Ismaíl Kadaré - El Ocaso De Los Dioses De La Estepa

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El Ocaso De Los Dioses De La Estepa: краткое содержание, описание и аннотация

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Titulo fundamental dentro de la obra de Ismael Kadaré (1936), El ocaso de los dioses de la estepa (1978)- cuya versión definitiva, publicada en 1998 tras la caída del régimen comunista en Albania es la que ahora se ofrece- se nutre de las experiencias del autor, tanto personales como literarias, en sus estancia juvenil en la Unión Soviética. Si bien pueden rastrearse ya en ella algunos de los motivos que son recurrentes en su obra -como la confrontación de los mitos eslavos y albaneses o las relaciones entre el poder y la literatura-, la novela constituye una acerba y corrosiva crítica de los principios que dieron forma al yermo “realismo socialista”, así como de la mediocridad y la insania del régimen soviético contra los grandes escritores, personificados aquí en Boris Pasternak, cuya novela Doctor Zhivago forma parte de la trama misma de la narración.

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CAPITULO IV

"Doctor… doctor…; ayúdeme… estoy muy mal…; ¡ah!… doctor Zivago… doctor Zivago… miserable…"

Qué ocurre, me dije entre sueños acurrucándome un instante más bajo el cobertor. ¿Quién llama al médico de ese modo y cómo ha podido entrar en mi habitación? Tenía la mente turbia después de la noche pasada y me era imposible comprender nada. Alguien se encontraba mal, sin duda por la borrachera de la víspera, quizá Stulpanz, puede que alguno del grupo de Kara-Kum, y reclamaba el auxilio del médico. Que se vaya al diablo, me dije; yo no soy médico ni hay razón para que me llamen por el ojo de la cerradura. Me tapé los oídos con el extremo del embozo e intenté volver a dormir, pero fue imposible. Aquel lamento sofocado, «doctor, doctor» se oyó de nuevo. La voz llegaba a duras penas hasta mi cerebro. Alguien continuaba reclamando ayuda, gemía, lanzaba sordas amenazas. Vete al diablo, volví a repetir; has estado bebiendo como un cerdo toda la noche y ahora pides ayuda. Hundí la cabeza entre los almohadones y me esforcé por conciliar el sueño. Sentía cómo la voz me seguía llamando, uniforme, insistente. De dónde ha sacado que soy doctor, pensé adormilado. Doctor… doctor… Basta, dije para mí, sólo esto me faltaba después de lo de anoche. Me despojé del cobertor maquinalmente y presté atención. Era una voz extraña que al cabo de unos segundos pareció adquirir nitidez y sacudirse los zumbidos parásitos que poco antes la acompañaban en mi conciencia adormecida, para sonar a continuación de forma distinta, desnuda, severa, inhumana: «…la burguesía, en aras de sus propios objetivos, esta infame obra antisoviética. La novela Doctor Zivago , de Boris Pasternak, es expresión de…»

Sacudí una vez más la cabeza y sólo entonces comprendí que me había dejado la radio encendida toda la noche. Cambié de postura para oír mejor, pero mis ideas continuaban siendo confusas. El locutor hablaba con tono irritado acerca de un cierto doctor, de una cierta novela sobre un doctor. Doctor Zivago, doctor Zivago. ¿Dónde habría oído yo ese nombre? Ah, espera, en el apartamento abandonado: naturaleza muerta con lata de conserva y manuscrito. Probablemente era aquel manuscrito sobre el que el locutor derramaba incesantes maldiciones. Por un instante sentí deseos de reír: unas cuantas hojas escritas a máquina junto a una botella vacía de vodka… ¿Acaso merecía la pena que Radio Moscú se ocupara del caso tan de mañana?

«…esta rastrera provocación de la burguesía internacional. La concesión del premio Nobel a esta novela reaccionaria…».

Fiu, dejé escapar un silbido. De modo que el asunto es serio. Y volví a sacudir la cabeza. Una novela titulada Doctor Zivago había obtenido el premio Nobel. Era una mala novela, muy mala, extraordinariamente mala.

