– Oh, gracias -le dijo Michael.
– Décimo piso -repitió el médico de aspecto heleno-. Eso es recuperación.
– ¿ Recuperación?
– Eso es. Donde van los pacientes para recuperarse después de las intervenciones quirúrgicas importantes.
– No parece lugar para el doctor Moorpath -observó Michael sonriendo-. Creía que a él sólo le interesaban los pacientes que ya no pueden recuperarse.
El médico se echó a reír bruscamente y puso una carpeta de papel manila verde en la mesa del doctor Moorpath.
– Sin embargo… hay un caso muy interesante que todos hemos ido a ver… un hombre que perdió los dos pies, que se amputó accidentalmente. Se los han reimplantado mediante microcirugía, y, desde luego, a todos nos fascina ver cómo transcurre la recuperación. El doctor Ausiello ha sido quien ha dirigido el equipo de cirujanos… es el mejor.
Como si se tratara de una pequeña y bien engrasada rueda de reloj, algo encajó dentro del cerebro de Michael. Era el doctor Rice quien había perdido los pies, era el doctor Rice quien había sido mutilado por los hombres de cara blanca. ¿Y el doctor Moorpath había ido a echar un vistazo? ¿El doctor Moorpath, el mismo que había asumido la responsabilidad del encubrimiento de los asesinatos ocurridos en el helicóptero de John O'Brien?
– Vamos -le indicó con urgencia a Víctor.
– ¿Qué? -le preguntó éste.
– ¡Vamos, eso es todo! ¡Puede que lleguemos demasiado tarde!
El médico se quedó parado, y los miró, muy confuso, mientras ellos salían corriendo hacia los ascensores. Michael apretó el botón de subida y luego estuvieron esperando rato y rato mientras los velocísimos ascensores pasaban de largo, o se detenían solamente los que iban hacia abajo y abrían las puertas mostrando una multitud de enfermeras charlatanas e internos de aspecto urbano. Por fin, al cabo de casi dos minutos de impaciente espera, se detuvo un ascensor que subía, sonó la campanilla y se abrieron las puertas. En su interior sólo había un único médico, ya mayor, que llevaba un traje con chaleco.
– ¿Han ido ustedes alguna vez al Famous Atlantic? -les preguntó sin que viniera a cuento mientras el ascensor subía hasta el décimo piso.
– No puedo decirle que sí -repuso Michael.
– Yo hoy he tomado schrod, y era realmente excelente. Traído directamente del muelle al plato. De la única manera que se puede encontrar pescado más fresco es nadando por el puerto con la boca abierta.
Las puertas del ascensor se abrieron y, antes de que el médico tuviese tiempo de abrir la boca, Michael y Victor ya habían salido. Echaron a correr por el pasillo hasta llegar al mostrador de recepción de la planta. A la luz de una lámpara fluorescente de escritorio, una enfermera rubia de pecho prominente y ataviada con una pequeña y coqueta cofia almidonada se encontraba leyendo el National Enquirer. El titular decía: «Nace un niño con cuatro piernas.» La enfermera levantó la vista y les dirigió una deslumbrante mirada con los ojos muy abiertos.
– ¿El doctor Rice? -le preguntó Michael-. Somos amigos suyos. Amigos íntimos.
– Lo siento -repuso la enfermera-. El doctor Rice no puede recibir visitas en estos momentos, ni siquiera de familiares. Acaba de salir de una importante operación y se encuentra todavía en un estado muy delicado.
– Pero algunos médicos han venido a verlo -insistió Michael.
– Bueno, claro. Los médicos son los médicos.
– Es que yo soy uno de sus pacientes.
– Lo siento, señor. Pero no puede verlo.
– Tengo que verlo. ¡El doctor Moorpath lo ha visto!
– Acabo de decírselo, señor. El doctor Moorpath es médico. Tiene derecho a verlo. No cree usted problemas o tendré que llamar a seguridad.
En aquel momento llegó un recadero con unas flores: irises, margaritas y lirios.
– ¿Rice? -preguntó.
