Ismaíl Kadaré - El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

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El Ocaso De Los Dioses De La Estepa: краткое содержание, описание и аннотация

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Titulo fundamental dentro de la obra de Ismael Kadaré (1936), El ocaso de los dioses de la estepa (1978)- cuya versión definitiva, publicada en 1998 tras la caída del régimen comunista en Albania es la que ahora se ofrece- se nutre de las experiencias del autor, tanto personales como literarias, en sus estancia juvenil en la Unión Soviética. Si bien pueden rastrearse ya en ella algunos de los motivos que son recurrentes en su obra -como la confrontación de los mitos eslavos y albaneses o las relaciones entre el poder y la literatura-, la novela constituye una acerba y corrosiva crítica de los principios que dieron forma al yermo “realismo socialista”, así como de la mediocridad y la insania del régimen soviético contra los grandes escritores, personificados aquí en Boris Pasternak, cuya novela Doctor Zhivago forma parte de la trama misma de la narración.

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– Maldita sea mi suerte- murmuró Maskiavicius. -Verdaderamente tengo la negra.

En la conserjería dos o tres parejas intentaban inútilmente llegar a un apaño con tía Katia. Era imposible entrar. ¿Qué harían Lida y Stulpanz en una ocasión así?¿A qué jardines helados acudirían, a qué cafés?

Maskiavicius continuaba murmurando entre dientes medio en ruso, medio en lituano. Maldecía la cuarentena, a la India, a Jawaharlal Nehru, aquel bufón con sombrero de papel que se parecía más a un jefe de cocina que a un primer ministro…

Al segundo día de cuarentena, en las siete plantas de nuestro edificio comenzó lo que era de esperar: la bebida. Era una borrachera distinta a la de otras veces, grave y ahogada, «euroasiática y lúgubre», como le gustaba decir a Dalia Eipsteks. Se debía quizá a la falta de elemento femenino, cuya ausencia se dejaba sentir en todas partes, en torno a las mesas, en las voces, en las carcajadas y en las peleas. Sólo ahora que estaban ausentes por la cuarentena, se percibía que las mujeres habían actuado hasta entonces como un regulador permanente. Era su propia presencia la que purificaba la atmósfera, la que protegía del deterioro y la podredumbre. Ahora que ellas no estaban las palabras, los gestos, las canciones, todo se ensombrecía a gran velocidad. Hasta la sangre que brotaba de las narices golpeadas parecía diferente, más cuajada, más negra, sin aquel púrpura luminoso que, al parecer, sólo era capaz de proporcionarle la presencia turbadora de las mujeres.

Durante horas y horas bebían, murmuraban y se pegaban casi en silencio, a veces en grupos, otras aislados, en el fondo de los pasillos, a la luz de las bombillas de 40 vatios cuya iluminación empalidecía todavía más a causa de la capa de polvo.

Una noche, en uno de aquellos rincones oscuros me encontré frente a frente con Yuri Goncharov. Parecía apresado tras los cuadros de la tela de su traje, como en una red de odio.

– ¿Qué es lo que pretende hacer ese Enver Hoxha vuestro?- silbó entre dientes. -¿No pretenderá levantar la cabeza? Ja, ja, ja.

Me quedé helado. Era incapaz de concentrarme para responderle siquiera. Mi boca estaba abierta ante un vacío. La cólera me provocó dolor entre las costillas. Por fin, mis labios articularon mecánicamente una palabra, fuera del control de mi conciencia. Antes de haberla escuchado yo mismo, vi el reflejo de su efecto en la cara de él.

Donosçik .

Se estremeció. Una especie de risa envenenada, que en algunas personas es la expresión más extrema del sufrimiento, se dibujaba en su rostro. Se llevó la mano a la mandíbula inferior, sin duda para sujetarla pues, igual que yo, debía de tener enormes dificultades para hablar, y dijo:

– ¿Has visto alguna vez en la televisión las manos de Janos Kadar? ¿Eh? ¿Las has visto?

No respondí.

– Ja, ja, ja. Es digno de verse. ¿Te has fijado en sus dedos, sin uñas?

Continué guardando silencio. Su rostro odioso estaba pegado al mío.

– Pretendió arañar a Rusia con aquellas uñas, pero nosotros se las arrancamos, ¡trac! ¿Te enteras? Ja, ja, ja.

Dorian Gray, pensé. Rasga ese retrato a cuchilladas. Lo mismo que la primera vez, mi boca se abrió mecánicamente y pronunció la misma palabra:

Donosçik .

Él lanzó un gutural «uuuh», como si algo le perforara el estómago y un segundo después ni él ni yo estábamos ya allí.