Con la cabeza medio cubierta por el almohadón escuché lo que decía la radio. La mañana era sombría. Por las ventanas de doble cristalera penetraba una iluminación cenicienta, que apenas envolvía los objetos de la habitación. Todo era lúgubre, gris, a excepción del rectángulo débilmente iluminado de la radio, de donde procedían palabras igualmente sombrías, semicongeladas… los pueblos soviéticos… indignados… calumnias… despreciables calumnias… esta novela contrarrevolucionaria… la maravillosa realidad soviética… arroja barro…

¿Podrían verdaderamente contener tanta abominación aquellas hojas junto a la botella y la lata vacías? Las había tenido en mis manos sin sospecharlo. Espera un momento, me dije poco después. ¿De quién era la obra? Me parecía haber oído el nombre de Boris Pasternak. Agucé el oído nuevamente y presté atención. Era en efecto él, Boris Pasternak. Su nombre se mencionaba dos o tres veces cada diez segundos. Qué extraño. No hacía dos meses que había visto a Pasternak durante uno de nuestros paseos a Peredielkino. Íbamos caminando fuera ya de la población, cuando Maskiavicius dijo: ésa es la dacha de Pasternak. Era una gran villa de dos plantas con amplias cristaleras en la superior. ¡Ahí lo tienes!, me dijo Maskiavicius poco más tarde, señalando el terreno baldío frente a la casa. Lleno de curiosidad me detuve junto a la verja. Había oído su nombre con frecuencia durante las horas de apertura de los corazones, a algunos con admiración, a otros con odio, y ahora me sorprendía verlo a unos cuantos pasos, cavando la tierra frente a su dacha. Con un simple casquete en la cabeza, con botas y sus firmes quijadas, tenía más que nada el aspecto de un vicepresidente de koljoz. «…Adoptando así el papel de agente de la burguesía internacional, Boris Pasternak…».

El premio Nobel y las mangas arremangadas de aquella camisa, comprada sin duda en la tienda del koljoz más próximo, eran difícilmente compatibles.

Me levanté, me vestí y salí al pasillo. En la penumbra distinguí algunas siluetas de personas que, debido a la hinchazón de sus ojos, apenas resultaban reconocibles y apenas podían reconocerme. Eran casi las ocho y media, pero la mayoría dormía aún. Se me ocurrió ir al apartamento vacío para ver aquel… manuscrito maldito, pero enseguida cambié de idea. ¿Qué necesidad tenía de mezclarme en una historia con la KGB, con mayor razón ahora que tenía la certeza de que tía Katia tenía instrucciones de pedirle la documentación a todo el que me visitara? En los lavabos colectivos que utilizábamos por las mañanas no había nadie. Las mujeres de la limpieza ya habían fregado los vómitos y todo aparecía frío y reluciente. Me contemplé un instante en el espejo. Tenía unas enormes ojeras, el ojo derecho más enrojecido a causa de lo que parecía una hemorragia interna y la cara de un tono terroso. Si me viera Lida pensaría que estoy realmente muerto…, me dije y al instante sentí un pinchazo en el pecho: Lida en el ascensor… la columna de Trajano… la entrega de su número de teléfono a Stulpanz… Qué idiota, me dije a mí mismo. Cómo has podido hacer eso, idiota.

Mientras atravesaba la plaza Pushkin camino del Instituto, observé que la gente que hacía cola en la taquilla del Cinema Central leía los periódicos con particular fruición. Al parecer la prensa también había iniciado su campaña.

Soplaba un viento frío que tenía algo de ciego y de ingrato. Atravesé rápidamente el cruce de la calle Gorki, compré unas aspirinas en la farmacia de enfrente y me apresuré junto a la verja del jardín del Instituto para llegar a tiempo a clase.

El profesor acababa de entrar. Empujé la puerta suavemente y entré en el aula que me pareció casi vacía. La mañana era muy oscura y me pregunté por qué no habrían encendido las luces. Quizá no hubiera corriente eléctrica. Después de tomar asiento divisé dos siluetas junto a las ventanas y otra más en un rincón que me pareció Shoguenchukov.

El profesor consultó el reloj, se lo acercó a los ojos para leer mejor la hora, después miró dubitativamente en torno como preguntando: ¿qué es lo que sucede? Encima de su cartera se veía el periódico de la mañana con el gran titular en negro sobre Pasternak.

Reconocí entonces a una de las dos siluetas de la ventana. Era Anteo. El del rincón era realmente Shoguenchukov. Nunca faltaba a las primeras clases; era, según él mismo declaraba, una costumbre adquirida durante su período de primer ministro, cuando convocaba las reuniones del Gobierno a las siete de la mañana. Permanecía ahora acurrucado en un rincón, como si estuviera congelado.

Se abrió la puerta y entraron las Vírgenes de Bielorrusia e inmediatamente Yuri Goncharov. Todos llevaban en la mano la Literaturnaia Gazeta . Después se dibujó en el umbral la figura completa, solemnemente sombría de Ladonshikov.

– Buenos días, camaradas- dijo con entonación peculiar, mezcla de susurro, desvelo por la causa común, mortificación fúnebre, amenaza, nostalgia administrativa y crujir de dientes.

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