Me lanzó una mirada de soslayo, pero yo no moví un músculo. Continuaba inmóvil ante el cartel leyendo mecánicamente, quizá por décima vez, sus escasos renglones. Un vacío tirante se originó en algún lugar junto a mi diafragma. No era la primera vez que escuchaba alusiones semejantes en los últimos días, pero nunca habían sido tan abiertas.
Caminaba por la calle entre un grupo de personas, una parte de las cuales se dirigía hacia el edificio donde se vacunaba, cuando volví a ver a Maskiavicius y apresuré el paso para darle alcance.
– Maskiavicius- le dije cogiéndolo por el codo, -escucha, hace un momento, allí delante del cartel, dijiste algo que me pareció que se refería a mí, o para ser más exactos, a mi país. Te ruego como camarada… en caso de que hayas oído algo… que me lo digas.
Volvió la cara hacia mí con los ojos desorbitados.
– No sé nada- se apresuró a decir. -Sólo estaba bromeando.
– Eso no era una broma- le dije. -Es asunto tuyo si no quieres decírmelo, pero no era broma.
– Era simplemente una broma- insistió.
Durante un trecho no hablamos.
– Discúlpame- le dije al cabo y aceleré la marcha para separarme de él. Pocos segundos después sentí su aliento en mi hombro derecho.
– Espera un momento- dijo. -Seguro que estás pensando que todos nosotros sabemos algo, que conspiramos contra ti porque eres extranjero y estás aislado, y esto y lo otro. ¿O no es así?- me interrogó con la voz cascada por la congoja.
En realidad era así, pero yo ni siquiera volví la cabeza para responderle. Estaba muy afectado.
– Escucha- continuó con el mismo tono de voz, -tú sabes que no soy como esas basuras de Yuri Goncharov y Ladonshikov, ni como esas putas vírgenes y demás. Sabes también que no siento ningún amor especial por los rusos. Si supiera algo no vacilaría un instante en decírtelo. Te juro que no sé nada con exactitud, sólo que anoche, mientras tomábamos unas copas en el Aragvi, un tipo a quien ni siquiera conozco dijo cuando fue a probar la sopa: «La sopa está ardiendo, pero entre Albania y nosotros empieza a hacer frío.» Intenté dos o tres veces tirarle de la lengua, pero no saqué nada en claro. ¿Me crees ahora?
Yo no hablaba. Ya no escuchaba lo que me decía, únicamente me repetía: ¿acaso será cierto?
– Además, para ser francos- murmuró Maskiavicius colgándose de mi hombro, -estaríais de suerte si de verdad se produjera un enfriamiento. ¿Eh?- susurró. -Yo, que soy lituano, lo sé muy bien, pero no me obligues a hablar.
De pronto tuve la certeza de que todo era verdad. En aquella mañana fría, entre la marea de caminantes que se apresuraban a vacunarse contra la terrible enfermedad que una princesa india le había transmitido a Moscú, tuve la sensación de que todo lo que flotaba en la niebla de los comentarios de Anteo sobre la venida de Vukmanoviç Tempo, sobre Bucarest o sobre aquellas subcomisiones preparatorias de la conferencia de Moscú, se clarificaba con rapidez.
Miraba mi aliento congelado justo ante mi boca y no me hubiera sorprendido que cayera al suelo y se quebrara en mil pedazos cristalinos. No estaba triste, tampoco contento. Me encontraba en un estado de permanente estremecimiento, más allá de la tristeza o la alegría, en un universo de vidrio de una luz torva, yerma, oblicua. El equilibrio de mis miembros se había quebrado. Sentía que podían descoyuntarse y volver a ensamblarse a su antojo, en las combinaciones más inauditas: entre las costillas podía tener un ojo, tal vez dos, los pulmones podían encontrarse en los brazos, quizá para poder volar.
Como toda cosa inverosímil, aquella mutación tenía una belleza misteriosa. Sensación mundial. Los periódicos. Asombro general. Me dilataba entre ellos como esparcido por un viento loco. Sentía una opresión ardiente en la garganta. Después, como en el vuelo de un sueño, me pareció sentir bajo mis pies la tierra negra, unos cuantos vagones de mineral de cromo, como los que veía los domingos en la estación de mercancías de Durres, cuando iba con los amigos a la playa, y los barriles de alquitrán que a veces, cuando se retrasaban los buques de transporte, se amontonaban formando terroríficas montañas negras.
