– Puesto que sabes tanto al respecto, ¿por qué me lo preguntas? -le dijo el doctor Moorpath-. ¿Por qué no vas directamente a ver a Edgar Bedford o al jefe de policía Hudson? ¿Por qué no vas directamente a la oficina del fiscal del distrito, o a ver a su señoría el alcalde? Habla con el Globe, o con el Herald, o con las emisoras de televisión.
Michael esperaba que el doctor Moorpath dijera algo más, pero no fue así. En vez de ello permaneció en equilibrio sobre aquellos quince centímetros de piedra arenisca, con los brazos en cruz, como una gruesa torre de ajedrez negra.
Pero lo que el doctor Moorpath le había dado a entender era ya suficientemente espantoso. Con una terrible sensación de frialdad, Michael se dio cuenta de que no serviría absolutamente de nada hablar con Edgar Bedford acerca del «señor Hillary» y de los hombres de cara blanca; ni con el jefe de policía, ni con el fiscal del distrito, ni con el alcalde, ni con los medios de comunicación.
En realidad, si trataba de llegar más lejos en la investigación del asesinato de John O'Brien entonces, probablemente estaría poniéndose a sí mismo en lo que Plymouth Insurance solía denominar «una posición calculada y premeditada de extremo peligro». En otras palabras, sus oportunidades de supervivencia serían tan reducidas que nadie querría acceder a hacerle un seguro.
Lo que el doctor Moorpath estaba diciéndole era que Joe Garboden había estado acertado en sus suposiciones, y que aquellos hombres de cara blanca tenían una influencia que iba mucho más allá de lo imaginable. Ellos susurraban al oído de todas las personas importantes, recompensaban a quienes merecían su aprobación, y eran capaces de cualquier cosa para librarse de aquellos que los disgustaban.
– Raymond -le rogó Michael-, tiene usted que decirme quiénes son esos hombres.
El doctor Moorpath hizo un ligero gesto de negación con la cabeza.
– No. Yo no voy a hacerlo, Michael. Y, créeme, será mejor para ti que no lo sepas.
– ¿No va a bajar de ahí?
– ¿Para qué?
– Nadie va a hacerle daño, Raymond. Y si es cierto lo que dice de la oficina del fiscal del distrito, ni siquiera van a procesarlo, ¿no es cierto?
– No he hecho lo que me dijeron que hiciera -le confesó el doctor Moorpath-. He interferido.
– ¿Y qué? ¿Qué pueden hacerle?
– ¿Qué te parece lo que le hicieron a Elaine Parker? ¿Y lo que le hicieron a Sissy O'Brien? ¿Y lo que le han hecho a tu amigo Joe Garboden? Créeme, Michael, ahora van a por mí, y es mejor que acabe de este modo, con gran diferencia. -Se acercó cautelosamente un par de centímetros más hacia el borde del blasón. Después levantó la cara hacia el cielo-. Me han enseñado algo que yo no creía posible -continuó diciendo-. Me han mostrado el poder del aura humana en toda su gloria.
– ¿Se refiere a la hipnosis? ¿Es de eso de lo que está hablando, de hipnosis?
– La hipnosis no es más que el comienzo. La hipnosis es sólo el camino para entrar, como el agujero del zócalo por donde se escurren los ratones para descubrir las maravillosas riquezas de la despensa. El aura humana es mágica, infinita, pasmosa… y aquellos que aprenden a utilizarla pueden llegar a dominar hasta la mismísima sustancia de la vida.
El doctor Moorpath estaba ya casi histérico. Michael le tendió una mano con cautela y le dijo:
– Vamos, Raymond… baje de ahí. Quiero que me cuente más cosas, necesito saberlas. Pero, francamente, no puedo hacerlo mientras esté usted ahí tambaleándose al borde.
El doctor Moorpath volvió la cabeza y miró fijamente a Michael por encima del hombro derecho. Tenía una expresión en la cara que ponía los pelos de punta. Los ojos miraban fijamente y tenía los músculos de la mandíbula apretados con tanta fuerza que parecía que iba a hacer explosión desde dentro.
