– Vamos, Rosa, no…- dijeron varias voces, también ellas al borde del llanto.
Ala me explicó más tarde que aquello era frecuente. La mayor parte de las dachas de los alrededores pertenecían a familias de aviadores que habían sido derribados durante la defensa de Moscú. Bastaba un gesto para que cualquier comida se transformara en un oficio de difuntos. El padre de Ala había muerto también durante los primeros ataques de la aviación alemana.
– ¿Te acuerdas, Nina- le decía la viuda a la madre de Ala, -de aquella noche en que lo llamaron con urgencia? Acababan de regresar de un servicio, y sin embargo los volvieron a llamar. Al instante tuve una corazonada de mal agüero.
Todas ellas, las viudas, incluso las otras, las vueltas a casar, comenzaron a rememorar las noches de espera en común, los malos presentimientos, las breves conversaciones junto a la verja de madera.
El avión del padre de Ala había quedado atrapado entre un grupo de Junkers y había desaparecido. Lo despedazaron al pobre, repetía de vez en cuando la abuela, como si fueran una bandada de halcones. De noche, solo en lo alto, en algún lugar del cielo…
De noche, solo… Había algo tras esas palabras. Me sentía ante ellas como ante una puerta cerrada. De noche, solo. Rebuscaba en mi memoria, intentaba desesperadamente revivir un recuerdo, mas la chispa no lograba prender. De noche, solo.
Por fin se hizo la luz. Era una vieja canción que había escuchado tiempo atrás en una boda:
Tomé el camino de Yanina
de noche-o, solo-ooo
Solo con el negro Haxhi
de noche-o, solo-ooo.
Me estremecí. La noche negra, el camino y el negro Haxhi, el criado. No recordaba cómo continuaba. Creo que el viajero era asaltado por los bandidos.
Me acribillaron a golpes de cuchillo
de noche-o, solo-ooo.
Pensaba que no podía haber en el mundo una canción más triste sobre la soledad.
– ¿Recuerdas Nina, el 12 de septiembre?- decía la vecina.
El tío de Ala, con los ojos desencajados, miraba alternativamente a las mujeres, que no paraban de hablar. El resto de los hombres adoptaron una expresión entre culpable y ofendida.
Ala y yo, aprovechando que no nos prestaban atención, nos levantamos y salimos. Olia, la pequeña hermana de Ala, nos siguió.
Los alrededores medio cubiertos por la nieve estaban silenciosos. Hacía más de una hora que paseábamos. Olia caminaba unas veces a nuestro lado y otras delante, pues le gustaba descubrir los senderos por los cuales pasaríamos después nosotros. Era delgada, de miembros finos y largo cuello y tenía una voz melodiosa, como la de Ala. Desde lejos nos señalaba un charco medio helado en nuestro camino, una isba abandonada o algún tablón podrido, arrastrado hasta allí quién sabe por qué razón. Nosotros simulábamos que todo aquello nos interesaba y Olia corría satisfecha en busca de nuevos descubrimientos.
Aquí y allá, flanqueando los senderos, se alzaban dachas deshabitadas, con los postigos cerrados, y rara vez alguna isba. Ala dijo que podíamos encontrarnos cerca de una aldea.
– ¡Eh!- gritó Olia desde lejos. -¡Un cementerio! Era un camposanto de aldea, rodeado por una valla o por lo que quedaba de ella. La mayor parte de las cruces de madera estaban torcidas y rotas, tal como las había imaginado tiempo atrás leyendo a los maestros rusos. Junto a cada tumba había una especie de banco rudimentario, compuesto de dos tablones clavados sobre estacas hundidas en el suelo. Allí es donde se sentaban los allegados de los muertos cuando acudían al cementerio los domingos o los días de difuntos. Los tablones, igual que las cruces, estaban ennegrecidos por el paso del tiempo y a trechos podridos. Difícilmente podía nada más estremecedor.
