Ismaíl Kadaré - El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

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El Ocaso De Los Dioses De La Estepa: краткое содержание, описание и аннотация

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Titulo fundamental dentro de la obra de Ismael Kadaré (1936), El ocaso de los dioses de la estepa (1978)- cuya versión definitiva, publicada en 1998 tras la caída del régimen comunista en Albania es la que ahora se ofrece- se nutre de las experiencias del autor, tanto personales como literarias, en sus estancia juvenil en la Unión Soviética. Si bien pueden rastrearse ya en ella algunos de los motivos que son recurrentes en su obra -como la confrontación de los mitos eslavos y albaneses o las relaciones entre el poder y la literatura-, la novela constituye una acerba y corrosiva crítica de los principios que dieron forma al yermo “realismo socialista”, así como de la mediocridad y la insania del régimen soviético contra los grandes escritores, personificados aquí en Boris Pasternak, cuya novela Doctor Zhivago forma parte de la trama misma de la narración.

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Como de costumbre, la esperé en la antigua boca de metro Novoslobodskaia. La vi llegar desde lejos entre la multitud con su eterna aura lunar y aquellos peculiares andares suyos, que habían sufrido una leve modificación. Su turbación se percibía en el ligero temblor de las rodillas, de los hombros y de la base del cuello.

Aparecí tras una columna.

– Lida.

Sabía que podía asustarse al verme y ella misma, tal como me dijo, se había preparado durante el camino y, a pesar de todo, se estremeció.

Sonreí y le di la mano. A la luz de los faroles me pareció más blanca, con unos ligeros cercos malvas en torno a los ojos que la hacían más atractiva y más distante.

– Está pálido- dijo. -¿Ha estado enfermo?

– Sí.

Nos miramos un instante. Sus ojos estaban vacíos. Todo el sufrimiento y el temor parecían haberlos apartado a los bordes, en torno a los pómulos, como las aguas de un lago arrojadas por las olas a la orilla.

Sin decir más, nos abrimos paso entre la multitud que se agolpaba a la salida del metro. Varias veces tuve la sensación de que miraba de reojo mis cabellos, como buscando en ellos las huellas del barro de la tumba. Menos mal que la leyenda de Costandin y Doruntina no se la había contado a ella sino a cierta letona de Riga, durante un verano antiguo, cien años atrás, en Dubulti.

Caminábamos por la calle Chejov, hacia el centro. Delante del Izvestia me cogió por fin del brazo. Arriba, en la fachada del piso más alto, las noticias del mundo aparecían en letras luminosas. Ni una sola mención a Albania. Sentí que su hombro transmitía al mío un sollozo contenido.

Habíamos atravesado la plaza Pushkin y avanzábamos ahora por la calle Gorki. Los cafés estaban cerrados y nosotros cabalgábamos confusamente en los cristales de los escaparates semioscurecidos, justo como en la leyenda: el muerto y la viva sobre el mismo caballo. Sentía fiebre. Sin duda por la vacuna.

– ¿Me has echado de menos?- dijo ella. Ya no me hablaba de usted. Quise preguntarle por Stulpanz, pero también él me pareció lejano, como un ave.

En el escaparate de una tienda vi paquetes de café con la inscripción «Yemen». También ella contemplaba el escaparate.

– Allá en Arabia hay un puente- le dije. -El puente de La Meca, le llaman.

Me escuchaba como sumida en un sopor.

Si ella pregunta qué mujer escogió,

Decidle: Lida Snieguina de… Saratov.

– Tienes las manos ardiendo- dijo, -¿no estarás enfermo?

– No, debe de ser por la vacuna.

Los carteles proclamando la cuarentena se veían por doquier, con las esquinas despegadas como todos los carteles en invierno.

– Cuando llamaste- continuó- creí que se me paraba el corazón.

– Lo comprendo- le respondí. -Hasta el día de hoy nadie ha hecho una llamada telefónica de ultratumba.

Hizo un esfuerzo por reír.

– Ni siquiera los faraones.

Sentí el apretón de su mano, que tanto podía tomar por una nuestra de ternura como por un movimiento destinado a averiguar qué es lo que había dentro de la manga del abrigo, un brazo o un pedazo de esqueleto.

– Aquella carta tuya…- le dije.

– ¡Ah! ¿La recibiste?

De nuevo quise decirle algo sobre Stulpanz, pero él seguía estando muy lejos. Su hombro volvió a estremecerse contra el mío para transmitirme un mensaje oculto.

– Vamos a tu habitación- dijo ella con dulzura, inclinándose hacia mí. Sus hombros debían arder bajo el pullover. En sus ojos continuaba habiendo un espacio vacío.

