Ismaíl Kadaré
El accidente
Traducido del albanés por Ramón Sánchez Lizarralde, 2009
Título original: Aksidenti
El suceso parecía de lo más común. Un taxi se había estrellado en el kilómetro 17 de la carretera que conducía al aeropuerto. Los dos pasajeros habían resultado muertos en el acto, mientras que el conductor, gravemente herido, fue trasladado al hospital en estado de coma.
El atestado de la policía incluía los datos habituales en este género de casos: los nombres de los fallecidos, un hombre y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, el número de matrícula del taxi, además del nombre de su conductor, austríaco, así como las circunstancias, o, más exactamente, el desconocimiento parcial de las circunstancias en las que se había producido el accidente. El vehículo no había dejado la menor huella de frenada en ninguna dirección. En el curso de la marcha se había desviado hacia el costado de la calzada como si el conductor hubiera perdido de pronto la vista, hasta volcar en un talud.
Una pareja de holandeses cuyo vehículo circulaba detrás del taxi declaró que, sin la menor causa aparente, éste había abandonado de pronto la carretera para abalanzarse contra el quitamiedos lateral. Aunque aterrados, los dos holandeses habían llegado a presenciar no sólo el vuelo del taxi en el vacío, sino también la apertura de las puertas traseras del vehículo, por donde los pasajeros, un hombre y una mujer, si no se equivocaban, se habían visto expulsados al exterior.
Otro testigo, conductor de un camión de Euromobil, proporcionaba poco más o menos la misma versión.
Un segundo atestado, redactado una semana después en el hospital, cuando el taxista recuperó el conocimiento, en lugar de esclarecerlo, lo oscurecía todo aún más. Tras la afirmación del hombre en el sentido de que nada infrecuente había sucedido hasta el momento del accidente, a excepción… tal vez… del retrovisor… que quizás hubiera atraído su atención…, el juez de instrucción acabó por perder la sangre fría.
A la reiterada pregunta acerca de lo que había visto en el espejo retrovisor, el chófer fue incapaz de responder. Las intervenciones del médico en sentido de que no se fatigara al paciente no impidieron al instructor continuar su interrogatorio. ¿Qué había visto en el retrovisor situado sobre el salpicadero del vehículo; en otras palabras, qué se estaba produciendo de infrecuente en el asiento trasero del taxi como para llegar a distraerlo por completo? ¿Una trifulca entre los dos viajeros? ¿O, al contrario, caricias eróticas especialmente atrevidas?
El herido decía que no con la cabeza. Ni una cosa ni la otra.
Entonces ¿qué?, estuvo a punto de gritar el otro. ¿Qué es lo que te hizo perder la cabeza? ¿Qué demonios viste?
El médico se disponía a intervenir de nuevo cuando el paciente, arrastrando las palabras como venía haciendo, comenzó a hablar. Al término de su respuesta, que resultó interminablemente larga, el juez y el médico intercambiaron una mirada. Antes del choque, los dos pasajeros del asiento trasero del taxi… no habían hecho otra cosa… otra cosa… que… esforzarse por… besarse…
Aunque el testimonio del taxista, a falta de credibilidad, fue interpretado como producto de las secuelas postraumáticas, el expediente del accidente del kilómetro 17 se declaró cerrado. La argumentación era sencilla: cualquiera que fuese la explicación que pudiera proporcionar el conductor sobre lo que había visto o había creído ver en el espejo retrovisor, eso no cambiaba gran cosa respecto a la esencia de la cuestión: el taxi había volcado como consecuencia de algo que había sucedido en su cerebro: distracción, alucinación o súbito oscurecimiento de sus facultades, todas ellas cosas mediante las que difícilmente podía establecerse alguna clase de vínculo con los pasajeros.
Sus identidades fueron establecidas, como de costumbre, junto con otros pormenores: él, analista al servicio del Consejo de Europa para cuestiones de los Balcanes occidentales; ella, una mujer joven, hermosa, becaria en el Instituto Arqueológico de Viena. Al parecer, amantes. El taxi había sido llamado desde la recepción del Hotel Miramax, donde las víctimas habían pasado las dos noches del fin de semana. El informe de la revisión técnica del vehículo excluía cualquier acto de sabotaje.
En un último intento por dilucidar si existían contradicciones en el relato del taxista, el juez le hizo una pregunta trampa sobre lo que había sucedido con los viajeros tras la caída por el barranco. De la respuesta del interpelado en el sentido de que sólo él se había estrellado contra el suelo, pues los otros habían abandonado el taxi, por así decirlo, se habían disociado de él por los aires, podía concluirse al menos que el herido no mentía en lo relativo a lo que había visto o imaginaba haber visto.
Aunque trivial a primera vista, el expediente, debido al testimonio insólito del taxista, fue no obstante archivado en el casillero de los «accidentes atípicos».
Fue ésta la razón de que, varios meses después, una copia acabara aterrizando en el Instituto de la red viaria europea, cuarta sección, encargada de los accidentes raros.
Aunque la calificación de «raros» diera a entender que no se trataba más que de un puñado en comparación con los accidentes habituales, impremeditados, causados por el mal tiempo, la velocidad inadecuada, el cansancio, el alcohol, las drogas, etcétera, los accidentes atípicos sorprendían sin embargo por su diversidad. Desde los golpes mortales o el sabotaje de los frenos hasta las visiones o alucinaciones repentinas de los conductores, su crónica relataba los más inconcebibles sucesos.
Una parte de ellos, los más misteriosos, guardaban relación con el espejo retrovisor del interior de la cabina. Constituían todo un capítulo aparte. Puede imaginarse con facilidad que lo que habían visto los conductores en él debía de ser extremadamente chocante, pues les había conducido a la propia desgracia. En el caso de los chóferes de taxis, el hecho de ser amenazados con un arma por el pasajero era uno de los que aparecía con mayor frecuencia. No eran raras tampoco las lesiones vinculadas con enfermedades diversas: pérdidas pasajeras de la consciencia, vómitos de sangre, arrebatos de delirio acompañados de alaridos. Una brusca pelea, incluso con cuchilladas entre los propios pasajeros, aunque no se produjera con una frecuencia excepcional, podía por su violencia ofuscar a un conductor sin experiencia. Más raros eran los casos en que uno de los viajeros, por lo común la mujer que pocos minutos antes había entrado en el taxi cariñosamente abrazada por su pareja, comenzaba de pronto a vociferar que la estaban secuestrando al tiempo que hacía esfuerzos por abrir la portezuela para saltar al exterior. Aunque podían contarse con los dedos de la mano, tampoco faltaban otros casos en que el conductor del taxi reconocía en la cliente a su primer amor, o bien a la esposa que lo había abandonado.
Si bien la mayor parte de los sucesos a primera vista misteriosos acababan encontrando explicación, resultaría excesivo pretender que el misterio de todas las apariciones reflejadas por la superficie de un retrovisor hubiera sido desentrañado.
Aparte de las alucinaciones, se clasificaban los casos por categorías: hipnosis producida por la mirada del pasajero, súbita ebriedad debida a la mirada traviesa de la hermosa clienta, o bien a la inversa, sensación de ser absorbido por un vacío aterrador semejante a un agujero negro.
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