– Debe de haber alguna iglesia por aquí- dijo Ala. Sólo aquello faltaba en aquel paraje perdido: una iglesia de aldea con el salterio en eslavo antiguo, la lengua que parecía perseguirme últimamente. A medida que avanzábamos, crecía mi impresión de haber estado en aquel lugar el año anterior. O quizá me equivocaba; los alrededores de Moscú son tan semejantes que es fácil confundirlos. O quizá hubiera estado allí a comienzos del otoño, cuando todo era dorado, cobrizo, revestido de un brillo perezoso, como las tiendas de antigüedades.
No recordaba el nombre de la estación de ferrocarril donde habíamos descendido; sólo se me había quedado grabado aquel brillo fabuloso en abierto contraste con las isbas ennegrecidas, aquel manto de hojarasca, verdadera esencia del otoño, y las rasgaduras blancas sobre el tronco de los abedules, tan deslumbrantes que me recordaron destellos de luz como los que arrancaban con un espejo los muchachos de provincias en las ventanas de las jóvenes que les gustaban.
Estaba con Stulpanz, Kurganov y un poeta que trabajaba en una editorial. Pisábamos como borrachos sobre lo que había derribado y dorado el soberbio otoño ruso, sin comprender por qué dos o tres aldeanas que vimos en el umbral de sus isbas nos miraban con aire de sombrío recelo. Más tarde vimos otras dos mujeres y una vieja con agujas en la mano, y en los ojos de todas se percibía la misma turbiedad, en la que resultaba difícil discernir el miedo de la severidad. Intrigados por su actitud, nos pusimos a indagar y no nos resultó difícil enterarnos de lo que sucedía: hacía un mes, en aquellos mismos contornos, habían matado a una muchacha a navajazos. Se llamaba Tonia Mihelson, tenía diecinueve años y era sin duda la muchacha más bonita de toda la periferia de Moscú. La habían matado los hooligans , poco más allá de la estación del tren, de noche, en las vías- ooo…
Una vieja aldeana, con un pañuelo en la cabeza como todas las viejas rusas, nos lo contaba con una voz que en parte por la conmoción, en parte por la escasez de dientes, salía de su boca tan delgada como un hilo.
– La mataron por nada, ¡por nada!- decía y aquel «por nada» se te clavaba como otro golpe de cuchillo. Todo en su relato era corrosivo y tan triste que era preciso doblarse en dos para vencer el vacío que se originaba en el vientre. Escuchar la historia de la muerte de Tonia Mihelson, la hermosa joven de diecinueve años, contada por una boca sin dientes, con aquella voz cansina, resultaba aún más triste.
Los hooligans habían venido de Moscú a visitar a un compañero suyo. Habían bebido y jugado a las cartas y la apuesta consistía en que quien perdiera mataría a la última muchacha que saliera del último tren de Moscú. Era un juego macabro que se había propagado últimamente. Se jugaba con las vidas de desconocidos: el último cliente de la tienda de alimentación, la primera pasajera en bajar del trolebús, o quien se sentara en la fila 9, asiento 17, en un cine.
– Así fue, por nada- dijo la vieja por tercera vez y yo pensé que si volvía a pronunciar las palabras «por nada» tendría que gritarle «basta ya».
El dolor por la desconocida Tonia Mihelson se percibía en todo. Se había adherido al paisaje, salpicándolo con manchas de sangre que durarían cien años, quizá más. Ninguna convulsión geológica podría marcar aquellos lugares como aquel dolor.
Quise decírselo a Ala, pero algo hizo que me arrepintiera. Puede que no fuera el mismo lugar. Además, todo estaba ahora cubierto por la nieve y ésta parecía reclamar olvido. Al menos hasta la primavera lo conseguirá, pensé.
Continuamos caminando por un bosque ralo. Las isbas de la aldea habían quedado atrás. Los abedules estaban helados y las yemas reventaban sus cortezas agrietadas como marcas de vacunación. Las manchas claras sobre sus troncos resultaban ahora más opacas, como si los espejos de los golfillos provincianos se hubieran cubierto de polvo.
Volvimos a encontrar dachas deshabitadas con las puertas y ventanas cerradas. Tras las portezuelas se veían los porches ennegrecidos con matojos de lilas resecos. Algunos pájaros, cuyo nombre ignoraba, piaban lastimeros más allá.
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