Ismaíl Kadaré - El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

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El Ocaso De Los Dioses De La Estepa: краткое содержание, описание и аннотация

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Titulo fundamental dentro de la obra de Ismael Kadaré (1936), El ocaso de los dioses de la estepa (1978)- cuya versión definitiva, publicada en 1998 tras la caída del régimen comunista en Albania es la que ahora se ofrece- se nutre de las experiencias del autor, tanto personales como literarias, en sus estancia juvenil en la Unión Soviética. Si bien pueden rastrearse ya en ella algunos de los motivos que son recurrentes en su obra -como la confrontación de los mitos eslavos y albaneses o las relaciones entre el poder y la literatura-, la novela constituye una acerba y corrosiva crítica de los principios que dieron forma al yermo “realismo socialista”, así como de la mediocridad y la insania del régimen soviético contra los grandes escritores, personificados aquí en Boris Pasternak, cuya novela Doctor Zhivago forma parte de la trama misma de la narración.

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– Sabes- dijo Ala, -creo que Stalin iba a una dacha a pocos kilómetros de aquí, en dirección a Kuncevo.

– ¿Una dacha de Stalin?

Balanceó la cabeza, satisfecha de haber logrado excitar mi curiosidad.

– Ahora debe de estar abandonada- dijo, -hace tiempo ya.

Desde lejos, Olia nos decía algo acerca de una zorrera, pero yo estaba pensando en otra cosa.

– ¿En qué dirección está?- le pregunté a Ala.

Se encogió de hombros.

– No lo sé bien- dijo. -Debe de estar por allí.

Miré unos instantes en la dirección que me señalaba su mano. Las ramas desnudas de los árboles fragmentaban el escudo grisáceo del cielo invernal.

– ¿Está muy lejos?

Me pareció sentir el aleteo de sus pestañas.

– Sí… muy lejos y seguramente abandonada.

Me di cuenta de que tenía miedo de que le pidiera que fuéramos allí. Puede que entonces sintiera que los troncos de los árboles se inclinaban amenazadores sobre nosotros, como preguntándonos: ¿qué se os ha perdido a vosotros en esa dacha?

– Me gustaría verla- dije por fin.

– ¡Oh, no!- era casi un grito de pánico. -Ya te he dicho que está lejos y seguro que abandonada.

– Precisamente, así es como quisiera verla- dije yo. -Tal como está.

Su rostro enrojeció ligeramente.

– Además, no estoy segura. Puede que no me haya enterado bien y la dacha esté en cualquier otra parte.

Me volví hacia ella y vi que el rojo de sus mejillas subía de tono.

– Como quieras- le contesté.

La nieve crujía bajo nuestros pies y Olia dijo de nuevo algo sobre una zorrera.

– Dicen que era terrible- continuó Ala poco después. -Vivía allí solo, como un monje.

Al parecer creía que, mencionándome el abandono de la dacha y el ascetismo de Stalin, mi curiosidad quedaría satisfecha.

– Eso es lo que dicen, vivía en completa soledad, exactamente como un monje.

– ¿El monje de la revolución?- pregunté yo. -Así le llaman sus enemigos, ¿lo sabías?

Se encogió de hombros sin saber qué decir.

No recordaba bien dónde había oído a un borracho decir de Jruchov: ¡ah!, qué zorro es nuestro Nikitushka, un zorro de la revolución.

Oscurecía. Olia propuso que regresáramos mientras quedara luz, pues más tarde corríamos el riesgo de extraviar el camino.

– Sí, sí- dijo Ala. -Regresemos.

De vuelta, cada uno de los tres intentaba encontrar en la nieve sus propias huellas.

El crepúsculo derramaba fugazmente manchurrones blancos y negros sobre las isbas escasas, los huecos de los troncos y los tejados de las dachas cerradas. Aquí y allá las copas de los árboles dejaban caer montones de nieve que fulguraban por última vez antes de hundirse en la penumbra del suelo. El día oscurecía lentamente como un viejo servicio de plata. Nos alejábamos cada vez más del boscaje oscuro, en cuyo interior acecharían silenciosos el monje y el zorro, en vísperas de un macabro enfrentamiento.

Cuando una hora y pico después llegamos a las proximidades de la dacha de su familia, le dije a Ala que prefería marcharme directamente a la estación sin despedirme de nadie. Coincidió conmigo en que era preferible.

Me acompañaron las dos hermanas. Desde la ventanilla del vagón observé que las mejillas de Ala habían enrojecido nuevamente. Olia debía de haberle gastado alguna broma relacionada conmigo mientras yo subía al tren, como la picadura benigna de un insecto inofensivo.