– Habitación 1011 -le dijo la enfermera; y eso era todo lo que Michael necesitaba. Sin decir palabra se alejó corriendo del mostrador de recepción y empezó a avanzar por el pasillo, siguiendo el indicador que rezaba «1000-1020».
«¡Más rápido, por el amor de Dios, más rápido!» Dio la vuelta a la esquina del pasillo precipitadamente y allí estaba la puerta 1011, tan sólo a diez metros de distancia. El motivo por el que pudo ver el número con tanta claridad fue que la puerta se encontraba ligeramente entreabierta.
– ¡Señor! -le decía la enfermera-. ¡Señor! ¡No se puede entrar ahí!
Jadeando, Michael aminoró el paso y continuó caminando, aunque a toda prisa. Pero mientras lo hacía se abrió aún más la puerta de la habitación 1011 y Raymond Moorpath apareció por ella. Llevaba puesta una chaqueta de lana de color oscuro y un jersey de cuello alto del mismo color; el cabello, que solía llevar alisado y muy brillante, lo tenía ahora todo alborotado. Miró a Michael con una mezcla de sorpresa y desagrado.
– Doctor Moorpath -empezó a decir Michael. Pero en un extraño gesto de precaución, el doctor Moorpath se tapó la cara con la mano y echó a andar apresuradamente por el pasillo-. ¡Raymond, por amor de Dios! -le gritó Michael.
Víctor lo alcanzó.
– ¿Qué ha pasado?
– Raymond Moorpath. Ha actuado como un perro que hubiese robado el asado del domingo.
Víctor se asomó a la habitación 1011 y luego se volvió hacia Michael con una grave expresión reflejada en el rostro.
– Más bien como un patólogo que ha acabado con el doctor Rice.
Michael entró en la habitación. Era una de las más sofisticadas habitaciones de recuperación que existían en el Hospital Central de Boston; contaba con todos los equipos de asistencia y recuperación que cualquier persona pueda necesitar. El doctor Rice se encontraba tendido en la cama en el centro de la habitación, con una especie de jaula que le cubría las piernas. Estaba conectado a un gotero nasal y a un monitor que controlaba las constantes vitales. Tenía la cara de un color entre amarillo y gris. El monitor emitía un sonido, una especie de pitido, para avisar de que el pulso, la respiración y la actividad cerebral del doctor Rice habían cesado ya por completo, y de que la presión sanguínea iba descendiendo en picado de manera irremediable.
– Mierda -exclamó Michael. Se dio la vuelta con intención de salir en persecución del doctor Moorpath, pero se topó con dos médicos vestidos de azul, una enfermera y un guardia de seguridad del hospital.
– ¿Qué demonios sucede aquí? -exigió uno de los médicos-. ¿Quiénes son ustedes?
– ¡Víctor! -gritó Michael-. ¡Explícales quiénes somos y qué demonios estamos haciendo aquí!
El médico se echó hacia atrás sobresaltado. Michael le dio un empujón en el pecho con la mano plana, empujó asimismo con el hombro al guardia de seguridad y luego echó a correr por el pasillo tras el doctor Moorpath.
– ¡Alto! -le gritó el guardia de seguridad-. ¡Alto!
Pero Michael ya había llegado a la esquina del pasillo. Hizo una finta hacia la derecha, que a punto estuvo de hacerle tropezar con sus propios pies, y luego salió corriendo a toda velocidad pasillo adelante, jadeando a causa del esfuerzo. Los pies golpeaban con fuerza sobre la moqueta, las puertas vibraban a su paso, y también las luces. Alguien abrió una puerta justo cuando Michael pasaba ante ella y le gritó:
– ¡Eh!
Michael se hizo el razonamiento de que el doctor Moorpath no intentaría llegar al grupo principal de ascensores. Ello habría significado volver sobre sus propios pasos y correr el riesgo de que Víctor y él se hubieran separado con intención de acorralarlo uno por cada dirección.
Fue entonces cuando llegó a las escaleras de emergencia, cuya puerta, provista de un amortiguador neumático, estaba cerrándose justo en aquel momento.
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