– ¿Has visto a Stulpanz?- le pregunté a mi compañero.
– No- dijo. -Es verdad, ¿dónde se habrá metido Stulpanz?
Había salido a la tribuna una de las Vírgenes de Bielorrusia.
Tampoco había visto a Anteo.
– Le toca el turno al grupo de Kara-Kum- dijo Maskiavicius. -Ahora nos divertiremos.
Estaba claro. En medio de la campaña, Stulpanz se veía con Lida Snieguina.
Hablaba Taburokov.
Pensé que nunca había tenido ocasión de salir con una chica en el curso de una campaña.
Taburokov dijo algo chocante porque la sala emitió un gruñido ahogado.
Estar con una mujer en mitad de una campaña pensé, o durante algo que se le parezca; por ejemplo durante una epidemia, debe ser una cosa inolvidable.
Después de dos o tres estudiantes de los primeros cursos, tomaron la palabra uno tras otro Yuri Goncharov y Abdulahanov. A continuación se la concedieron a Anatol Kuznechov.
A espaldas de Pautovski me pareció divisar el pelo rubio de Ira Emelianova. La flanqueaban Yuri Pankratov y Vania Harabarov, el uno alto y de movimientos rígidos, de robot; el otro bajito y repelente.
– También yo los estaba observando- me dijo Maskiavicius al oído. -¿Sabes? Los dos son espías de Pasternak. Recogen lo que se dice sobre él, después van y se lo sueltan todo.
– Hum- le respondí sin saber qué decir.
– ¿Es que va a hablar Evtuchenko?- preguntaba alguien a mi espalda.
– Evtuchenko no tiene principios- dijo Maskiavicius. -A mí no me extrañaría que pidiera la palabra.
En ese momento alguien gritó desde la presidencia:
– Maskiavicius, tiene usted la palabra.
Él me echó una mirada fugaz, después se puso en pie de un salto y caminó en dirección a la tribuna.
«Con que podamos mirarnos a los ojos, húndase el mundo en torno», me repetí sin querer los versos de De Rada. En su novela los enamorados se reunían durante un terremoto.
Continuaban hablando desde la tribuna. Un susurro contenido inundó la sala. Pasternak se aleja atravesando la tundra, pensé. Tenía la palabra Kiuzengueshi.
Ellos, Stulpanz y Lida, escuchaban quizá todo aquello por la radio, en un rincón de cualquier café. Se mirarían a los ojos y quizá hablaran de mí.
El susurro de Kiuzengueshi, amplificado a proporciones atemorizantes por los altavoces, se distribuía por la sala.
Sí, sin duda hablaban de mí de vez en cuando. ¿No amaba ella a los escritores muertos? Íbamos de nuevo sobre el mismo caballo, yo muerto y ella viva, como en la leyenda de Costandin y Donruntina. Sólo que en lugar de dos personas, ahora éramos tres: ellos dos, vivos, y el tercero yo, muerto.
La campaña continuaba. No se sabía nada preciso de lo sucedido terminada la asamblea del Instituto Gorki acerca de la expulsión de Pasternak del territorio soviético. Algunos decían que entretanto él había enviado un telegrama urgente a Estocolmo rehusando el premio; otros sostenían que aún estaba indeciso. En los círculos mejor informados se decía que había enviado una carta conmovedora a Jruchov y que su destino dependía ahora de la respuesta de este último. Pero, asimismo, se decía que en los últimos tiempos Jruchov estaba furioso con los escritores y por tanto no podía esperarse de él más que una respuesta intransigente.
Entretanto, oleadas de hielo se cernían sobre el Moscú invernal. Una y otra vez se escuchaba el aullido del viento continental desde una procedencia indeterminada: en Butyrski se tenía la impresión de que soplaba desde Ostankino y en este último lugar parecía que la guarida del viento se encontrara en el centro, en las grandes plazas.
