– ¿Cómo?¿Por qué se fija la cuota en tanto y no más ni menos?¿Eh? Habla, ¡oh viejo griego!
– Es difícil decirlo- insistió. -Según parece el deber del comunismo ya está cumplido.
En el pasillo, en el guardarropa, por las escaleras, en el patio, ni una palabra. En una ocasión quise preguntarle a Maskiavicius: ¿no será ésta la cuarta fase? Pero cambié de idea. Todos se abalanzaban hacia la sala de reuniones, donde, como para borrar el recuerdo del catastrófico mitin contra PST… acababa de finalizar un encuentro optimista con la amiga de la Unión Soviética, la poetisa cingalesa Adrianampandri Racifandrihamanana, y estaba previsto que tuviera lugar un encuentro entusiasta con el destacado dirigente revolucionario comunista argelino Larbi Buhali.
Todo en aquel día era distinto de aquel otro nebuloso, "pasternakoso". En las paredes resplandecían las consignas sobre la amistad soviético-argelina. El tapete que cubría la mesa de la presidencia despedía fulgores purpúreos.
Junto a las palabras URSS y Argelia, las consignas rotuladas sobre la tela roja de las pancartas incluían términos como «heroica», «sangre», «libertad», «bombas» y «bandera». Los altavoces difundían marchas revolucionarias.
Por fin entró él saludando con la mano, entre prolongados aplausos, sonriente, entusiasta, héroe positivo que llega directamente del fuego del combate, de las trincheras, de la epopeya… Los aplausos nb cesaron a todo o largo de su lenta marcha hacia la tribuna. En el instante en que Larbi Buhali llegó al pie de los escalones que daban acceso a la tribuna, Serioguin y otro más lo cogieron de los brazos y entonces toda la sala, entre los vapores de la emoción, observó que una de sus piernas estaba rígida, si no era artificial. Fue más que suficiente para que los aplausos iniciaran una nueva fase (la cuarta), más allá de la cual no podían quedar más que los alaridos. Los ojos de todos estaban velados; al tomar aliento parecía que aspiraran los jadeos del vecino. Las miradas, las frentes, los rostros estaban inflamados y nadie era capaz de prever cuándo ni cómo acabaría semejante ebriedad. Serioguin saludaba con la mano, como diciendo: basta ya, emociones tan fuertes… a esta edad… Una fila detrás de mí, Shakenov había dado inicio entretanto a su balada heroica y las Vírgenes de Bielorrusia habían sacado los pañuelos, mientras Anteo murmuraba algo con encono a mi oído izquierdo. Sus palabras me llegaban como de lejos. Todo es puro montaje, créeme. Yo conozco bien este asunto. Hace años que no va a Argelia ni de visita. Y la pierna se la rompió hace un mes, esquiando en los alrededores de Moscú. ¿Me oyes? Se rompió la pierna esquiando, me lo ha dicho un griego que tiene la dacha junto a la de este sinvergüenza. Sí, este impostor, ¿me entiendes? Este comediante.
Al finalizar el mitin, Anteo y yo nos fuimos juntos. No se veía a Stulpanz por ningún lado. ¡Hum, vaya revolucionario!, mascullaba una y otra vez Anteo. Ambos estábamos de un humor de todos los diablos. Allí en Argelia, se estaba produciendo una carnicería y aquel lechuguino esperaba el final de la guerra para regresar y tomar el poder. «Para entregarle después su país a la Unión Soviética, como pago por la dacha y las zapatillas abrigaditas. ¡Ah, esto es para reventar!»
Nunca había visto a Anteo tan indignado. Se retorcía al hablar, como si le dolieran las viejas heridas. Quizá le dolieran verdaderamente.
– ¿Continúan los preparativos para esa asamblea?-le pregunté para cambiar de conversación.
– ¿Qué asamblea?
Hubo de pasar cierto tiempo para que le hiciera entender a que me refería.
– ¡Ah!- exclamó por fin. -Sí, sí. Las subcomisiones trabajan febrilmente.
Las subcomisiones trabajan febrilmente, me repetí. ¿Por qué me haces estremecer, viejo griego?
