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Ismaíl Kadaré: El accidente

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Ismaíl Kadaré El accidente

El accidente: краткое содержание, описание и аннотация

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Un taxi se sale inexplicablemente de la calzada y se estrella en la carretera que lleva al aeropuerto de Viena. Como consecuencia del choque, los dos pasajeros, un hombre maduro y una mujer joven, ambos de nacionalidad albanesa, resultan muertos. Las investigaciones policiales no consiguen aclarar qué fue lo que despistó al taxista al mirar por el retrovisor como para perder el control del vehículo. El asunto queda archivado como un mero accidente, aunque con el calificativo de extraño. Meses más tarde, los servicios de inteligencia serbios y albaneses primero, y un investigador anónimo después, reclaman el expediente e inician sus propias pesquisas. El fallecido, Besfort Y., era un experto para asuntos balcánicos del Consejo de Europa que había seguido de cerca el proceso de descomposición de Yugoslavia, especialmente la guerra de Kosovo. La mujer que lo acompañaba, Rovena, se había entrevistado con él en distintos hoteles de toda Europa, por lo que podría estar implicada en las nunca desveladas actividades de Besfort. A través de los indicios policiales, testimonios de amigos y conocidos, un diario de Rovena…, se va trazando un bosquejo de la personalidad de los fallecidos y, sobre todo, de su particular relación amorosa.

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Entre tanto, el descubrimiento de la naturaleza de las relaciones entre Rovena y la pianista vino a deteriorar la credibilidad de esta última. No resultaba difícil concluir, incluso ella misma no lo ocultaba, que habían tenido las dos una aventura prolongada, lo que tornaba comprensibles los celos de la pianista hacia Besfort Y.

Fue ésta la razón de que, incluso tras la referida intervención de la Blumberg, los investigadores escucharan sin prestar mucha atención las conjeturas de ésta, incluida la última, la más nebulosa, en que la pianista, después de referirse a una gran muñeca despedazada por los perros, añadió acto seguido que no prestaran demasiado oído a sus palabras, pues se sentía muy cansada. Los investigadores, naturalmente, la hicieron volver sobre esa muñeca, pero la pianista dijo que lo había leído en las esquelas mortuorias de los periódicos, que estaba en verdad muy cansada y la única cosa que podía decirles era que quien se encontraba en el taxi, estaba completamente convencida, no era Rovena St. sino otra mujer.

Aunque estas últimas frases aparecían subrayadas en la mayor parte de las actas, los investigadores continuaban mostrándose incrédulos, y tal vez no habrían tenido la idea de retornar, no ya a ella, sino a la sospecha de asesinato en general, si no se hubieran topado con otro testimonio, procedente esta vez de «la parte de él».

Tal testimonio, en apariencia el único en su género, procedía de un viejo compañero de la facultad. La conversación se había producido en Tirana, en la planta de arriba del club Davidoff, un día de finales de invierno, algunos meses antes del accidente.

Según el testigo, Besfort estaba sombrío. Preguntado por la causa de ello, al comienzo respondió con evasivas. Tenía problemas. Más tarde retornó a su propia respuesta dejada a medias. Estaba enredado en un lío desagradable… con una mujer joven.

Conociendo su carácter, el testigo no intentó averiguar nada más. Pero el otro, contra su costumbre, le reveló algo de forma voluntaria. Al parecer había cometido un error. Por lo que llegó a captar el testigo, era la propia relación con aquella mujer lo que consideraba un error. Para su sorpresa, llegó incluso a utilizar la palabra «miedo»: miedo de esa relación, o de ella, la joven amante.

Tras un largo silencio, volvió a repetir que había cometido un error en algún momento. Sin proporcionar ninguna otra explicación, dijo que estaba haciendo esfuerzos por salir de aquel enredo. Tenía confianza. Su discurso era cada vez más confuso. Tenía confianza en que, cuando llegara el momento… es decir, el momento adecuado, sabría qué hacer.

El tono de sus palabras no dejaba lugar para injerencias. ¿La expresión de su cara? ¿Sus ojos? Fríos. ¡Oh, no! De ningún modo los de un asesino. Yo diría simplemente fríos. Desprovistos de compasión.

Los investigadores hubieron de regresar a las conjeturas de Liza Blumb, incluso a sus palabras casi delirantes acerca de la muñeca encontrada entre los matorrales, despedazada por los perros, pero la antojadiza pianista, tal vez arrepentida de haber hablado de más, se negó a continuar colaborando.

