Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Entonces, ¿qué supones que pasó? -le preguntó Michael al tiempo que tragaba unas almendras, con las que estuvo a punto de atragantarse.

– Que alguien obligó a Brossard a quemar a Verna y luego les disparó a los dos.

– Pero, ¿por qué? -quiso saber Michael-. ¿Cuál fue el móvil?

– ¿Quién sabe? Tal vez por venganza.

– ¿Venganza? ¿Venganza de qué? Comprendo que alguien le disparase al inspector Brossard por lo que le había hecho al bebé de Latomba. Comprendo también que alguien le disparase a Verna. Un antiguo amante, quizás; o un sureño vengativo. Pero, ¿quién iba a querer matarlos a los dos? ¿Por qué?

– Hay otra cosa que me preocupa -intervino Víctor-. ¿De quién es la sangre que encontramos en la ventana? No había la menor señal de que alguien transportara o arrastrara por la cocina un cuerpo envuelto en sangre, y tampoco se encontraron manchas de sangre en el cuarto de estar, ni en el rellano o en las escaleras. Y, sin embargo, quienquiera que fuese la persona a la que hirió Brossard, debía de tener una herida de bala de considerable importancia, y las posibilidades de restañar el flujo de sangre antes de salir del apartamento son prácticamente nulas.

Thomas expulsó el humo del cigarrillo por la nariz.

– Es muy extraño. Todo este puñetero asunto es condenadamente raro. Si yo no tuviera la seguridad de que es imposible, juraría que estamos viéndonoslas con zombis. La maldición de los muertos vivientes.

– Repíteme eso otra vez -le pidió Michael-. Lo de que fue el inspector Brossard quien quemó a Verna.

– Bueno -dijo Víctor-, tenía la mano izquierda quemada hasta el mismo hueso, y la mayor parte de la carne se había carbonizado. Tenía severamente quemado todo el antebrazo, y la piel se le había encogido y llenado de ampollas por toda la parte superior del brazo y por el hombro. También presentaba quemaduras de segundo grado en la axila y en la parte izquierda del torso, y quemaduras de primer grado en el lado izquierdo de la cara. A juzgar por las marcas entrecruzadas que tenía en la cara, a Verna la habían obligado a la fuerza a ponerse justo encima del quemador de gas, y la habían mantenido allí durante casi un minuto.

Michael se frotó lentamente la nuca. Tenía los músculos agarrotados y los hombros completamente rígidos. Ojalá Thomas no le dirigiera aquellas sonrisas de ánimo. Casi habría preferido que Thomas se hubiese mostrado enfadado con él. Así, por lo menos, habría tenido la sensación de que estaba recibiendo algún castigo por lo que había hecho.

– ¿Te has quemado alguna vez? -le preguntó a Thomas.

Thomas negó con la cabeza. Pero Víctor dijo:

– Ya sé adonde quieres ir a parar. Las quemaduras son increíblemente dolorosas. Son tan dolorosas que las víctimas a menudo suplican que las maten para no sufrir más.

Michael asintió.

– De modo que, ¿cómo lograron convencer esos misteriosos secuestradores al inspector Brossard para que sostuviera a Verna Latomba sobre el quemador de gas mientras su propia mano estaba consumiéndose por el fuego? No creo que eso sea posible ni siquiera apuntándole con una pistola a la cabeza. No habría podido soportar el dolor.

– A lo mejor lo sujetaron.

– No veo cómo. Cualquiera que lo hubiera obligado a tener la mano puesta sobre la cabeza de Verna Latomba mientras se quemaba también se habría quemado gravemente.

Thomas aplastó la colilla del cigarrillo e hizo un gesto de asentimiento.

– Tienes razón, desde luego. Así que, ¿cuál es tu teoría?

– Creo que es posible que lo hipnotizasen. Brossard pudo quemar a Verna Latomba estando bajo sugestión hipnótica.

– Tenía entendido que la hipnosis no puede obligar a la gente a hacer cosas que vayan en contra de sus principios. -Se volvió hacia Michael y añadió-: Si yo hubiera pensado que eso era posible, ¿crees que habría llevado a Megan a ver al doctor Loeffeer?

