Los primeros ya hacían avanzar a sus caballos por el agua helada, en la que los animales se hundieron hasta el abdomen. Sin embargo, el fondo del río no era tan profundo más adelante y llegaron sin esfuerzo al otro lado. Un soldado tras otro cruzaron el vado y también la montura negra de Sarah fue conducida por las riendas hasta el río. La joven estaba de nuevo atada a la silla y a los estribos, con lo cual se habría ahogado miserablemente si el caballo se caía o el agua lo arrastraba, pero renunció a protestar. Solo habría conseguido que Cranston y sus esbirros se rieran de ella.
Sarah notó el agua fría que le entró en las botas y le subió por las perneras, y sintió la presión de la corriente en las pantorrillas. El semental echó la cabeza atrás con nerviosismo y, puesto que la joven no podía guiarlo con las riendas ni tranquilizarlo con caricias, le habló en voz baja e intentó gobernarlo lo mejor posible haciendo presión con los muslos. Un trecho a su derecha, los soldados obligaron a Polifemo a entrar en el río. El cíclope descollaba como una estatua en medio de las aguas de color turquesa, resistiendo la corriente.
El caballo de Sarah llegó por fin a la otra orilla y la joven volvió la cabeza para buscar a Hingis con la mirada. Descubrió a su amigo en medio del río, todavía inconsciente y colgando de través sobre la grupa del caballo de carga. Los soldados que tiraban del animal se encargaron de que Hingis sumergiera la cabeza y los pies en el agua helada. El suizo se despertó al instante y lanzó un alarido ronco y pataleó como un loco, y recibió por respuesta las estentóreas carcajadas que soltaron los hombres a ambas orillas.
– ¿Queréis parar de una vez, brutos? -Sarah salió en defensa de su amigo, que continuaba agitándose torpemente.
Los soldados se limitaron a reír aún más fuerte, y todavía se carcajearon más cuando Hingis resbaló del caballo y se precipitó de cabeza al agua. La corriente lo arrastró y lo alejó de allí.
– ¡Auxilio! -rugió el suizo con todas sus fuerzas-. ¡Me ahogo…! -Las últimas sílabas no se oyeron a causa del terrible gorgoteo que produjo al hundirse.
– ¡Cranston! -gritó enfurecida Sarah-. ¿A qué espera? ¡Haga el favor de sacarlo de una vez, no sabe nadar!
– Mala suerte -contestó Cranston indiferente mientras Hingis seguía siendo arrastrado por la corriente entre gimoteos, alaridos de pavor y agitando los brazos torpemente.
Sarah intentó en vano deshacer los nudos de las ataduras con que la habían maniatado. El resultado fue que las cuerdas le constriñeron aún más las muñecas.
– Haga algo, maldita sea -exigió furiosa-. Se va a ahogar…
– Eso parece -confirmó Cranston sonriendo burlón.
El médico esperó todavía unos segundos, durante los cuales les llegaban los gritos y los gorgoteos de Friedrich Hingis. Luego ordenó a sus hombres que cogieran una cuerda y sacaran del agua al quejumbroso erudito.
Sarah respiró hondo y se dispuso a gritarle a Hingis que la ayuda estaba en camino, pero no consiguió ver a su compañero por ningún lado. Unos segundos antes, aún se divisaba claramente su cabellera mojada, pero ahora había desaparecido. Y peor aún: los gritos de Hingis habían enmudecido súbitamente.
– No -murmuró Sarah suplicante, y obligó al caballo a girarse ejerciendo presión con los muslos. Sin embargo, mirara donde mirara, no descubrió ni rastro de Friedrich Hingis. Sarah buscó en vano burbujas o cualquier otra señal de vida. La conclusión que se imponía era tan simple como tremenda: la corriente había arrastrado a Hingis y se lo había tragado.
Se había ahogado…
– Montad -ordenó Cranston-. ¡Reemprendemos la marcha!
– ¿Quiere reemprender la marcha? -preguntó Sarah-. ¿No piensa buscarlo?
– ¿Para qué? -Cranston se encogió de hombros-. Si hasta ahora no ha conseguido salir a la superficie es que está muerto. Y no voy a pescar su cadáver en el río para luego sepultarlo en la tierra. No tenemos tiempo para esas tonterías.
