Lo declarado por el taxista tras el accidente del kilómetro 17 de la carretera del aeropuerto, aunque a primera vista demasiado trivial para ser calificado de delirio o alucinación, escapaba en cualquiera de los casos a toda explicación racional. El esfuerzo de los dos clientes por besarse, que de acuerdo con las palabras del chófer se convirtió en causa de su propia distracción y, en consecuencia, de la muerte de ellos, se escurría insidiosamente entre los dedos cuanto mayores eran los esfuerzos por captarlo.
Los analistas que se ocuparon del accidente sacudieron al principio la cabeza, luego torcieron el gesto, más tarde sonrieron con malicia, para irritarse a continuación y verse obligados a empezar otra vez desde el comienzo.
¿Qué significaba aquello de que «se esforzaban por besarse»? Si incluso desde el punto de vista de la lengua ya resultaba antinatural, no digamos ya de la lógica. Podía concebirse que uno de ellos intentara besar al otro y este último se opusiera. Que uno de ellos mostrara recelos o que los mostraran ambos, que los dos tuvieran miedo de un tercero y así sucesivamente. Pero que las dos personas en el taxi, a solas con el conductor, «se esforzaban por besarse» -Sie versuchten gerade sich zu küssen-, como precisaba el acta, no se sostenía de ningún modo. El asunto era perfectamente sencillo: salían de un hotel donde habían pasado la noche, entonces ¿cómo es que «se esforzaban por besarse»? Dicho en otros términos, si querían continuar besándose, ¿por qué no lo hacían en vez de andarse con rodeos? ¿Qué se lo impedía?
Cuanto más se intentaba desenmarañar los hechos, más incomprensible se tornaba todo. Supongamos que las dos víctimas, a consecuencia de algún impedimento, no conseguían aproximarse: ¿Por qué entonces el taxista se había impresionado tanto con ello? ¿Acaso eran pocos los clientes que se besaban, incluso los que hacían directamente el amor en el asiento trasero entre los que había tenido ocasión de llevar de un lado al otro? Además, ¿cómo había podido percibir él una cosa tan sutil como el intento, en otros términos el deseo, acompañado del secreto obstáculo que lo impedía, de besarse?
Irritados, tras haberse repetido la sentencia: «Un simple arroja una piedra al río que cuarenta espabilados no son capaces de sacar», los analistas anotaron en el margen que, a no ser que se tratara del viejo subterfugio de la cliente en la que se reconocía a la propia esposa o a la amante de otro tiempo, a menudo pretextado por los conductores a partir del modelo heredado de fábulas más antiguas, éste era un caso de simple psicosis del que no merecía la pena ocuparse.
Por otra parte, tras la confirmación de que cualquier posible vínculo entre el taxista y la clienta extranjera de nacionalidad albanesa quedaba excluido, un informe médico calificaba el estado psíquico del conductor como enteramente normal.
Tres meses más tarde, cuando dos países de los Balcanes reclamaron uno tras otro examinar el dossier del accidente del kilómetro 17, el encargado de los archivos no pudo ocultar su sorpresa. ¿Desde cuándo a los países de la turbulenta península, después de haber perpetrado todas las atrocidades concebibles: asesinatos, bombardeos, entrada a saco y desalojo de pueblos enteros, ahora, una vez calmada la locura general, en lugar de consagrarse a las reparaciones necesarias, se les ocurría de pronto concentrar su atención en tan dispares y sofisticados hechos como los accidentes «raros» de automóvil?
Si bien no resultaba en modo alguno posible averiguar la causa que motivaba el interés del Estado serbo-montenegrino por el accidente, pronto quedó claro que los difuntos habían sido durante largo tiempo objeto de vigilancia por su parte.
Fue suficiente dar con el rastro de ese interés para que los servicios secretos albaneses se activaran de igual modo. La sospecha de que pudiera tratarse de un asesinato político, sospecha que tras la caída del comunismo todo el mundo se complacía en suscitar como parte inseparable de su legendaria paranoia, regresó de pronto a primer plano con toda su carga sombría.
