A medida que entraban, todos accionaban el interruptor de la luz y, volviendo sucesivamente la cabeza hacia las lámparas y hacia el estrado, murmuraban algo sobre la corriente eléctrica. Ladoshikov hizo lo mismo, tras lo cual se dejó caer en su asiento y abrió el periódico. Vot podlets, qué canalla , dijo por fin. Entre el periódico desplegado y su cara se estableció de pronto una relación sorprendente: los títulos de los artículos y sus cejas, los subtítulos y sus labios, incluso las letras y sus dientes se fundieron en un todo armonioso.
El profesor había iniciado la lección. Aunque eran las nueve y media, la sala aún estaba en penumbra. La luz del día apenas llegaba hasta la reproducción del cuadro de Repin situado en la pared frente a las ventanas. Era un cuadro del que nunca había leído el pie, con unas caras rígidas de consejeros de Estado, o miembros del consejo de redacción de una revista que no salía jamás, o de un consejo de guerra que no había hecho ni haría nunca guerra alguna, un cuadro que tenía la virtud de hundir aún más el estado de ánimo siempre que éste decaía.
– ¿Qué es lo que te ha pasado?- me dijo en el descanso Anteo-. ¿Qué es ese arañazo que tienes en la frente?
Me llevé la mano a la cabeza y noté efectivamente un ligero dolor.
La verdad es que no lo sabía. Puede que me hubiera arañado con la reja del ascensor, o que alguien me lo hubiera hecho con las uñas.
– ¿Duró hasta muy tarde la borrachera?
– ¡Uf, no me hables!- exclamé yo.
Él vivía solo, en un apartamento en la calle Nieglinaia y aún no sabía nada de lo sucedido.
– ¿Te has enterado de lo de Pasternak?
Asentí con un gesto. En sus ojos inteligentes había un centelleo de ironía.
Poco a poco se fueron reuniendo todos. Pálidos, con el rostro ceniciento, algunos color cobalto, con las mejillas acrecentadas en detrimento de las cuencas de los ojos, o al contrario, con las cuencas de los ojos ensanchadas invadiendo el rostro como una erosión. Entraban en el pasillo y se quitaban los pesados abrigos sin que a ninguno le faltara el periódico en la mano. Resultaba asombroso que sus ojos, en el estado en que se hallaban, conservaran la facultad de leer ni siquiera los grandes titulares. Pensé que a cualquier persona normal se le revolvería el estómago con sólo toparse con ellos de pronto. Daba la impresión de que durante su atormentado sueño se hubieran arrancado los ojos, los hubieran dejado sobre las ropas amontonadas y por la mañana, al levantarse aturdidos, los hubieran recuperado a tientas entre el desorden para plantárselos precipitadamente en la frente, la mayoría atravesados, y así hubieran corrido hacia el Instituto.
La siguiente lección era de historia de la pintura y mientras entrábamos, la profesora se me acercó y me sonrió con frialdad.
– Su argumento era maravilloso- dijo.
– ¿Qué argumento?-dije casi aterrado. -No sé nada de ningún argumento.
Ella continuaba sonriendo.
– Un ejército vivo mandado por los fantasmas de un general y un cura muertos- continuó ella. -Es un magnífico hallazgo.
– No es exactamente así- murmuré yo, aunque no me apetecía hacerle mayores aclaraciones. -Creo que es al contrario. Un ejército muerto, mandado por un cura y un general vivos.
– ¿Ah, sí?- exclamó ella y ladeó la cabeza, mientras yo pensaba: ¿cuándo diablos le he contado yo eso? No me acuerdo de nada. -Tanto mejor- prosiguió. -De ese modo lo encuentro aún más bello. ¿Se ha enterado de lo de Pasternak?
– Sí.
Ella inició su lección, pero nadie la escuchaba. Todos tenían la mente en alguna otra parte.
Al siguiente descanso la mayoría salió afuera. El patio estaba lleno de gente y más animado que de costumbre. Todos, estudiantes de los primeros cursos, profesores, aspirantes, estudiantes de los cursos superiores llevaban en la mano, desplegado o doblado después de haberlo leído, la Literaturnaia Gazeta . Algunos leían el Pravda y el Izvestia y en todos aparecía en portada lo mismo: la denuncia de Pasternak. Incluso el diario económico, que uno de los Shota había conseguido sabe Dios dónde, dedicaba también su primera página a denigrar a Pasternak.