Aquello pretendía ser una broma, pero a Michael le produjo una horrible sensación en el estómago, como si hubiera pasado por un cambio de rasante a la velocidad máxima.

– Me temo que esa creencia -dijo Victor- de que no se puede obligar a las personas a hacerse daño a sí mismas, o a hacer algo que vaya en contra de sus principios y que no harían normalmente, es un mito. Una vez que uno está bajo hipnosis no siente el dolor. Se han realizado operaciones quirúrgicas de gran importancia a personas sometidas a hipnosis, sin anestesia de ningún tipo, y no han sentido nada.

– Pero apretar la cara de Verna Latomba contra el quemador de gas encendido…

– Puede que ni se diera cuenta de lo que era. Es posible que tuviera la sensación de que lo que estaba haciendo no era más que llevar a cabo una simple detención. O quizás algo completamente diferente. En realidad, todo depende de lo sugestionable que fuera Brossard.

Thomas consultó el reloj.

– Tengo que volver a la central. He convocado una conferencia de prensa a las tres en punto. Creo que ya va siendo hora de que se le cuenten al público todos los detalles espeluznantes de lo que les ocurrió a Elaine Parker y a Sissy O'Brien, y también a Joe… y a Ralph Brossard y Verna Latomba.

– ¿Vas a revelarlo todo? -quiso saber Victor.

Thomas asintió.

– No puede hacerle daño a nadie. Quiero decir que, ¿qué progresos hemos hecho? Absolutamente ninguno. Hemos estado guardándonos algunos de los detalles más extraños, como los agujeros de la espalda y lo del gato, por si con eso conseguíamos llevar a cabo alguna detención. Pero no nos han llevado a ninguna parte. Y por ahora, la única esperanza que tenemos es que alguien consiga recordar algún detalle que a simple vista parezca irrelevante y que nos sirva para relacionar todos estos homicidios. Como por ejemplo, ¿de dónde sacaron los tubos de metal para perforar las glándulas suprarrenales de las víctimas? ¿Dónde compraron el alambre? ¿A quién le desapareció el gato cuando Sissy O'Brien fue torturada?

– Muy bien -dijo Victor. Dio un trago y se acabó la cerveza-. Entonces ya te veremos más tarde.

Thomas cogió la cuenta. Sin embargo, antes de marcharse, se dio la vuelta para mirar a Michael y dijo:

– Esto de la hipnosis… ¿crees realmente que va a servirle de mucho a Megan?

Michael titubeó y luego se encogió de hombros.

– Supongo que será como cualquier otro tratamiento. Todo depende de la voluntad que tenga el paciente de mejorar. Pero… bueno, por lo que yo he visto, a Megan le sobra voluntad.

Thomas se quedó pensando unos instantes; luego levantó la mano, se despidió sin decir palabra y salió del restaurante.

En cuanto se hubo ido, Víctor le preguntó a Michael:

– Bueno… ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que estás guardándote?

Michael sacó el sobre que Joe le había dejado con todas las fotografías de presidentes asesinados.

– No es que no me fíe de Thomas, pero quería que tú les echases un vistazo primero, para que así pudiéramos decidir qué vamos a hacer con ellas. Por mi parte estoy indeciso. Quiero decir que éste es un asunto terriblemente serio. No sé si quemar las fotografías y fingir que no las he visto nunca, o guardarlas y utilizarlas como prueba de que John O'Brien no murió accidentalmente, como tampoco murió accidentalmente Abraham Lincoln.

Víctor examinó las fotografías con una expresión serena en el rostro. Al final se quitó las gafas y las plegó.

– Esto puede significar dos cosas: o bien Joe Garboden padecía una paranoia en grado muy avanzado, o bien se trata del descubrimiento más devastador de la historia en los últimos doscientos años.

Michael asintió con semblante fúnebre.

– Ésa es exactamente la impresión que yo tengo. Pero no acabo de decidirme por ninguna de las dos cosas. Me da miedo pensar que Joe estuviera en lo cierto; pero también me da miedo que se equivocase y que yo pueda acabar como él, viendo extrañas conspiraciones por todas partes. ¡Mira esos tres que cruzan la calle juntos! ¡Es una conspiración!

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