– Estás completamente ido- dijo Maskiavicius.
Habría presiones económicas, quizá bloqueo. Puede que algo peor. La cabeza mitológica eslava hincharía sus mejillas para levantar un viento demente contra mi país.
– ¡Para qué te lo habré dicho!- se lamentó Maskiavicius a mi lado.
La cabeza aterradora, como brotada en medio de la estepa, se confundía en mi imaginación con la de Jruchov.
– Nombre, apellido y fecha de nacimiento- era la voz de una enfermera.
Me encontraba ante una mesa sobre la que se alineaban frascos y jeringuillas. En torno imperaba un trasiego ruidoso y constante. Maskiavicius había desaparecido.
– Quítese el abrigo y la chaqueta, por favor- dijo la enfermera. -Arremánguese la camisa tanto como pueda.
Yo observaba con el rabillo del ojo sus dedos blancos que me frotaban el brazo con un algodón empapado en alcohol. Después cogió una jeringa y comenzó a rasparme cuidadosamente con la aguja en la piel, como si estuviera dibujando una vieja figura. Pensé que el sarcófago de la princesa india debía de estar adornado con toda suerte de figuras sorprendentes para que el pintor se hubiera sentido tan atraído por él.
Entre las raspaduras vi la sangre inundando el lugar de la masacre. Después los delgados dedos de la muchacha dejaron caer una sustancia sobre el dibujo y dijo:
– No se baje la manga hasta que se seque.
Durante el trayecto hasta el Instituto rememoré varias veces el breve episodio con Maskiavicius. Los carteles que invitaban a la población de Moscú a vacunarse contra la viruela estaban pegados por todas partes. Pequeños grupos de personas se formaban ante ellos y los leían en silencio, sacudían las cabezas o iniciaban conversaciones con quienes tenían a su lado. En dos o tres ocasiones me detuve también yo ante los carteles con la loca esperanza de que alguien volviera a mencionar las relaciones extraordinariamente calurosas con la India y consecuentemente el enfriamiento con… con… algún otro país.
Anteo no estaba en la residencia. Aparte de él, no conocía a nadie a quien preguntar abiertamente, de modo que volví a ponerme el abrigo y salí. Hacía frío. Caminaba con la mente extraviada por la acera derecha de la calle Gorki. Los carteles a propósito de la viruela estaban por todos lados. Yo les echaba repetidas miradas como si esperara leer en ellos cualquier cosa. Otra cosa, además del hecho de que un pintor hubiera traído la terrible enfermedad al regresar en avión desde la India. ¿Y Vukmanoviç Tempo?¿En qué habría venido a Moscú?
Ante mí, en la otra acera, se elevaba el imponente edificio del hotel Moscú. Atravesé el cruce casi a la carrera y entré en su tranquilo vestíbulo. En un rincón de la derecha se vendían los periódicos extranjeros, sobre todo los de las democracias populares y los partidos comunistas de Occidente.
– ¿Tiene el Zëri i Popullit ?- le pregunté a la vendedora. -Albania- añadí enseguida.
Cuando me extendió el periódico casi se lo arranqué de las manos. Lo desplegué arrebatadamente, devorando los titulares con los ojos, al principio sólo los principales, después los medianos, al final los de los epígrafes. Ninguna señal.
– ¿Tiene otros números?
Me tendió un fajo de periódicos que yo hojeé con la misma impetuosidad. De nuevo nada. Compré entonces unos diez periódicos en lenguas diferentes y me disponía a sentarme en algún sillón para hojearlos, pero la mirada suspicaz de la vendedora me molestaba. Salí a la calle y, aunque sentía que se me congelaban los dedos, comencé a desplegar los periódicos, reparando sólo en los titulares de las primeras páginas. Dos o tres personas volvieron la cabeza sorprendidas. Los repasé uno por uno. Al principio echaba un vistazo sólo a las portadas, después a las últimas páginas, finalmente también a los subtítulos interiores, pero no me tropecé con el nombre de Albania ni una sola vez. ¿Cómo han podido llegar a esto?, estuve a punto de gritar, hundiendo el último periódico en uno de los abultados bolsillos del abrigo. Entre aquellos miles o millones de signos latinos y cirílicos que pesaban como el plomo a ambos lados de mi abrigo, no encontré más que mutismo, ceguera. Los únicos periódicos que no compré eran los que estaban impresos en jeroglíficos porque no entendía nada.
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