llegado.
Fue al atardecer del segundo día cuando Horace Cranston hizo la señal liberadora. Hacía horas que Sarah sabía adonde conducía el viaje, pero, casi inexplicablemente, le daba lo mismo.
¿Qué importaba adonde la llevaban? Todo, lo había perdido todo; ya no vislumbraba ninguna esperanza. Solo le quedaba la rabia, una ira irrefrenable que se le concentraba en el abdomen y que casi creía notar físicamente. Seguía teniendo náuseas, pero apenas les hacía caso. Lo poco que los hombres de Cranston le habían dado de comer los dos días anteriores, básicamente pan duro, lo había vomitado enseguida, para regocijo de la jauría.
Se sentía miserable de un modo que jamás había experimentado. El dolor por la muerte de Hingis y la pérdida del agua de la vida, que significaba la última esperanza para Kamal, habían sido demasiado para ella. Montaba hundida a lomos de su caballo y no le importaba lo que le ocurriera.
El convoy se detuvo a los pies de un imponente farallón que se alzaba en la llanura. Sobre sus cabezas, en lo alto de las rocas de color ceniciento que se estiraban en el cielo encapotado y atravesado por vetas de un rojo candente, se distinguían las adustas siluetas de unas cuantas torres: se trataba de uno de aquellos monasterios que se habían construido suspendidos en el aire en el siglo XIV y a los que la gente de los alrededores habían bautizado con el nombre de meteora.
Rocas colgantes…
Existían un total de veintitrés monasterios semejantes, que abarcaban aquellas tierras desde las cimas peladas de las montañas. Para no ser molestados y poder dedicarse con toda el alma a la contemplación, algunos monjes habían optado por ese exilio voluntario que les permitía estar más cerca del cielo. Pero, evidentemente, los monasterios de Meteora también habían sido un escondite ideal.
Después de que los monjes fueran abandonando sus solitarias residencias, se habían convertido en refugio de fugitivos de la justicia y de salteadores de caminos, y los guerrilleros griegos los habían utilizado de base durante las luchas por Tesalia. Por lo visto, la Hermandad del Uniojo también había descubierto las ventajas que ofrecía un lugar tan retirado y prácticamente inexpugnable.
– Está impresionada -señaló con una sonrisa burlona Cranston, que había detenido su caballo junto a ella.
Sarah negó con la cabeza.
– Espere y verá -le recomendó displicente el médico-. Pronto estará muy impresionada…
Se llevó la mano a la pistolera que llevaba sujeta al cinto, la abrió, desenfundó la pistola del ejército y disparó al aire. El tiro resonó como un latigazo por los campos y rebotó en los farallones circundantes. Al poco, Sarah vio que, muy por encima de sus cabezas, algo se soltaba de debajo del tejado de una torre cuadrada y bajaba lentamente. A medida que se acercaba, se iba distinguiendo más claramente que se trataba de una cesta envuelta en una red, que colgaba de una soga del grosor de un brazo y que probablemente suponía la única posibilidad de subir a lo alto de forma medianamente cómoda.
– Un elevador -explicó Cranston innecesariamente-. Sumamente primitivo, pero muy útil.
Una vez más, Sarah lo dejó sin respuesta. No le apetecía admirar los monumentos de la zona. Esperó inmóvil a que la desataran de la silla y bajó de la montura deslizándose a un lado. Una mirada a Polifemo le reveló que el cíclope estaba tan agotado como ella; con todo, la mirada que le devolvió desde su único ojo parecía querer transmitirle consuelo y esperanza: dos cosas que Sarah había perdido en algún sitio durante la larga cabalgada…
La red llegó al suelo. Dos hombres de Cranston la agarraron por el gancho y la abrieron para poder entrar en la cesta con forma de gota. Cranston fue el primero, seguido por Sarah, a la que empujaron dentro rudamente. Tropezó y se hubiera caído de no ser porque pudo agarrarse a la tosca malla. La acompañaron dos de los hombres, de quienes Sarah ya no era capaz de decir si se trataba de soldados turcos comprados o de asesinos contratados por la Hermandad. Probablemente eran una mezcla de ambas cosas.
Volvieron a enganchar la red, la cuerda se tensó y la cesta se elevó del suelo.
– Fascinante, ¿verdad? -preguntó Cranston mientras ascendían colgando junto a la escarpada roca, envueltos por un tejido de malla basto que partía la luz rojiza del atardecer en tallos refulgentes-. Todo lo necesario tiene que subirse de esta manera: personas, material, provisiones, incluso los animales. ¿Ha visto alguna vez un caballo colgando en el aire? Una visión edificante, se lo aseguro.
Sarah no atendía a su perorata. Dirigía la mirada hacia el sur, a la vasta llanura que se extendía hacia allí y que se perdía en las brumas del crepúsculo. A medida que ascendían, el viento arreciaba y se volvía más frío. Ráfagas de aire gélido circulaban por la pared de roca, arrastraban la red y la hacían bascular. Los hombres de Cranston reaccionaron emitiendo gritos sordos.
– Controlaos, ¡timoratos! -los amonestó el médico-. ¿Qué pensará de vosotros lady Kincaid? ¿O a usted tampoco le sienta bien el paseo, milady?
Se había fijado en que el semblante de Sarah había ido palideciendo desde que se habían elevado del suelo. La joven había cometido el error de mirar abajo a través de la red y, al no ver sino el vacío más absoluto, el mareo que ya sentía aumentó casi hasta el infinito.
Tuvo que contenerse para no vomitar otra vez. Cerró los ojos y pensó en otro sitio, en un lugar muy lejano, lo cual arrancó una risa maliciosa a Cranston.
– Como médico -dijo serenamente-, puedo asegurarle que apenas notaría algo al chocar contra el suelo si la cuerda cediera. ¿Le sirve de consuelo?
Sarah no escuchaba. Para tranquilizarse y volver a ser dueña de sí misma, recurrió a un ritual que le había enseñado el viejo Gardiner y que era casi tan antiguo como la humanidad: rezó una oración. Una súplica breve e informal, en la que pedía perdón por su arrogancia, por su soberbia y por todas las vidas humanas que cargaba en su conciencia.
Se preguntó por qué no había hecho caso de las advertencias de Hingis. ¿Por qué no había dado media vuelta cuando aún estaba a tiempo? Ahora, su amigo estaba muerto, igual que Du Gard y su padre. Y ya no había esperanza para Kamal, que se encontraba en la lejana Salónica. Una vez más se había confirmado la vieja norma de que todos los que tenían vínculos con ella lo pagaban con la muerte. Era como una maldición que pesaba sobre ella y de la que no era fácil deshacerse…
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