Lo primero que atrajo mi atención una vez en la residencia fue la luz en la habitación de Stulpanz. Sentí una punzada en el pecho. Ya no contaba con la ayuda del espacio cubierto de nieve y creí que estaba a punto de desmayarme. Apresuré el paso y empujé la puerta sin llamar. Estaba fumando.
– Qué- lo interpelé, esforzándome por mantener el ritmo normal de la respiración -¿dónde estabas?
En su amplio rostro nórdico se dibujó una sonrisa donde se mezclaban la culpabilidad y el asombro. Era la primera vez que irrumpía así en su habitación, farfullando «Qué ¿dónde estabas?»
– ¿Qué? – insistí.
– ¿Cómo?
– ¿Dónde has estado?
Me miraba con sus ojos transparentes, que parecían sentirse estrechos entre sus pómulos.
– Pues allí- dijo por fin. -Con ella.
– ¿Con Lida?
Asintió con la cabeza sin apartar su mirada de mí.
Algo se quebró muy quedamente en mi interior, entre un sordo silencio. De modo que sí, me dije. Sentí un inmenso vacío. Las ideas y las palabras me abandonaron. No me quedaban más que jirones del habla, unos hum, ah, sí, por tanto, etcétera. Recordaba que siempre que había experimentado una conmoción de aquella naturaleza, las palabras huían de mí, como huye la vegetación de los terrenos áridos, y apenas podía pronunciar unas cuantas sílabas, como si éstas, únicamente éstas, fueran capaces de soportar el empeoramiento repentino de mi estado de ánimo.
– Pero si tú mismo me… dijiste- balbuceó. -Sin duda quería decir, pero si tú mismo me la traspasaste, mas le debió parecer un poco fuerte o quizá vulgar.
Completamente vacío, yo miraba un cuadro en la pared. Era un paisaje que conocía: el castillo medieval letón de Sigurd. Había estado allí el año anterior.
– ¿No me lo dijiste tú mismo?- repitió.
– Sí- respondí, -claro que sí.
– Ya veo que ahora te arrepientes- dijo. -Pero, si quieres…
– ¿Qué?
Sentía que mi voz se apagaba a pesar de mis esfuerzos por tragar saliva con el fin de devolverla a su condición normal.
– Si tú quieres… aunque aquel asunto ya se acabó… se fue al diablo.
No entendía nada. ¿Qué asunto se había ido al diablo?¿Acaso todo era ya irreparable?
– ¿Le has dicho que he muerto?
Tragó saliva.
– Algo parecido.
– Te creía más caritativo- dije. -Ahora que sabía la verdad, sentía que recuperaba la facultad del habla. -Más piadoso- repetí. -Pero tú enseguida me condenas a la pena capital.
Me esforcé en pronunciar las últimas palabras esbozando una sonrisa.
– ¡Pero si tú mismo me lo pediste!- insistió. -Hasta precisaste que debía ser en un accidente de avión, ¿es que no te acuerdas?
– ¡Esto es el colmo!- repuse. -¡Pero estaba bebido! ¿Es que no lo viste?
– ¿Y yo?¿Es que yo no había bebido?- gritó.
Ahora todo ha terminado, pensé. Ahora que ella me cree muerto, todo ha terminado de verdad.
– ¡Al menos podías no haberme matado del todo!-insistí con una vaga esperanza todavía. A fin de cuentas, poco antes, cuando yo le había preguntado: «¿Le has dicho que he muerto?», él me había respondido: «Algo parecido.» -Podías haberle dicho que estaba herido.
Pero esta vez Stulpanz se enfadó.
– Eres desconcertante- gritó. -Fuiste tú quien me metió en este lío. Yo no había hecho jamás en mi vida cosas parecidas. Me veo a mí mismo como una especie de Escamocho de Almas muertas . Y no la habría llamado, si no fuera porque esa chica me gusta tanto, tanto… ¿Cómo dicen en ruso para expresar el superlativo absoluto?
– Con locura.
– Exacto, locamente; justo, eso.
Guardamos silencio unos segundos.
Observaba el viejo castillo letón en la pared e intentaba recordar algo del verano anterior, durante mi estancia en la patria de Stulpanz, pero aquel verano estaba ya demasiado lejos.
