Ismaíl Kadaré - El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

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El Ocaso De Los Dioses De La Estepa: краткое содержание, описание и аннотация

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Titulo fundamental dentro de la obra de Ismael Kadaré (1936), El ocaso de los dioses de la estepa (1978)- cuya versión definitiva, publicada en 1998 tras la caída del régimen comunista en Albania es la que ahora se ofrece- se nutre de las experiencias del autor, tanto personales como literarias, en sus estancia juvenil en la Unión Soviética. Si bien pueden rastrearse ya en ella algunos de los motivos que son recurrentes en su obra -como la confrontación de los mitos eslavos y albaneses o las relaciones entre el poder y la literatura-, la novela constituye una acerba y corrosiva crítica de los principios que dieron forma al yermo “realismo socialista”, así como de la mediocridad y la insania del régimen soviético contra los grandes escritores, personificados aquí en Boris Pasternak, cuya novela Doctor Zhivago forma parte de la trama misma de la narración.

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– Se espera que hoy haga una declaración rechazando el premio Nobel- dijo Maskiavicius. -Si no lo ha hecho antes de las ocho de la tarde, mañana la campaña será aun más violenta.

– ¿Y cómo va a ser más violenta?- preguntó alguien.

– Dicen que el patriarca de la literatura soviética, Kornei Chukovski- prosiguió Maskiavicius, -se entrevistará a las dos con él en Peredielkino para intentar convencerlo.

– ¿Y si tampoco lo consigue?

– Entonces tendremos asamblea.

– ¿Cuál es el objetivo de la asamblea?

– Tengo la impresión de que será para pasar a la tercera fase de la amenaza.

– ¿Y tú Maskiavicius, cómo sabes todo eso?

– Lo sé- respondió el aludido. -Ya ves que lo sé.

– Pero en el caso de que, incluso tras la tercera fase de la amenaza, tampoco renuncie al premio, ¿entonces qué va a pasar? ¿Existe una cuarta fase?

– Ah, no, querido amigo- lo interrumpió bruscamente Maskiavicius; -ahí no me la juegas. No soy tan insensato como para hablar de la cuarta fase. ¡Fiu!- silbó, -la cuarta fase, je, je, la cuarta fase… ¡Hum! ¡Brrr!…

Se volvió de espaldas y se alejó entre la multitud con un brillo diabólico en el rostro.

La asamblea tendría lugar en la sala de la planta baja del Instituto. Cuando entré, casi todos los asientos estaban ocupados. Afuera había comenzado a oscurecer y la luminosidad crepuscular que penetraba por los altos ventanales se adhería como una amalgama al bronce de las lámparas, las cuales, ignoro por qué, aún no estaban encendidas. La sala, donde ya no cabía un alfiler, estaba casi en silencio. Ni el ruido de alguna silla arrastrada, ni los susurros al oído eran capaces de quebrar el dominio del silencio. Por el contrario, el crujido aislado de algún asiento y el murmullo ahogado de las voces humanas tornaban la atmósfera todavía más pesada.

Me había quedado paralizado junto a la entrada, sin saber qué hacer, cuando advertí que me hacían señas desde un rincón. Allí estaban los dos Shota, Maskiavicius y Kurganov, prácticamente pegados uno contra otro. Avancé entre las densas hileras y, apretándose un poco más, me hicieron un sitio entre ellos. Una fila más adelante se sentaba una parte del grupo de Kara-Kum y hacía un costado mis ojos distinguieron el perfil de una de las Vírgenes de Bielorrusia.

– ¿Qué tal vas?- me preguntó alguien en voz baja.

Me encogí de hombros. Era tal el ambiente que no me hacía la menor gracia que me preguntaran cosas semejantes. Parecía que en aquella sala gris debiera hablarse únicamente de cosas generales en términos impersonales, dejando a un lado los destinos individuales, de ser posible a coro, como en las tragedias antiguas.

Una vez que encontré dónde meterme, me puse a observar a la gente que abarrotaba la sala. Aparte de los estudiantes y de los pedagogos del Instituto habían acudido muchos escritores conocidos. Casi todas las primeras filas estaban ocupadas por escritores mediocres. Tal como los había visto siempre, en las primeras filas, apretados hombro con hombro, siempre omnipresentes y orgullosamente intocables. Ellos habían sido los primeros en abandonar a Stalin por Jruchov y mañana, con idéntica facilidad, podían abandonar a Jruchov por cualquier otro secretario.