Todos hablaban del asunto, algunos con brutalidad, otros con temor. El premio Nobel, ¡oh! ¡aparta, la peste! El mal procedía de Escandinavia. Pero si Sholojov va todos los años a Suecia para recordarles a los académicos que existe, decía alguien a mi espalda. Calla, le dijo su interlocutor. No seas bocazas. ¿Qué premio es el Nobel ese?, le preguntaba Taburojov a una de las Vírgenes de Bielorrusia. Creo haber oído hablar de él. Es un regalo envenenado de la burguesía internacional, le explicó ella. ¿Y la vieja hiena, Ehremburg, qué dice?, murmuró a mi espalda Maskiavicius, que parecía ir en busca de alguien con quien hablar. Yo lo eludí discretamente pero él, tras cambiar dos o tres frases con unas caras medio desconocidas, se pegó al chino Ping.
– ¿Qué piensas tú de Pasternak?
«Que se abran cien flores y compitan cien escuelas» lo miró con gesto desconcertado.
Maskiavicius le hizo dos o tres preguntas más, pero no había modo de que el chino abriera la boca. Entonces el otro le lanzó un insulto a su madre, que al parecer el chino no comprendió bien pues, en cuanto Maskiavicius le dio la espalda, sacó su pequeño diccionario de bolsillo y se puso a hojearlo, como solía hacer siempre que oía algo que no comprendía.
Alguien llevaba un transistor encendido y el locutor continuaba hablando de Pasternak.
– Por lo que se ve, la campaña se extiende a toda la Unión Soviética – le dije a Anteo.
– Todo parece un poco comedia- dijo él.
– ¿Por qué?
Miró a derecha e izquierda y después, bajando la voz, me susurró.
– ¿Recuerdas esa balada de Goethe en que alguien invoca a los espíritus para que le ayuden a coger agua y después no sabe cómo deshacerse de ellos?
– ¿Quieres decir que Pasternak es un espíritu de esa clase?
– No sólo él- dijo Anteo. -Hace unos años se apeló a muchos semejantes; no se les pedía más que tomar parte en la campaña contra Stalin.
Yo lo escuchaba con atención.
– Pues no escatimaron su participación- dije. -Así es. Aquéllos trabajaron bien, pero los fantasmas no dejan de ser fantasmas y no se los puede mantener largo tiempo en casa. ¿No es verdad?
Asentí.
– De modo que ahora quieren quitárselos de encima- continuó el griego. -¿Comprendes?
– Comprendo- le dije. -Dame un cigarrillo. Así que los fantasmas han sido traicionados.
– Justamente- asintió tendiéndome el cigarrillo. -Hace tres años que se publicó en Occidente Doctor Zivago y éstos ni siquiera lo mencionaron. Ahora le han concedido el Nobel y se ven obligados a tomar posición.
– Yo he leído unas cuantas páginas por casualidad- dije.
– ¿De verdad?¿Y cómo es eso?
– Unas hojas mecanografiadas. Las encontré en un apartamento vacío. Pero no sabía de qué se trataba.
– No se lo digas a nadie. Puedes meterte en un lío sin ton ni son.
– ¿Y qué van a hacer ahora con Pasternak?- preguntó alguien.
– Vete a saber. Puede que lo deporten.
– ¿Cómo?
– Digo que puede que lo deporten. ¿No te acuerdas de Ovidio, el romano? Lo deportaron a Rumania.
– Calla, estúpido.
– ¿De verdad crees que pueden hacer eso?- le pregunté a Anteo.
– No me extrañaría.
– A Rumania- continuaba alguien a espaldas nuestras, -como Ovidio…
– Parece que allí continúan las discusiones- dijo el griego. -Unas discusiones un poco extrañas…, aunque no sé nada concreto.
– No temas, no te voy a preguntar.
El mal procede de Rumania, pensé al borde de la somnolencia. No había sido casual que la noche anterior se me apareciera la columna de Trajano. Aún tenía la cabeza dolorida por los cascos de los caballos de los contendientes romanos y dacios.
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