– Está bien- dije cansado. -¿Pero qué hizo ella?
El comprobó que me había calmado y sonrió vagamente, sin mirarme.
– ¡Hum!- dijo. -Le afectó mucho.
Miraba al suelo y yo no le quitaba ojo.
– Sí, le afectó mucho- repitió: -locamente.
Estar apenado, sentir piedad por alguien en ruso antiguo, pensé.
– Hasta lloró- dijo Stulpanz. -Se le saltaron las lágrimas dos o tres veces.
Aspiré profundamente, esforzándome después por expulsar el aire sin hacer ruido, para que Stulpanz no creyera que suspiraba. Sentía un desconcertante alivio. Quizá fuera mejor así. Quizá, si esto no hubiera sucedido, no se habría presentado nunca la oportunidad de que ella llorara un poco por mí. Sentí de pronto una vaga tibieza en el pecho. Sentí que mis costillas se reblandecían, se deformaban como en una pintura surrealista. Un día tú llorarás por mí… La sola idea, dos días antes, me hubiera hecho reír a carcajadas. Sin embargo, hoy no me provocaba la menor risa. Al parecer hacía tiempo que tenía inconscientemente el anhelo de que alguien derramara unas lágrimas por mí. Esta sed de lágrimas había resultado ser tan secreta como tremenda, más acuciante que la sed de los beduinos en el desierto de Arabia. Aquellos dos últimos años de mi vida había salido con las muchachas con una especie de despreocupación brutal, había estado con ellas en teatros, cafés, trenes de cercanías, nos habíamos dicho infinidad de cosas, habíamos reído, hecho el amor sin decirnos «te amo», porque nos avergonzaba pronunciar unas palabras que nos parecían un juego viejo. Y así, durante ese peregrinaje por el desierto, poco a poco, sin percatarme, pero de manera implacable, se había ido apoderando de mí la sed de unas cuantas lágrimas. Por fin se habían derramado. Había sido necesaria la intervención de la muerte para que apareciera el escaso licor transparente.
– Eres de verdad desconcertante- dijo Stulpanz.
De modo que ella prefería los muertos a los vivos. Las palabras de consuelo no habían sido vanas.
– Eres de verdad desconcertante- volvió a repetir. -Al principio, cuando entraste, parecías una nube negra, y ahora estás a punto de echarte a reír. ¿Sabes que los cambios repentinos de estado de ánimo son uno de los primeros síntomas de la locura?
Yo continuaba mirándolo a los ojos.
– Pues sí, es bien probable que esté loco, ya que hice lo que hice- le respondí.
La mañana del siguiente día fue igual de sombría; como todas las de aquella semana. Apenas incorporado en el lecho, mi mano se dirigió por sí sola al interruptor de la radio. La campana proseguía. Los insultos eran los mismos, pero el tono del locutor era más grave. Se presentía que la campaña iba a iniciar aquel día una nueva fase. Sin duda todo estaba calculado con la mayor precisión. La gigantesca maquinaria de la propaganda estatal trabajaba sin descanso.
En el Instituto Gorki reinaba una animación poco frecuente. Las huellas de la borrachera del domingo, inflamaciones, enrojecimientos y ennegrecimientos habían desaparecido ya de los rostros de todos, que no mostraban ahora más que una severidad funesta.
Acabada la segunda lección, habían pegado en todos los pasillos un cartel que anunciaba la celebración de una importante asamblea por la tarde. Se corrió la voz de que asistirían los más notables escritores de la Unión Soviética; se habló incluso de la probable presencia de los presidentes de las Uniones de Escritores de las democracias populares que, según se decía, habían sido convocados con urgencia a Moscú.
Entretanto, en todo el Instituto proseguía el envío de declaraciones a la prensa, la radio y la TV Taburokov había remitido declaraciones a catorce periódicos y revistas, en una de las cuales calificaba a Pasternak de enemigo de los pueblos árabes. En la segunda jornada de la campaña, ciento diecinueve periódicos diarios y setenta y cuatro revistas habían publicado editoriales, artículos, declaraciones y reportajes contra Pasternak. Se esperaba la aparición del resto de los órganos semanales, quincenales, más tarde de las revistas mensuales, bimestrales, la prensa científica, las revistas trimestrales, los manuales bilingües, etcétera.
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