Si te pregunta qué caballo montó,

Dile que tomó el tranvía de Butyrski.

– Pero es que hay cuarentena- objeté, -como en todas partes. ¿No has oído hablar de la cuarentena?

– Ah, sí. La viruela.

Eso fue lo que dijo. Sin embargo yo sentí su mirada en mi sien. Iríamos a mi habitación. Ella se desnudaría lentamente. Me imaginé examinando cada parte de su cuerpo antes de hacer el amor, en busca de las transformaciones que se hubieran producido en mi ausencia.

De pronto recordé la advertencia del embajador sobre las muchachas rusas. ¿Qué había hecho? Una nueva oleada de calor atravesó mis sienes, envolviéndome la frente. Había sido una imprudencia telefonearle, intentando sacar de la tumba una historia ya acabada. Había cometido una estupidez y para colmo, sin resultado alguno. Lo único que me restaba era batirme en retirada.

Me tranquilicé a mí mismo diciéndome que, a fin de cuentas, no había cometido ningún crimen horrendo. No había hecho más que acudir a verla, lo justo para cumplir mi palabra.

– Qué sombrío pareces- dijo ella.

No respondí. Había sido una estupidez telefonearle. Caminábamos como dos extraviados entre los transeúntes que se apresuraban con los cuellos hundidos en las solapas de piel. En los cuerpos de todos se adivinaba una especie de distintivo, un sello sobre la tarjeta de invitación a una cena macabra, el emblema del sarcófago indio.

La fiebre me provocaba un latido retumbante en las sienes. Me sentía confuso y si me hubiera preguntado: ¿por qué tienes barro en el pelo?, no me habría extrañado en absoluto. Se lo había prometido, me dije con torpeza; le había dado mi palabra el verano anterior, incluso antes, hace mil años.

De cualquier modo, nuestro viaje a través de la noche está llegando a su fin, pensé, cuando nos acercábamos al bulevar Tverskoi. Debía separarme de ella, pero era incapaz de inventar un pretexto. No podía decirle la verdad, tampoco quería engañarla más. A fin de cuentas, había sido yo quien le había telefoneado.

– Tú no estás bien- dijo. -Se ve a la legua. ¿Por qué has salido?

– Porque te había dado mi palabra.

Ahora ya no quedaba más que sacudirme la tierra del cabello.

– Te había dado mi palabra- repetí, acercando mi cabeza a sus cabellos -hace tiempo, desde el tiempo de las grandes baladas.

Me miró inquisitivamente, como si yo delirara.

Tú no lo comprendes, quise decirle, tú tienes otras baladas y otras divinidades.

No dejaba de mirarme y de pronto me imaginé a los actuales dirigentes soviéticos, alineados en la tribuna del mausoleo de la plaza Roja, con los gorros de piel que parecían aplastarlos. No se los veía más que de cintura arriba y eso los hacía parecer más gruesos y bajitos de lo que eran en realidad. ¡He aquí las esperpénticas divinidades del campo socialista! Los dioses nómadas de la estepa que habían de inflar sus terribles mejillas para borrar a mi país de la faz de la Tierra.

– Tienes mucha fiebre- dijo Lida, cogiéndome de la mano.

Pronto, cruzando el espacio invernal a lomos de avión- caballo de balada, en terrible combate singular con los dioses enanos de la estepa, llegaría Enver Hoxha.

– Estás ardiendo- insistió Lida. -No debías haber salido.

Tenía razón, no debía haberlo hecho. Pero había dado mi palabra. Ah, todo había sido a causa de la vieja leyenda. Y de pronto se dibujó nítidamente en mi cerebro el interrogante: ¿por qué llevaba aquella leyenda varios meses obsesionándome?¿Cuál era la causa?¿Era sólo una coincidencia? No, desde luego que no.

Los curtidos dioses de la estepa permanecían inmóviles en mi cerebro como en una presidencia. Sus gorros de piel, sus mejillas, sus pérfidos ojos semiasiáticos. No, la resurrección de la leyenda no había sido producto del azar. Había acudido a mí desde la distancia, invocada por la infamia de los tiempos. Hacía varios meses que yo sentía este clima falaz. Hace frío en Rusia, hermano. Hace infamia ¿Quién me había dicho estas palabras?

Y yo andaba buscando una excusa para separarme de ella… Ya basta, Lida, me dije. No escucharás de mis labios una sola palabra de despedida. Que todo sea como en la vieja balada. Así pensé. Sin embargo, la miré intensamente.

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