En un rincón, hacia el fondo, entre un grupo sombrío, me pareció ver a Paustovski. Podía ser un grupo de opositores silenciosos, o de escritores judíos, no conseguía distinguirlos bien. La oscuridad se espesaba de modo creciente. Por fin, a alguien se le ocurrió encender las luces. Las lámparas desalojaron de inmediato la iluminación medrosa procedente del exterior e inundaron la sala de una luz que me hizo pensar en Ladonshikov: solemnidad e inquietud fundidas. Lo primero que las luces descubrieron con brusquedad fue la larga mesa de la presidencia cubierta de paño rojo. Dos jarrones de porcelana a ambos lados y un ramo de flores en medio le conferían apariencia de sarcófago. Me acordé del papel pintado de las paredes del apartamento abandonado donde había leído algunos párrafos del Doctor Zivago . La semejanza con la cubierta de un sarcófago no era fortuita.

– ¿Cómo es la tercera fase?- le pregunté en voz muy baja a Maskiavicius. -¿Se pasará a ella?

– No lo sé- susurró él, -quizá se pase, quizá no. Todo depende de que ese carcamal de Chukovski…

– Eso te quería preguntar, ¿qué ha hecho?

– Nada, al parecer- respondió Maskiavicius. -Dicen que ha ido a las dos a Peredielkino, a la casa de Pasternak y como, siempre según dicen, había olvidado por qué estaba allí, después de tomarse una taza de té con el maldito se quedó dormido en un sofá.

Estuve a punto de echarme a reír, pero en ese instante una suerte de estremecimiento recorrió la sala de punta a punta. La presidencia tomaba asiento tras la larga mesa cubierta de paño rojo. Los primeros integrantes se sentaban mientras otros, aún en la sala, avanzaban lentamente entre las hileras con movimientos reptantes como los de un ser sin miembros. La sala repetía sus nombres con un murmullo de oreja a oreja. Había invitados de todas partes, la mayoría eran de edad avanzada, algunos llevaban cuarenta años publicando trilogías; cinco, según recordaba, habían incluido la palabra «tierra» en los títulos de todas sus novelas; un par de ellos habían perdido la vista. De nuevo me vino a la memoria el sueño funesto de Kornei Chukovski, pero tampoco entonces pude reírme.

– Camaradas, nos hemos reunido hoy aquí…

El hombre que había abierto el acto era Serioguin, director del Instituto Gorki. Sus ojos despedían como siempre un destello triste y malévolo. A su derecha estaba Druzin, el delegado de la presidencia de la Unión de Escritores. Tenía el cabello completamente encanecido y, sin embargo, su cabeza maciza poseía tal brutalidad que nadie hubiera podido creer en la existencia real de las canas. Ambos eran partidarios de Jruchov de primera hora.

– Así pues, nos hemos reunido hoy aquí para condenar, para…

En la voz de Serioguin se establecía la misma relación entre la malevolencia y la aflicción que se apreciaba en sus ojos, en las listas de su traje, hasta en sus manos, una de las cuales era sustituida por una prótesis de goma negra. Cuando lo vi la primera vez pensé que había perdido la mano en la guerra, pero Maskiavicius me había dicho que la mano de Serioguin se había ido marchitando por si sola, lentamente, durante el tercer plan quinquenal.

El discurso de Serioguin fue breve. Después de él se levantó Druzin. Éste habló con idéntica brevedad y ninguna de sus palabras tenía vínculo alguno con sus canas. Como siempre, todo en él era mandibular.

– Ahora se armará la pelotera- dijo Maskiavicius cuando Druzin se sentó.

Así fue, en efecto: inmediatamente se alzaron decenas de manos pidiendo la palabra. Desde los primeros minutos pudo comprobarse, como siempre en estos casos, que a la hora de elegir a los oradores la presidencia guardaba cierta proporción entre las edades de los intervinientes, las nacionalidades, las repúblicas de origen y los grupos literarios no declarados. A Ladonshikov le concedieron la palabra entre los primeros. Con una voz singular, a la vez grave y resonante (voz de partido, decía Maskiavicius), con una voz pues que sus pulmones sólo eran capaces de producir en tales ocasiones, entre el silencio general, propuso la expulsión de Pasternak del territorio soviético.

– ¿Esto es la tercera fase?- le pregunté al oído a Maskiavicius.

El asintió con la cabeza.

– Si no se decide a rehusar antes de las ocho…

Todos los que tomaron la palabra después de Ladonshikov se adhirieron unánimemente a su proposición. Era el turno de uno de los Shota cuando de pronto me di cuenta de que no había visto a Stulpanz. Por todas partes las manos continuaban alzándose igual que antes, por decenas.

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