Cuando desperté había oscurecido casi por completo. Sin plena conciencia de lo que hacía, alargué la mano hacia la radio y accioné el interruptor. La campaña contra Pasternak continuaba. Escuché un rato con las manos en la nuca. Tras el reportaje del mitin de las mujeres de Irkutsk, leyeron la declaración de Anatol Kuznechov. Jamás había oído cosa más despiadada. La oscuridad invadía casi por completo la habitación. Una luminosidad extraviada, como atrapada en la trampa de la cortina, parpadeaba tenuemente sobre mi cabeza. Y pensar que aún no ha comenzado la tarde, me dije. La oscuridad era algo natural para la noche, pero a primera hora de la tarde me entristecía muchísimo. Estaba solo en mitad de una tarde que bien pudiera llamarse noche, junto a un aparato de radio que no paraba de emitir agravios sobre una superficie de cuarenta y dos millones de kilómetros cuadrados. Una sexta parte de la Tierra se halla sumergida en el insulto, pensé con torpeza y de pronto me estremecí. Con una nitidez aguda como la punta de un cuchillo descubrí todo el horror de aquella maquinaria gigantesca que se había puesto en movimiento y trabajaba ahora a pleno rendimiento. Ser su objetivo, pensé; caer en su vorágine. En mi cerebro se dibujó la cabeza mitológica eslava que inflaba sus carrillos aterradores sobre la estepa. La propaganda soviética había comenzado a parecerse a ella. Años atrás aquella cabeza había levantado una tormenta de arena contra Stalin, y ahora, quién sabe por qué, soplaba contra sus propios adoradores. Ser atacado por ella, pensé de nuevo. Caer entre los engranajes de ese mecanismo pavoroso. Encendí la lamparilla y continué en la misma postura. ¿Cómo se pondrá en movimiento todo esto? No tenía la menor idea, ni siquiera era capaz de imaginarlo. No recordaba haber leído ninguna obra literaria soviética donde se describiera, ni siquiera parcialmente, el funcionamiento del mecanismo estatal: una reunión del Consejo de Ministros de la URSS, del Buró Político o de otros organismos importantes. Anteo y yo habíamos hablado en una ocasión de ello, en el café Praga. Tampoco él sabía nada.
Tres mil años antes, Homero, después de describir la masacre en el campo de batalla, jamás olvidaba relatar las reuniones de los dioses del Olimpo y por supuesto las de los caudillos de las partes contendientes. Sin embargo, el primer Estado de los obreros y campesinos era un enigma.
Pero, me dije, quizá no sea así. Puede que esas obras existan aunque yo no haya tenido ocasión de leerlas. Recordé que una semana antes Shoguenchukov me había regalado un libro suyo, dedicado, traducido y publicado en Moscú. ¿Dónde lo había puesto? Me levanté aturdido y vacié todos los cajones de la mesa hasta encontrarlo. La radio continuaba insultando. Shoguenchukov, ex primer ministro, debe de tratar en alguna parte los asuntos de Estado, me dije. Seguro que dice algo. Me senté al borde de la cama y a pesar del dolor de cabeza me puse a leer. La radio interrumpió sus insultos y comenzó a emitir música, pero hasta sus notas parecían cargadas de encono. Al cabo de media hora de lectura arrojé el libro. Era una larga novela sobre un idilio entre pastores, con pastizales y montañas, y no sólo no decía nada de las instituciones estatales, sino que ni siquiera hacía la más leve mención a sencillas construcciones de piedra. Se refería únicamente a arroyos cantarines, a la fidelidad y las flores y a las canciones que se entonaban por las tardes en honor del Partido Comunista de la URSS. Será posible, me dije. La radio había reemprendido su campaña contra Pasternak y yo me preguntaba como podía producirse un divorcio semejante entre uno mismo y el arte que crea. Tras la carta procedente de cierta población de la estepa llamada Qipshtap, el locutor leyó la declaración de los clérigos de Tashkent. Un sexto del mundo se hallaba nuevamente bajo la injuria, como bajo la lluvia. En los últimos tiempos se habían producido tantos acontecimientos importantes y convulsiones trágicas: comités centrales enteros destituidos, terribles luchas por el poder entre diversos grupos, cadáveres de dirigentes quemados en secreto durante la noche, personajes prestigiosos suicidados debido al cambio de línea política, complots, maniobras entre bastidores; y nada de todo aquello, prácticamente nada, aparecía en las páginas de las novelas ni en las escenas de las obras teatrales. Allí se escuchaba únicamente susurrar a los abedules, ¡oh, mi blanco abedul!, siempre era domingo, como la semana anterior en Peredielkino.