Permanecieron ambas en el andén, saludándome con la mano, hasta que el tren se alejó. Me sentí cansado. Entorné los ojos y durante largo rato permanecí completamente ausente. Sólo después de varios kilómetros comencé a escuchar las palabras de la gente que estaba cerca de mí. Hablaban de la viruela.

– Te han llamado dos veces por teléfono- me dijo tía Katia en la conserjería, buscando en el cajón de la mesa el pedazo de papel donde había anotado el recado. -Aquí está. La embajada albanesa. Que les llames de inmediato.

– ¿A la embajada?

– Sí.

Qué habrá pasado, pensé. Fugazmente se dibujó en mi cerebro un ataúd, a miles de kilómetros de distancia, en mi casa de Gjirokastra. ¿Mi madre? ¿Mi padre?

Saqué del bolsillo mi pequeña agenda y con los dedos agarrotados la abrí por la A: Anteo. Ala Grachova. Ambasada .

Mientras marcaba el número sentía crecer un vacío en el estómago.

– Halo. ¿Embajada albanesa?- dije en mi lengua.

– Sí- me respondió una voz tranquila.

– Me han dejado un aviso- le dije, dando mi nombre.

– Sí- dijo la voz. -Se trata de una reunión que se celebra esta tarde. Debe estar sin falta en la embajada a las seis.

– Sí, sí- desde luego.

– ¡Hasta pronto!- se despidió la voz.

Al colgar el receptor del teléfono, sentí que tenía la frente cubierta de sudor frío. Durante un segundo capté la mirada escrutadora de tía Katia.

La gran sala de recepciones de la embajada estaba repleta. Los estudiantes, la mayoría muchachos, hablaban de dos en dos en voz muy baja. Algunos guardaban silencio. Tres grandes lámparas que pendían a poca altura derramaban una luz amarillenta. En la pared, en un marco de bronce, había un gran retrato de Enver Hoxha. Nadie sabía por qué habíamos sido convocados con tantas prisas.

A las seis entró el embajador. Vestía un traje negro y quizá a causa del contraste con la blancura de la camisa me pareció más pálido que la última vez.

Lo acompañaba un hombre a quien no conocía, tal vez recién llegado de Tirana.

Apenas pronunciadas las primeras frases, antes incluso de que abordara el objeto de su discurso, supe de qué se trataba. Bastó el enrevesado ordenamiento de las oraciones en el preámbulo para que comprendiera que todos los recientes rumores sobre el distanciamiento eran absolutamente ciertos. Después de subrayar que las relaciones entre Albania y la Unión Soviética habían sido y continuarían siendo buenas, el embajador explicó que no obstante existían fuerzas internas y externas que desearían deteriorar dichas relaciones. Por tanto nosotros, los estudiantes, debíamos evitar a toda costa dar lugar a provocaciones de quienquiera que procedieran. Con este propósito era aconsejable que por el momento limitáramos en lo posible nuestras relaciones con los moscovitas. Esto se refiere en particular a las muchachas, añadió. Yo sentí una leve opresión en el corazón, no porque el embajador dijera aquello, cosa que me pareció natural, sino porque lo había dicho sin sonreír. Todos esperaban que sonriera, como había hecho siempre al recomendarnos la mayor corrección en nuestras relaciones con las muchachas rusas. Lo mejor será que evitéis su compañía, prosiguió con una voz que me pareció cansada. Habló aún dos minutos más, reiterando que las relaciones entre ambos Estados continuaban siendo buenas y sobre todo que no debíamos comentar el asunto con nadie.

– Bueno, muchachos, ésta es la razón por la que os hemos hecho venir- finalizó en voz muy baja.

– Confío en que no habrá necesidad de mayores aclaraciones. Hasta pronto.

Era una de las reuniones más insólitas a las que me había sido dado asistir.

Se decía que todos los miembros de la familia del pintor contagiado habían muerto a causa de la viruela. Los trabajadores del aeropuerto eran mantenidos bajo constante observación. Se decía que, en caso de producirse una sola muerte fuera del entorno familiar del pintor, se declararía la cuarentena en Moscú.

Como de costumbre, las lecciones del sábado eran las más insoportables. Para distraerme, observaba el ajetreo de la gente en el bulevar Tverskoi. Si el edificio hubiera estado orientado un poco más hacia el norte habría podido divisar desde allí la estatua de Pushkin y la entrada del Cinema Central, ante la que había siempre una larga cola. Mas no se veía ni una cosa ni la otra, y el Tverskoi estaba triste, como cualquier bulevar en invierno.

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