– ¿Tonterías? -preguntó Sarah-. ¿Llama tontería a enterrar a una persona que usted ha empujado a la muerte?
– Cuando se quiere llegar a ser algo, hay que establecer prioridades, lady Kincaid. La condesa de Czerny nos espera lo antes posible.
– Y usted hace todo lo que ella dice, ¿verdad? -masculló enfurecida Sarah, que intentaba disimular su consternación y su pena por Friedrich Hingis con un arranque de ira-. Como un buen perrito faldero.
– En absoluto -negó el médico meneando la cabeza-. Pero he comprendido algo de lo que usted no parece ser consciente a pesar de su célebre sagacidad.
– ¿Y qué es? -preguntó Sarah resollando.
– Que esa gente tiene mucho más poder del que podamos imaginar. Muy pronto dominarán el orbe entero, Sarah, y no se puede regatear con los futuros amos del mundo.
Dicho esto, hizo girar a su caballo y lo espoleó.
Sarah se quedó atrás en silencio. Y dio las gracias porque en ese momento se puso a llover y las gotas que le caían en la cara disimularon las lágrimas amargas que le rodaban por las mejillas formando un reguero zigzagueante.
Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior
El viaje continúa. Nuestros verdugos espolean a los caballos y solo descansan lo justo para que se recuperen los animales o ellos mismos. Sigue lloviendo y el camino de tierra se ha convertido en un lodazal, por lo que avanzamos más despacio que ayer.
Con todo, proseguimos la marcha hacia el este entre las cumbres blancas del Lakmos, al norte, y las de los Atamanes, al sur. Cruzando un puerto de montaña que secciona como un cuchillo la cordillera, hemos llegado a la vasta llanura de Tesalia, que se extiende ante nosotros a la pálida luz del atardecer. A la izquierda, limita con unas paredes de roca enormes que se elevan centenares de metros y parecen haber sido esculpidas en la montaña por la mano de un titán.
A los pies de esos colosos de piedra se arropa una espesa arboleda, que ya ha adoptado los tonos otoñales. Sin embargo, contra todas las leyes de la naturaleza, pueden verse unos muros de color ocre y unos tejados rojos en lo alto de las cúspides peladas: unos edificios suspendidos en el aire que fueron construidos hace mucho tiempo.
Los monasterios de Meteora…
Al mirar el semblante de Cranston, veo una sonrisa de confianza y empiezo a sospechar cuál es el destino de nuestro viaje…
Meteoro, Tesalia, 9 de noviembre de 1884
– ¿Y bien?
El semblante pálido de Ludmilla de Czerny estaba tenso. Miraba fijamente el rostro inmóvil y consumido por la fiebre de Kamal Ben Nara, y esperaba una reacción.
El mensajero había llegado hacía rato y le había entregado la cantimplora con el agua. Costaba creer que aquella sustancia poco llamativa y turbia tuviera propiedades extraordinarias, pero la condesa había aprendido a relegar las dudas. Para ella era creíble lo que hacía justicia a sus derechos.
Y tenía más de un derecho que reclamar…
Sus dedos cubiertos de anillos volvieron a acercar a los labios de Kamal el tubo de ensayo que había llenado con parte del agua y vertieron las últimas gotas en su garganta, esperando impaciente un cambio.
Y se produjo.
Cuando el tórax de Kamal Ben Nara se hinchó y, por primera vez después de muchas semanas, no respiró débil y apagadamente, sino profunda y sonoramente, la condesa supo que su superior no se había equivocado. En un gesto silencioso de triunfo, cerró el puño con tanta fuerza que el tubo de ensayo se rompió y los añicos causaron cortes en la palma de su blanca mano.
Ludmilla de Czerny apenas se dio cuenta.
Miraba hechizada el rostro de Kamal, al que de pronto pareció volver la vida. No fue, como la condesa esperaba, una curación milagrosa que lo sanara instantáneamente, pero se notaba que la fiebre había comenzado a remitir. El semblante de Kamal se relajó y su tórax subía y bajaba con una respiración regular. Abrió la boca y se humedeció los labios con la lengua. De manera inexplicable, ya no parecía un moribundo, sino alguien que se encontraba en fase de mejoría. Los músculos de su rostro se movían, y ya no se trataba de contracciones involuntarias, sino de la gesticulación de alguien que despierta paulatinamente de un profundo sueño.
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