La joven vio aturdida cómo Cranston desenroscaba el tapón de la cantimplora y la inclinaba. En cualquier momento se vertería el valioso contenido y se filtraría en el barro… Pero no llegó a hacerlo, porque Polifemo lanzó un grito ronco.
– ¡No! -clamó a voz de grito, y Sarah se sintió aliviada y espantada a partes iguales-. ¡No lo haga!
– Vaya. -Esbozando una amplia sonrisa, Cranston volvió a tapar la cantimplora-. El traidor se ha arrepentido.
– En absoluto -aseguró el cíclope-. Pero el agua aún no ha hecho su efecto. La profecía aún no se ha cumplido.
– Yo no creo en esas paparruchas -aclaró Cranston-. Mi misión consiste en llevar este chisme intacto a la condesa de Czerny, ni más ni menos.
– Eso vulnera el trato -dijo Sarah-. Yo tenía que llevar personalmente el elixir a Salónica.
– El trato ha cambiado -explicó el médico-, y usted tiene la culpa. No debería haber destruido la fuente de la vida.
– Será que eso habría cambiado algo -dijo Hingis con retintín-. Su presencia y este ridículo despliegue son prueba más que suficiente de que no pensaban ceñirse al acuerdo.
– Igual que ustedes -comentó Cranston sonriendo-. Por lo tanto, estamos empatados.
Hizo una señal a uno de sus hombres para que se acercara, le entregó la cantimplora y este la introdujo para protegerla en una aljaba metálica que llevaba colgado al hombro con una correa. Acto seguido, el hombre montó en su silla y espoleó al caballo, que relinchó encabritado y se lanzó al galope haciendo retumbar sus cascos.
– ¿Adonde va? -inquirió Sarah, que no veía desaparecer en la oscuridad de la noche tan solo a un jinete, sino también todas sus esperanzas por Kamal.
– Lo sabrá a su debido tiempo -respondió Cranston con aspereza.
Luego, el médico ordenó a sus hombres que maniataran a Sarah y a sus compañeros. Cuando Polifemo empezó a bufar de ira y amenazó con ofrecer resistencia, los soldados levantaron los fusiles con intención de disparar.
– ¡No, Polifemo! -lo llamó Sarah.
– Prometí protegerla…
– No me protegerá si se sacrifica. Si quiere ayudarme, siga con vida, ¿entendido?
El cíclope pareció indeciso unos instantes. Luego asintió con un movimiento de cabeza y bajó las manos para permitir que se las ataran.
Los soldados no perdieron tiempo y se prepararon para iniciar la marcha. A Sarah la subieron a un caballo y la ataron a la silla y a los estribos para que no pudiera huir. Hingis y Polifemo tendrían que ir a pie. Dos soldados marcharían detrás de ellos, sujetando las largas cuerdas con que les habían atado las muñecas.
Sarah abogó en vano por sus amigos. Solo consiguió que Cranston se echara a reír y murmurara algo sobre traición y castigo antes de subirse a la silla y dar la orden de marcha.
Diario de viaje de Sarah Kincaid, anotación posterior
Han vuelto a apresarnos. Sin embargo, esta vez no nos encontramos en poder de los turcos, sino de mi viejo enemigo, al que he subestimado una vez más. Los tentáculos de la Hermandad llegan más lejos de lo que jamás supuse, ni siquiera el ejército otomano puede escapar a su influencia. A los soldados que nos vigilan no parece importarles a quién sirven mientras la paga sea conforme. Y el dinero no parece ser el problema de la Hermandad…
Hemos cabalgado durante toda la noche. Me he dormido más de una vez, y de no ser porque las cuerdas lo han impedido, seguramente me habría caído de la silla. Todavía me duelen las sienes y las náuseas aún no han cesado, pero no me quejo porque, comparado con la suerte que corren mis compañeros, la mía es una ventura benigna.
