– ¿Desde dónde saltó? -le preguntó a Michael.
Éste le indicó el lugar con un gesto de la cabeza.
– Desde lo alto de ese blasón. Ya estaba allí subido cuando yo llegué. Estuve hablando con él. Le pedí que bajase, pero no he podido hacer nada.
Víctor miró una vez más hacia el cuerpo que yacía abajo.
– ¿Estaba de pie en lo alto de ese blasón? ¿Y cómo es posible que haya saltado toda esa distancia hasta allí? Venga, Michael, por lo menos hay…
– ¿Sí? -le interrumpió Michael.
Y miró fijamente, con intención, a Víctor; y después, sin mover los labios, le susurró: «Más tarde»; intentaba hacerle ver que no quería hablar de lo que le había ocurrido al doctor Moorpath delante de aquellos dos guardias de seguridad.
– Oh -dijo Víctor a la vez que volvía a mirar hacia el suelo-. Ya sé lo que quieres decir.
Dos sanitarios, que desde allí arriba parecían tener el tamaño de dos muñecos, hacían rodar apresuradamente una camilla hacia el lugar donde había caído el doctor Moorpath. Los guardias les dijeron a Michael y a Victor:
– Vosotros dos, muchachotes, venga. La policía querrá hablar con vosotros.
– Escuche, amigo -les dijo Victor-. Usted no tiene por qué llamarnos muchachotes. Usted nos llama «señor» a mi amigo y «doctor» a mí.
El guardia de seguridad dejó escapar un prolongado suspiro, como si en realidad aquello le importase una mierda.
– Venga, entonces, doctor y señor. Los polis están esperando para hablar con vosotros dos, muchachotes, ahí abajo.
Michael acababa de terminar de hacer fotocopias de las fotografías del asesinato de Joe Garboden cuando la puerta de su oficina se abrió sin previo aviso. Metió la última de las fotografías en su correspondiente sobre y apagó la fotocopiadora. Vio con sorpresa que se trataba de Edgar Bedford, el gran anciano de Plymouth Insurance. Edgar Bedford era un hombre macizo, con cuello de toro, y lucía un pelo blanco y crespo. Tenía una cabeza grande y noble, pero el rostro se le había estropeado por unas manchas de colores blanco y carmesí, que a Michael siempre le recordaban el picadillo de carne de vaca enlatada. Demasiado sol, demasiadas quemaduras en la piel, demasiados martinis de gran tamaño.
Llevaba puesto un esmoquin y pajarita negra, y olía a loción para después del afeitado, una fragancia para jóvenes que desentonaba con su aspecto. Asomó la cabeza por la puerta y miró a un lado y a otro; luego esbozó la sonrisa de un hombre que no tiene necesidad alguna de congraciarse con nadie.
– Ah, Rearden -dijo. La voz le sonaba espesa y extrañamente borrosa, como una grabación mal hecha-. Te has quedado a trabajar hasta tarde.
– Sí, señor. He estado acabando la investigación O'Brien, señor.
– Bueno… es un asunto realmente triste, se mire por donde se mire. -Edgar Bedford se situó en el centro de la habitación y comenzó a examinar detenidamente algunas de las notas recordatorias que estaban clavadas en la pared-. Y lo que más siento de todo esto es haber perdido a Joe.
– ¿Se ha enterado usted de lo del doctor Moorpath? -le preguntó Michael intentando que su voz no pareciera provocativa.
Edgar Bedford asintió.
– Yo conocía a Raymond desde hacía veinticinco años. Solíamos jugar al golf juntos. Ha sido una verdadera lástima.
Michael se encogió de hombros y dijo:
– Últimamente estaba sometido a bastante presión, al menos eso es lo que he oído decir. (Contemplaba -con los ojos de la mente- a Raymond Moorpath dando vueltas y ardiendo en el aire, y gritando de dolor.)
Edgar Bedford se volvió hacia Michael y lo miró fijamente con ojos acuosos.
– Sí -dijo al cabo-. Eso me han dicho a mí también. Tú… er… ¿terminarás lo de O'Brien y lo dejarás sobre mi mesa en cuanto te sea posible?