Proseguía la borrachera: las tardes transcurrían cargadas de olor a salami, vodka y tabaco malo. Por los pasillos no se oían más que gemidos. Una y otra vez se escuchaba un extraño y pausado redoble de tambor: era la cabeza de Abdulahanov golpeando contra la pared.

El cielo estaba encapotado… Ya ni siquiera nevaba. Parecía que tendríamos que conformarnos eternamente con la nieve vieja que se amontonaba al borde de las aceras.

Era una tarde negra, como perteneciente al último calendario del mundo. Desde la ventana de mi habitación observaba los tejados alineados de los edificios; imaginaba los apartamentos municipales, en cuyas cocinas comunes el odio entre vecinos se acumulaba en el fondo negro de las cacerolas, sobre los hornillos de gas, con su costra de hollín y grasa.

Y sobre todo esto se cierne la cuarentena. Çjornaja ospa sobre Moscú. La viruela.

Una tristeza paralizante se había instalado en mí, desalojando cualquier otra emoción. Sentía fiebre y tiritaba alternativamente. En el hombro derecho, allí donde me habían tatuado el motivo del sarcófago asiático de la princesa india, sentía un ardor permanente. El microbio debilitado de la viruela, aislado de las hordas a las que pertenecía, sometido, domesticado, atrapado en la trampa de la civilización, expiraba.

Çjornaja ospa , me repetí dos o tres veces sin poder retirarme de la ventana. Viruela. Cómo pasaría aquella tarde y la tarde del día siguiente, y después la otra… El golpeteo sordo, rítmico de la cabeza de Abdulahanov en la distancia me parecía cada vez más natural.

¡Lida! Yo soy distinto de como tú me imaginas. Había apoyado la frente en el cristal helado y sobre el vaho que se formó con mi aliento tracé con el dedo su número de teléfono. Así es como era todo entre nosotros, envuelto en una cortina de niebla. La cuarentena podía ser levantada de pronto, tal como había sido establecida, y nosotros seguramente abandonaríamos Rusia con los primeros aviones, en cuanto se restableciera el tráfico en los aeropuertos. Pero yo le había prometido a ella que, como quiera que sucediese, la vería antes de partir. Había empeñado mi palabra… y era de un país en el cual nadie, donde quiera que se encontrase, sobre la tierra o debajo de ella, jamás quebranta su palabra.

La idea de telefonearle me llegó sosegadamente, helada ella también como todo lo demás, mutilada, sin posibilidad de objeción alguna. Permanecí un rato inmóvil ante el teléfono del pasillo bajo la pálida luz de 40 vatios, como en la vieja balada. Después me dije casi en voz alta: Ha llegado la hora, Costandin. Alza la losa de tu tumba.

El disco del teléfono giraba trabajosamente, como si fuera de mármol verdaderamente.

– ¡Halo!

Su voz me llegó amortiguada, a través de la cuarentena y el luto.

– ¿Lida, eres tú?

– …

– ¡Lida!

– …

– ¡Halo!, ¿me oyes? Soy yo.

– Sí, sí- dijo su voz, casi exangüe- pero usted…

– Sí, soy yo, era un malentendido, lo sé, lo sé. ¡Halo!

Se escuchaba su respiración agitada.

– ¿Está usted… vivo?

– Desde luego, si te estoy telefoneando…

– Ah… espere un poco, por favor.

A que me reponga. Esto no lo dijo ella, pero lo pensé yo. En realidad quizá fuera yo quien tenía necesidad, al menos tanto como ella, de reponerme.

Nuevamente se escuchó su respiración jadeante. Después su voz.

– Lo escucho.

Me esforcé en hablarle con la mayor desenvoltura inventando algo acerca de un malentendido, una catástrofe aérea que en realidad no había sido tal, es decir, había sido algo más leve; vamos, una avería y no una catástrofe, etcétera.

En su respiración adiviné cierto recelo.

– ¿Puedes acudir a las siete al lugar de costumbre?-le dije finalmente. -Estos días son tan fastidiosos…

Quise preguntarle: ¿hay cuarentena ahí?, pero recordé que era general.

– ¿En el lugar de costumbre?- preguntó ella. -¿Pero dónde?

– Allí, mujer, en el Metro Novoslobodskaia, en la entrada antigua, como siempre.

– Ah, sí.

Parecía dudar aún. Debía de tener la sensación de estar hablando por teléfono con un fantasma.

– ¿A las siete?- repitió.

– Sí.

En cuanto monte en mi caballo, pensé. La fría lápida de mármol se transformaba en caballo.

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