– ¡Mira! -dijo.
Dio un paso fuera del blasón y se puso a caminar. Dio largos pasos por el aire con dificultad… elevándose cada vez más desde el brocal de la azotea, como un hombre que intentase avanzar en medio de una ventisca.
Michael era incapaz de moverse. No podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Pero allí, a unos tres metros de distancia, cada vez más lejos y más arriba, el doctor Moorpath seguía avanzando despacio pero sin pausa e iba alejándose de él… a dieciséis pisos por encima del suelo.
Michael no era capaz de llamarlo, no era capaz ni de hablar. Estaba aterrado y presa de la emoción al mismo tiempo.
El doctor Moorpath no miró hacia atrás, pero arqueó más los hombros. Daba la impresión de que le resultase cada vez más difícil avanzar. Empezó a moverse hacia adelante más lentamente, y una o dos veces se tambaleó. Se encontraba ya a casi diez metros de distancia de las paredes del hospital, y a unos tres metros por encima del nivel de la azotea. Michael vio un destello de luz rosada que zigzagueaba por la espalda del doctor Moorpath, el mismo destello que había visto cuando el doctor Rice lo hipnotizara a él. Su cuerpo etéreo, su aura. Y a medida que el doctor Moorpath luchaba por subir cada vez más alto, el destello se hacía más brillante y más frecuente, hasta que toda aquella voluminosa silueta negra se vio rodeada por deslumbrantes y danzarines estallidos de energía.
Levantó una pierna, y titubeó; luego levantó la otra… y titubeó un poco más.
Delgadas columnas de humo empezaron a salirle por la parte de atrás de la chaqueta.
Levantó la mano izquierda, como si estuviera intentando aferrarse al suelo en una empinada cuesta. Una cegadora luz amarilla le salió violentamente de la manga, y el humo empezó a manarle de las muñecas como si fuera sangre. Levantó la mano derecha y se impulsó un poco más arriba, pero estaba claro que no podría seguir aguantando aquella escalada en el aire durante mucho más tiempo.
Hubo un momento en que quedó colgado en el aire, agarrándose desesperadamente a la nada, mientras de la ropa le salía humo negro. Luego empezó a gritar una y otra vez, y el fuego lo engulló de pies a cabeza. Se oyó un chisporroteo semejante al de los fuegos artificiales, hubo una densa lluvia de chispas, y el doctor Moorpath empezó a dar vueltas y vueltas, con la boca abierta de un modo imposible, sin dejar de rugir por el sufrimiento.
Durante unos instantes, Michael pensó que el doctor Moorpath no llegaría a caer, que seguiría dando vueltas en el aire hasta que el fuego lo consumiera del todo. Algunos fragmentos de ropa quemada cayeron de los hombros del doctor Moorpath y grasa llameante salió escupida de sus pies, que no paraban de patalear. Pero de pronto se hundió de lado y cayó. Michael dio tres rígidos pasos hacia el borde del brocal y lo miró mientras caía dando volteretas, hasta que fue a dar contra el suelo como un saco de ardientes cenizas de barbacoa.
Michael seguía de pie junto al brocal mirando cómo ardía cuando apareció Victor seguido de los guardias de seguridad.
– Jesús -exclamó Victor mirando hacia abajo, a la multitud y las cenizas esparcidas-. ¿Qué demonios ha sucedido?
– Se prendió fuego a sí mismo -le dijo Michael sombríamente-. Saltó. Lo mismo que aquellos estudiantes japoneses que se suicidaban, ¿te acuerdas? Lo dijeron en las noticias.
Victor le puso a Michael una mano en el hombro.
– ¿Tú estás bien?
– Desde luego -repuso Michael, aunque se sentía totalmente vacío, totalmente plano, como si estuviera por última vez en una casa de la que fuera a marcharse para siempre. Sin muebles, sin alfombras, sin teléfono y, sorprendentemente, sin recuerdos.
Victor echó una rápida ojeada hacia abajo, hacia donde se encontraba el humeante cuerpo del doctor Moorpath; luego levantó la mirada hacia el brocal.
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