En medio de aquel lamento invernal, Stulpanz continuaba viéndose con Lida. A veces, él mismo me contaba lo que decían de mí. Macabra sensación. Violando las leyes de la muerte, él me traía las dimensiones de la mía propia. Se trataba de algo contra natura para cualquiera, pues eran dimensiones que nadie conocía. No obstante existía una persona en el mundo para la cual yo estaba muerto y por tanto, objetivamente, algo de mí había muerto en realidad. Esta persona, Lida, era la única en la que podían hallarse las dimensiones de mi muerte. Lida era mi pirámide, mi mausoleo, con mi propio sarcófago en su interior. A través de ella se quebraban todas las relaciones entre mi ser y mi no ser. Y cuando Stulpanz venía de sus encuentros con ella yo tenía la sospecha de que procedía del otro mundo, de que descendía de sus plantas superiores, de otros días, con periódicos fechados en el futuro, archivos donde podría encontrarse acerca de mí algo sin semejanza con nada, pues jamás persona alguna me había visto dimensionado por la muerte, a la luz de su interpretación.
En ocasiones me parecía que la muerte emanaba también de los ojos de Stulpanz. Dos o tres veces en que él había intentado hablarme yo lo había interrumpido: ¡Basta! En uno de los mítines organizados contra Pasternak había conocido yo a Ala Grachova, una muchacha jovial, enamorada del teatro. Siempre que después de un programa musical los locutores de la radio reemprendían la campaña, ella me cogía de la mano y me decía: «Vámonos de aquí.»
Pero la campaña estaba en todas partes y nadie podía escapar a ella. Se encontraba en el interior de nosotros mismos. Al hablarme de los miembros de su familia, Ala me contaba lo que decían de Pasternak. El más enconado contra él era un tío suyo.
– Pero tú me dijiste que había hecho su carrera después de la ascensión de Jruchov- la interrumpí.
– Sí- admitió. -Es un recalcitrante partidario suyo y un antiestalinista igualmente furibundo.
– ¿Pero cómo es posible entonces…?
Ella me miraba dulcemente, sin alcanzar a comprender qué es lo que no era posible. Yo intenté explicárselo con mayor sencillez.
– Tu tío dice las mayores herejías de Pasternak, ¿no es así?
Ala asintió con la cabeza.
– Y a Stalin lo cubre igualmente de improperios, ¿de acuerdo?
– Sí- dijo desconcertada.
– Pues Pasternak mismo sin duda habla barbaridades de Stalin. Es decir tu tío y Pasternak tienen la misma opinión de Stalin, ¿me equivoco? Entonces, de acuerdo con este sencillo silogismo, tu tío y Pasternak no tendrían por qué odiarse, todo lo contrario.
– Vaya- exclamó ella. -Yo no entiendo de esas cosas, ni tengo ganas de entenderlas. ¿No habíamos dicho que no hablaríamos más de ello? Hay tal desbarajuste en este país…
La radio, la prensa y la televisión proseguían con violencia sin precedentes los ataques contra el autor de Doctor Zivago . Doctor… doctor… Bajo el aullido de los vientos continentales, toda la tierra soviética, en su mayor parte cubierta de nieve, parecía llamar a gritos a un hombre vestido de blanco. Doctor… doctor… A veces, de madrugada o hacia el amanecer, se parecía al lamento de un enfermo que espera la llegada de un médico de procedencia desconocida, que no termina de aparecer.
La campaña se interrumpió tan bruscamente como había empezado. Una mañana los locutores comenzaron a hablar de los éxitos de los koljosianos de los Urales, de una hidrocentral en Siberia, de festivales artísticos de las repúblicas, de abundantes capturas de pescado, de la juventud radiante de las estepas bañadas por el Volga, pero ni una sola palabra acerca de Pasternak.
En la prensa y en la televisión, en la calle, en el trolebús, por los pasillos del Instituto, exactamente lo mismo. Doce horas antes su nombre brotaba de las bocas con violencia, con furia, y ahora era preciso encontrar algún rincón secreto para pronunciarlo.
– ¿Qué es esto?- le pregunté a Anteo. -¿No será ésta la cuarta fase a que se refería Maskiavicius?
– Es difícil decirlo- respondió. -Al parecer, la cuota está cubierta.
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