Como de costumbre, los agentes albaneses llegaban con retraso al punto por donde los demás ya habían pasado. No obstante, gracias a los vínculos con los compatriotas de la diáspora, consiguieron reunir cierta cantidad de material relativo a las víctimas. Fragmentos de cartas, fotografías, billetes de avión, direcciones y facturas de hotel, aunque daban la impresión de no ser más que restos de una cosecha anterior, parecían de cualquier modo suficientes para arrojar algo de luz sobre las relaciones de la pareja. La simple visión de las fotografías, tomadas principalmente en hoteles, en terrazas de cafetería al borde de la calle, además de algunas otras, menos numerosas, tomadas en una bañera desde donde la joven, desnuda, miraba al objetivo con más regocijo que turbación, no dejaba el menor espacio para la duda sobre la naturaleza de sus relaciones. Las facturas de los hoteles permitían concluir con relativa precisión que los encuentros habían tenido lugar en diferentes ciudades de Europa a las que el hombre parecía haber acudido por razones de trabajo: Estrasburgo, Viena, Roma, Luxemburgo.
Los nombres de los lugares eran ratificados por las fotos, incluso por las cartas, en las que se hacía alusión a las ciudades, sobre todo por parte de la joven, a quien parecía complacerle precisar en cuáles de ellas se había sentido más dichosa.
Fue justo tras el examen de las cartas, en las que habían depositado sus principales esperanzas de desentrañar el enigma, cuando los investigadores, pasada la decepción inicial, experimentaron unos instantes de cierto estupor, seguido de inmediato por un completo desconcierto.
Las contradicciones eran tan groseras que se vieron obligados a interrumpir repetidas veces la indagación para conversar con los recepcionistas de los hoteles, las camareras de las plantas, los encargados de los bares nocturnos, con una compañera de la joven, inmigrante en Suiza, que, como se desprendía de las cartas, estaba en conocimiento de la verdad, y finalmente con el conductor del taxi.
Todos los testimonios coincidían poco más o menos en lo mismo: en la mayoría de sus encuentros la pareja parecía feliz, aunque había momentos en que la mujer se sumía en la tristeza, incluso en una ocasión había llorado en silencio durante el rato que él la dejó sola para ir a telefonear. Él también se enfadaba a veces, y entonces era ella quien hacía esfuerzos por tranquilizarlo acariciándole o besándole la mano.
A la pregunta de si había algo que los mortificara, una decisión necesaria que no eran capaces de tomar, una pesadumbre, una duda, una amenaza, los camareros no sabían qué responder. A sus ojos todo parecía de lo más natural. En los bares nocturnos era frecuente que las parejas pasaran de la euforia al mutismo, a veces al abatimiento, para recuperar de pronto la exaltación instantes después.
En tales casos, ella se volvía todavía más hermosa. Los ojos, que hasta ese instante no habían hecho más que seguir el humo del cigarrillo, se le iluminaban de pasión. Las mejillas de igual modo. Quedaba entonces envuelta en una belleza que sobrecogía, que te arrasaba.
¿Que te arrasaba? ¿Qué significa eso?
No sé cómo explicarlo. Quería decir una belleza que te dejaba partido en dos, tal como dicen. También él parecía reanimarse de pronto. Pedía otro whisky. Luego continuaban hablando en su lengua hasta pasada la medianoche, momento en que se levantaban para subir a su habitación.
Por el modo en que ella se ponía en pie, dejando caer una mirada de soslayo, echaba a andar la primera, la cabeza levemente inclinada, como antes se representaba a las mujeres hermosas y pecadoras, era evidente que iban a hacer el amor. Para los camareros de los bares nocturnos, sobre todo los de los hoteles, episodios así se convertían en detalles relajantes después de las largas horas de servicio.
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