– Me preguntaba si querría usted que me quedase -le preguntó Michael. Edgar Bedford lo miró con el ceño fruncido, como si no comprendiera bien a qué podía referirse Michael con aquello de «quedarse». Éste respiró profundamente y luego añadió-: Ahora que el asunto de O'Brien ya ha terminado, quizás pueda usted encomendarme otra cosa.
– Ah -exclamó Edgar Bedford-. Ése es uno de los motivos por los que quería hablar contigo.
– Bueno, estupendo… Estoy listo para encargarme de otro caso. Creo que, prácticamente, ya he logrado superar mis dificultades sicológicas.
Edgar Bedford no parecía estar escuchándole. Miró a su alrededor hasta que encontró una silla de mecanógrafa, que arrastró al centro de la habitación. Se sentó en ella, cruzó los brazos y miró a Michael con una expresión que éste no había visto nunca en la cara de nadie. Su rostro reflejaba desprecio y posesión, pero también ansiedad, como si no le tuviera el menor respeto y a la vez le preocupase que Michael pudiera perturbar el equilibrio perfectamente orquestado de la vida de los Bedford.
– Voy a decirte una cosa, Michael. Mi familia ha desempeñado un papel predominante en la sociedad de Boston durante casi cien años.
– Ya lo sé, señor.
– ¿Sabes cómo lo hicimos? ¿Sabes cómo conseguimos adquirir tanta influencia?
– No, señor; pero estoy seguro de que usted va a explicármelo.
– Adquirimos esa influencia haciendo los amigos adecuados. Así es cómo lo hicimos. Nos comportábamos bien con las personas que podían sernos útiles y éramos implacables con aquellas personas que querían hundirnos. -Michael asintió, como si comprendiera perfectamente a qué venía aquella lección. Edgar Bedford guardó silencio durante unos instantes y luego dijo-: No soy tonto, Rearden, aunque tú creas que sí. A tu manera también eres uno de nosotros, y eso te convierte en afortunado. Pero ello no quiere decir que seas invulnerable… o que puedas hacer lo que te dé la gana y meter la nariz en asuntos que no te conciernen. Así que te lo digo ahora: da carpetazo de una vez al informe O'Brien, muerte accidental, satisface a los reaseguradores y puede que reconsidere lo de conservarte en la compañía.
Michael se encontraba de pie ante Edgar Bedford, y tenía las fotografías del asesinato de Joe escondidas detrás de la espalda.
– Muy bien, señor Bedford -dijo.
Y Edgar Bedford lo miró fijamente con ojos acuosos, desvaídos, y a Michael le pareció que el suelo estaba abriéndose justo debajo de sus pies, pero se negó a mirar, se negó a caer.
Hubiera notado Edgar Bedford el momento de aprensión de Michael o no, el caso es que se levantó, apartó la silla de mecanógrafa e intentó sonreír.
– Es el hecho de hacer amistades, Rearden, lo que mueve el mundo. Estoy impaciente por leer tu informe sobre el caso O'Brien. Por cierto, el funeral de Joe es el sábado a las once de la mañana en el Crematorio Wakefield. Es raro ¿verdad?, nunca había pensado que fuera un hombre que quisiera que lo incinerasen. ¿Y tú? Bueno, supongo que nos veremos allí.
Cuando Edgar Bedford se hubo marchado, Michael se quedó de pie durante dos o tres minutos en la sala de fotocopias, iluminada por la luz del crepúsculo, y estuvo pensando en Raymond Moorpath, en cómo trepaba por el aire. «Así es cómo lo hicimos -le acababa de decir Edgar Bedford-. Haciendo los amigos adecuados.»
Llamó por teléfono a Patsy. No le contó lo de Raymond Moorpath. A ella ya estaban resultándole bastante difíciles las cosas tal como eran, con las prolongadas ausencias de Michael, el asesinato de Joe y el doctor Rice herido (todavía no le había dicho que también estaba muerto). Y, por si fuera poco, los informativos de televisión estaban cebándose en los disturbios raciales de Boston, y en cada boletín de noticias mostraban imágenes filmadas de tiroteos, emboscadas, edificios en llamas y niños aterrorizados que corrían para salvar la vida.
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