Nos separamos en el metro Novoslobodskaia. Decidí hacer a pie el camino hasta Butyrski Hutor. El día era gris, los edificios se alineaban en una sucesión interminable, deprimente, con sus cientos de ventanas cerradas, cuyos cristales quizá a causa de su pequeñez parecían esconder algo infame. Atravesé Suchovski Val pero la residencia se encontraba lejos aún. Sobre los tejados, cientos de antenas de televisión semejaban bastones alzados por una muchedumbre de viejos iracundos. Hacía tan sólo cuatro días que el nombre de Pasternak caía sobre ellas como nieve negra. Dejé atrás Saviolovski Vokzal, maldiciéndome a mí mismo por no haber cogido el trolebús. Habían derribado un viejo edificio y las apisonadoras se afanaban allanando el terreno.
¡Qué semana tan agotadora!, pensé sin apartar los ojos de un pilar de cemento medio demolido, en cuya cúspide asomaban unos hierros como cabellos alborotados. Di algunos pasos y, sin saber por qué, volví la cabeza para ver una vez más aquel pilar de cemento. Parecía una columna enloquecida.
La semana se cerró con la muerte de la ilustre cuentista Akulina. A pesar de ser analfabeta había sido admitida tiempo atrás como miembro de la Unión de Escritores Soviéticos, de modo que todo el Instituto Gorki tomó parte en el entierro, en el monasterio Novodievichi.
Un viento seco sacudía las ramas desnudas de los árboles. Su murmullo parecía decir: érase una vez, v niekom tsarsve, v niekom gosudarstve … Caminábamos medio en silencio tras el ataúd revestido de paño color lila de la vieja cuentista, que había referido historias sobre los seres mitológicos eslavos, sobre las deidades escitas y puede que sobre aquella cabeza que hinchaba sus carrillos, sola en mitad de la estepa.
Érase una vez… jil-byl … Ninguna obra de ninguna época podía tener un comienzo más universal que aquella fórmula en pretérito imperfecto. Érase una vez… Nadie, ninguna generación humana lograría escapar a ella… Érase una vez un extranjero que conoció a una muchacha rusa de nombre Lida Snieguina.
El largo cortejo fúnebre se había detenido por fin. Stulpanz no aparecía por ningún lado. ¿Tanto le habrá sorbido el seso?, pensé. Sobre el mármol de las tumbas, sobre las cruces de bronce, sobre las ramas desnudas, el viento continuaba murmurando principios de cuento. Érase una vez… jil-byl . Se diría que las palabras surgían directamente de los antiquísimos pulmones del globo terráqueo… Érase una vez un gran Estado que se llamaba Unión Soviética…
Un pintor moscovita que acababa de regresar en avión de la India había traído consigo la viruela. Se había contagiado durante la ceremonia funeraria de una princesa en Delhi, al aproximarse más de lo debido al sarcófago con la intención de dibujar unos rápidos bocetos.
El pintor falleció pocas horas después de llegar a Moscú y se esperaba que todos los amigos y allegados que habían tenido contacto con él sufrieran idéntica suerte.
Por la mañana temprano, en la conserjería de la residencia del Instituto pegaron un gran cartel notificando la vacunación obligatoria contra la viruela de toda la población de Moscú e indicando los puntos donde se aplicaba. Se amenazaba con la cuarentena a todos aquellos que en el plazo de cuarenta y ocho horas no se hubieran vacunado.
Ante el cartel se había reunido un pequeño grupo.
– Nos está bien empleado- murmuró entre dientes Kurganov. -Demasiada amistad habíamos hecho con esa India.
– ¿Por qué?¿Es de la India de donde procede la epidemia?- preguntó alguien.
– ¿Pues de dónde crees tú?- se le volvió Kurganov. -¿No pensarás que ha venido de Alemania Occidental?
– Ya está bien, Kolia- le tiró de la manga su compañero. -Será mejor que vayamos a vacunarnos.
– Kurganov tiene razón- dijo Maskiavicius, que surgió de alguna parte. -Demasiada amistad hemos hecho con esas Indias y Brahmaputras- alguien se echó a reír. -Sí- continuó Maskavicius. -Así es este mundo. Te reconcilias con unos y rompes con otros…
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