Me levanté de la cama, me vestí y salí al pasillo. No sabía qué hacer, de modo que comencé a vagar de un lado a otro. Las débiles bombillas derramaban una luz enfermiza aquí y allá; el ascensor emitía de vez en cuando su run run. Llamé varias veces a la puerta de Stulpanz, pero no me respondió nadie. ¿Dónde se habrán metido todos?, me pregunté. Volví a entrar en mi habitación y me quedé de pie ante la radio con los brazos colgando, casi en posición de firmes, como si escuchara la sentencia de un tribunal. La campaña proseguía. Era una declaración de frases extraordinariamente largas, tal vez de los cazadores de ballenas del Ártico. Poco después volví a salir al pasillo y en el curso de mis idas y venidas me encontré tres veces ante la puerta de Stulpanz. ¿Dónde estará este hombre?, preguntaba una voz en mi interior. La voz estaba aún profunda, muy profunda, pero yo sentía que iba ascendiendo. Cuando por cuarta vez, mi mano, involuntariamente, llamó a su puerta, comprendí que lo que llevaba un buen rato esperando sin darme cuenta siquiera era el regreso de Stulpanz. ¿Dónde podría estar? Entumecido, repasé los lugares donde podría encontrarse y sólo al cabo de algún tiempo llegué a la conclusión de que aquel juego carecía de sentido, que a mí me daba lo mismo que Stulpanz estuviera en la cervecería Cáucaso o en la redacción de la revista El Tabaco , o comiendo con Jruchov o con el mismo diablo; a mí lo único que me interesaba era que no estuviera con una persona, con Lida. Se me hacía difícil creer que le hubiera telefoneado con tanta rapidez y mucho más que hubiera logrado concertar una cita con ella. No es posible, me dije, Stulpanz es un poco torpe para estas cosas. Y además, ella, la misma que me había escrito aquella carta tan triste, no podía arrojarse sin más en sus brazos. Pero un minuto después casi estaba convencido de lo contrario. Era imposible que Stulpanz no hubiera intentado entrar en contacto con una chica tan atractiva. Quedó fascinado apenas verla. No, no había razón para que pospusiera su llamada. Y en cuanto a la carta de ella, a los sentimientos que expresaba, a la antigua lengua rusa, etcétera, no impedían en absoluto que corriera hacia Stulpanz; por el contrario, si aquello era verdad, es decir, si su cariño por mí, por la vieja lengua rusa, etcétera, eran tal como los describía en la carta, entonces era evidente que nada más enterarse de la catástrofe (¿le habría dicho realmente aquel animal que yo había muerto?) habría abandonado lo que tuviera entre manos y habría corrido a su encuentro para conocer más detalles. Sí, sí, estuve a punto de gritar de desesperación. Él la ha telefoneado y ella ha acudido a la cita. Más aún con un día tan frío, en que de tanto escuchar esta campaña interminable de la mañana a la noche habrá estado pensando en escritores y en cosas tristes. No debía de haberme despegado hoy de Stulpanz, pensé.
Estaba muy cansado. Después de deambular una buena media hora más del pasillo a la habitación y de la habitación al pasillo, decidí salir a la calle para sosegarme.
Nevaba. En torno a las farolas eléctricas, el viento helado trazaba con los copos de nieve pequeños caos dantescos. Subí al trolebús y bajé en la plaza Pushkin. Bajo la nieve la calle Gorki era hermosa. Caminé hasta el café de los Artistas y decidí cenar allí. Que se vayan los dos al diablo, me dije, súbitamente aliviado. La nieve, el viento, la calle con su vestimenta de invierno, habían filtrado mi sobrecarga de sentimiento. En realidad, todo era mucho más sencillo. Ellos estaban aquí, en su país, podían casarse, tener hijos, mientras yo estaba de paso. Me pareció que la expresión «de paso» llevaba en su interior aquella esponja balsámica invernal que hube de atravesar para llegar hasta allí. «De paso», me repetí, y la palabra vremenji , provisional , se confundió en mi mente con el nombre de Vukmanoviç Tempo. Al diablo todos, pensé. Pedí otro vaso más de vino y poco después, de excelente humor, salí y me encaminé a la parada del trolebús.
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