Durante unas horas, Friedrich Hingis ha caminado estoicamente, luego se ha derrumbado sin fuerzas una primera vez. A pesar de mis protestas, los esbirros de Cranston lo han obligado a avanzar golpeándolo con la hoja de sus sables, hasta que se ha desplomado inconsciente. Cranston lo ha examinado y, para regocijo de sus hombres, ha ordenado que lo pusieran de través sobre uno de los caballos de carga, igual que una alfombra comprada en un bazar.
Polifemo no les ha concedido ese triunfo a sus enemigos. Desplegando una fuerza interior inexplicable, ha soportado con valentía todas las fatigas, incluso cuando el sendero subía trazando curvas empinadas por las estribaciones meridionales del monte Tomaros.
Hemos dejado atrás las montañas y hemos cruzado el valle del Louros, y me pregunto adonde nos conduce el viaje. Al principio pensé que nos entregarían a las autoridades turcas, que probablemente nos condenarían a muerte o al menos a cadena perpetua por la masacre acontecida en el bosque. Sin embargo, nuestros enemigos parecen tener otros planes, porque al despuntar el día el sol ilumina la franja reluciente del río Arachthos, que forma la frontera entre el Epiro turco y la Tesalia griega.
Está claro que se proponen sacarnos del país…
Arachthos, Epiro, amanecer del 8 de noviembre de 1884
– Quiero bajar -exigió Sarah cuando la comitiva se detuvo por fin.
– ¿Para qué? -preguntó Cranston.
– ¿Usted qué cree? -resopló ella.
Se había controlado estoicamente durante toda la cabalgada. Pero ahora la naturaleza reclamaba sus derechos irrevocables.
Cranston se rió untuosamente. Luego ordenó a dos de sus hombres que hicieran lo que Sarah pedía.
Cuando soltaron las cuerdas con que la habían atado, Sarah estuvo a punto de caer del caballo, pues tenía el cuerpo entumecido y helado, y estaba agotadísima después de tantas horas cabalgando. Se deslizó con cuidado a un lado para bajar de la silla y se vio rodeada por un pelotón de hombres medio desnudos que se cambiaban los uniformes azules otomanos por ropas de civil: pantalones y túnicas de lino suave, capas anchas o jubones de piel de oveja. La mayoría conservaron el indispensable fez o lo envolvieron con ropa clara para convertirlo en un turbante. También conservaron las armas. Mientras no hablaran, cualquiera podría tomarlos por un grupo de guerrilleros griegos, lo cual, en opinión de Sarah, ilustraba una vez más la absurdidad de aquel conflicto.
Cranston, que se había quitado la barba postiza y se había borrado el color de la tez, se ocupó personalmente de alejarla un trecho de los demás empuñando un revólver.
– ¿Tanto me teme? -preguntó Sarah burlándose abiertamente.
– Nada de miedo, querida. Pero me han avisado de que le gusta dar sorpresas. Y, después de lo que he visto, no puedo sino confirmarlo.
Sarah se detuvo en un pequeño claro que estaba rodeado de espesos matorrales.
– Dese la vuelta -exigió.
– Soy médico, querida. No tiene nada que no haya visto antes.
Sarah lo fulminó con la mirada. No obstante, al ver que Cranston no daba muestras de comportase como un caballero, se dio la vuelta ella e hizo lo que la naturaleza le exigía. Notar la mirada de Cranston en la nuca y oír sus risitas maliciosas fue humillante.
– ¿Recuerda el juramento que le hice? -preguntó la joven después de volver a vestirse.
– Por supuesto: que me pediría cuentas si a Kamal le ocurría algo malo.
– Erróneo. -Sarah meneó la cabeza-. Se las pediré de todos modos. Es usted un cerdo y un vulgar asesino, y pagará por ello.
– ¿Otro juramento? -preguntó el médico, en absoluto impresionado.
– Llámelo promesa -dijo Sarah, lo dejó allí plantado y volvió a la zona de descanso sin darse la vuelta en ningún momento.
La transformación de los hombres se había completado entretanto. A una orden de Cranston, montaron a caballo. Condujeron a los prisioneros terraplén abajo a través del bosque y llegaron a un pedregal que flanqueaba el cauce de río en ambas riberas y que había formado un vado.
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