Esto no impidió en modo alguno la continuación de las pesquisas. Incluso ahora que la pianista había quedado al margen, el celo de los agentes se multiplicó de pronto. Pocas veces les había ocurrido que una sospecha de asesinato les condujera a digresiones tan alejadas de lo esencial que a menudo les hacían olvidar el punto de partida.

Todo lo que ya sabían, junto con el producto de las indagaciones nuevamente realizadas, fue objeto de un minucioso proceso de depuración que excedía el deber profesional.

Retornaron entonces a los dos primeros testimonios, el de la pareja holandesa y el del conductor del remolque de Euromobil. Al inicio habían parecido concordar (las puertas del taxi abiertas, los cuerpos lanzados al exterior), pero ahora, una vez sometidos a un concienzudo análisis, no era así. Según los holandeses, los cuerpos de las víctimas, todavía en el aire, iban abrazados por el cuello, como si pretendieran aferrarse el uno al otro. Mientras que el conductor del camión sostenía con insistencia que los cuerpos, al tiempo que caían, estaban separados.

La discrepancia podía estar justificada por el diferente ángulo de observación y sobre todo por la ubicación respectiva de los dos vehículos en el momento del accidente. Dado que el camión circulaba detrás del turismo, resultaba plausible que los holandeses hubieran visto unidos los cuerpos de las víctimas y el camionero los hubiera visto separados.

Sin embargo, este encaje de las pruebas se sostenía a duras penas. Implacables, el resto de los elementos aportados por las frases misteriosas desgranadas aquí y allá o vagamente pronunciadas al teléfono según el testimonio de la amiga de Suiza inducían a suponer algo sustancialmente diferente.

Tú crees haberte convertido en una persona serena, le escribía ella en una carta fechada en el último año. Yo preferiría tu irritabilidad anterior, que tantas veces ha representado una tortura para mí, a esta aterradora calma chicha.

En otra hoja, en apariencia escrita un día diferente, evocaba la conversación telefónica de la noche antes: Lo que me dijiste ayer, aunque sonara compasivo, era en sí mismo, no sé cómo calificarlo, monstruoso, desolador, de una frialdad cósmica.

Aproximadamente en el mismo periodo, ella le había confesado a su amiga de Suiza que se sentía extremadamente abatida. ¿A causa de él?, le había preguntado su amiga; y ella le respondió: Sí, pero no puedo decírtelo por teléfono. Resulta muy difícil de explicar. Tal vez sea imposible. Cuando nos veamos, lo intentaré de todos modos.

No consiguieron volver a verse, pues dos meses más tarde se había producido el accidente.

A la pregunta de los investigadores sobre si de todos modos ella había supuesto algo, la amiga de Suiza guardó silencio durante largo rato antes de responder. Por supuesto que algo había captado, pero era muy confuso. Tengo problemas con Besfort, le había dicho Rovena en algunas otras ocasiones, pero se trataba de frases de carácter vago, las más cómodas para iniciar cualquier conversación sobre el tema. A una pregunta sobre cuál era la naturaleza de esos problemas, la otra le había respondido que no resultaban fáciles de explicar. Tras un silencio, había añadido: B. intenta convencerme de que nosotros ya no nos queremos. ¿Qué manera es ésa de hablar?, se había indignado la amiga. Rovena había callado. ¿Y qué más?, había continuado la amiga. ¿Acaso quiere que os separéis? No, no, había respondido Rovena. No comprendo; entonces ¿qué pretende? Otra cosa, fue la respuesta al otro extremo del hilo. No te entiendo, había dicho la amiga. Hace ya algún tiempo que he dejado de comprenderte. A él, tu amigo, nunca le he entendido, pero ahora tampoco a ti. Tal vez cuando nos volvamos a ver, había añadido la otra, lo mismo que unas semanas antes.

Entre las notas redactadas en forma de diario o los fragmentos de frases que la difunta había dejado anotadas con destino a futuras cartas, los investigadores encontraron vínculos con el confuso diálogo entre las dos mujeres.

¿Esperanza de resurrección?, aparecía escrito en una hoja sin fecha. ¿Pretendes hacerme concebir la esperanza de verte de pronto convertido en el que eras? Al decirme que para resucitar es preciso morir primero, finges tratar de aliviarme. En realidad me hundes más profundamente en la oscuridad.

Tres meses antes del accidente, en el listín de teléfonos, junto a la dirección de un hotel, aparecía anotado: «Nuestro primer encuentro… después del vacío. ¡Es extraño! Se diría que me hubiera contagiado lo que yo tomé por su locura personal».

Los investigadores no entendían una palabra.

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