Michael se inclinó y la besó en la frente.-Será mejor que me vaya ya. Hay un montón de cosas que tengo que hacer.
Ninguno de ellos lo notó, pero un débil resplandor rosáceo de luz pasó entre ellos en el momento en que un aura se separaba de mala gana de la otra. Lo que ambos sintieron, mientras Michael se vestía lentamente y se peinaba, fue una clara sensación de pérdida y separación.
Michael recogió el disco de cobre y zinc, y cuando estaba a punto de guardárselo en el bolsillo, cambió de idea y volvió a dejarlo sobre la mesa.
– Un recuerdo -le dijo a Megan; y al marcharse cerró cuidadosamente la puerta tras él.
Estaba maniobrando el gran Mercury verde para sacarlo de la inclinada rampa de entrada que había delante del edificio de apartamentos donde vivían Thomas y Megan cuando se fijó en tres jóvenes de cara blanca que llevaban gafas oscuras y que lo observaban desde la acera de enfrente. Detuvo el coche y encendió las luces de estacionamiento.
Al instante, un hombre de aspecto italiano, vestido con una bata de algodón azul, salió apresuradamente del edificio y se puso a aporrear furiosamente la ventanilla del coche. El señor Novato, el conserje al que a Thomas le encantaba odiar.
– ¿Sucede algo? -le preguntó Michael.
– No puede detenerse aquí, señor; ésta es una entrada particular de coches.
– No estoy parado aquí; estoy a punto de marcharme.
– Entonces márchese.
– Ya me habría marchado si usted no me hubiera detenido.
El hombre levantó un dedo y señaló hacia arriba, hacia el bloque de apartamentos.
– ¿Ha estado usted de visita?
– Eso es, he estado de visita. Soy amigo del teniente Boyle, si es que a usted eso le importa.
– Vaya, ése sí que es un hombre triste.
– ¿Quién? ¿De quién habla? ¿Del teniente Boyle?
– Eso es. Ése sí que es un hombre triste.
– Escuche, amigo, puede que usted sea el conserje, o lo que sea, pero no pienso hablar de los sentimientos personales del teniente Boyle ni con usted ni con nadie.
– ¿Y quién no estaría triste en su lugar? Su mujer está muy enferma. No puede caminar, no puede ir de compras, no puede hacer nada.
Michael volvió la cabeza hacia el otro lado y respiró profundamente. Luego se dio la vuelta de nuevo y dijo: -El teniente Boyle no es un hombre triste, ni mucho menos, se lo aseguro. Y también le puedo asegurar otra cosa: la señora Boyle vale cien veces más que la mayoría de las mujeres que me vienen a la cabeza ahora.
El señor Novato lo miró fijamente con aquellos ojos pequeños y brillantes.
– Eh… perdone. No tenía intención de ofenderle.
Se apartó y se quedó mirando cómo Michael salía marcha atrás de la cuesta con un pequeño chirrido de neumáticos mojados. Antes de alejarse, Michael echó un vistazo a la acera de enfrente, al portal desde donde los tres jóvenes de cara blanca habían estado vigilándolo, pero ya no se encontraban allí. Era muy posible que se hubiera imaginado que los había visto, sobre todo después de aquella sesión de aurahipnosis con Megan.
Por otra parte, era igualmente posible que estuvieran siguiéndolo y que pensaran aplicarle a él el mismo tratamiento que habían utilizado con Joe.
Condujo hacia el sur por la calle Margin, en la que había mucho tránsito y circulaba muy lenta, y luego hacia el oeste por Copper. En la radio sonaba Happy Together, de los Turtles: «Nos imagino a ti y a mí, pienso en ti día y noche.»
Jesucristo, ¿qué había hecho con su honor? ¿Qué le había hecho a su matrimonio?
Se detuvo para dejar que un hombre con gafas oscuras cruzara la calle, pues creyó que era ciego. Cuando ya casi había llegado a la otra acera, se levantó las gafas oscuras en señal de saludo y le sonrió.
Marcia estaba hiperactiva. Tenía la cara hinchada y el cabello aplastado por detrás. Lo más probable era que no se hubiese sentado desde que los ayudantes del sheriff del condado de Barnstable le dieran la noticia de que habían encontrado a Joe en el bosque, al norte de la carretera ciento cincuenta y uno, desnudo, violado y muerto a causa de un paro cardíaco.
Marcia hablaba como si Joe todavía estuviera vivo. No decía «cuando vuelva Joe» exactamente con esas palabras, pero sus palabras llevaban implícito en cierta manera que el departamento del sheriff del condado de Barnstable había cometido un tremendo y doloroso error, y que cuando Joe volviera… bueno, probablemente rodarían cabezas.
Michael estaba sentado en el cuarto de estar con una taza de café, que no le apetecía, en la mano, mientras Marcia caminaba a grandes pasos de una habitación a otra, hablando, discutiendo y protestando sin parar. En cuanto se detuviera un instante tendría que aceptar el hecho de que Joe estaba muerto, y todavía no estaba preparada para ello. Ya era muy duro para Michael aceptarlo. Había fotografías de Joe dondequiera que mirase: encima del televisor, encima de la chimenea. Incluso cuando Michael fue al cuarto de baño comprobó que también allí había una fotografía de Joe con un traje de bucear amarillo levantando un centollo para que él lo admirase.
– Le advertí que no se metiera en eso -dijo Marcia.
– ¿En qué le dijiste que no se metiera?
– En el asunto de la conspiración. No hablaba mucho de ello, pero yo notaba que estaba preocupado.
– ¿A ti qué te contó?
Marcia hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Casi nada. Nada. Decía que era más seguro que yo no supiera nada. Intenté convencerlo para que se olvidase de aquello. Le dije que apostaba cualquier cosa a que nada de aquello era cierto, y que aunque lo fuera, tendría gente persiguiéndolo, porque les preocuparía que fuera verdad, así que era mejor que lo dejara.
– Lo siento -dijo Michael-. No sé qué más decir.
Marcia dejó de pasear un momento y luego dijo:
– No ha dejado nada para ti, si es eso lo que piensas.
– No pensaba eso.
– Dejó un sobre, pero nada más.
– ¿Un sobre? ¿Te importa que lo vea?
– Oh… claro.
Marcia desapareció en la habitación que Joe usaba de despacho y luego, al cabo de dos o tres minutos, volvió con un grueso sobre de tamaño grande. En la parte delantera, con letra de Joe, se leían las palabras: «Para Michael Rearden. Abrir sólo en caso de muerte repentina.»
Michael abrió el sobre y sacó la carta.
– La fecha es de hace dos años -dijo sorprendido.
– Fue entonces cuando Joe salió con esa teoría de la conspiración -le explicó Marcia-. Desde entonces, nuestra vida ha sido muchísimo menos armoniosa. Dios mío, ojalá hubiera sido barrendero, o conserje de un colegio, o mecánico de coches. ¿Por qué no se quedaría de investigador de seguros corriente y moliente? ¿Por qué tendría que creer que él iba a cambiar el mundo?
Michael dejó de oír a Marcia Garboden durante unos instantes. Sabía cómo se sentía ella, pero aquella actitud suya no ayudaba en absoluto. Además, él estaba intentando encontrarle sentido al contenido de la carta que Joe le había dejado. En el sobre había una hoja de papel que no llevaba escrito nada más que una serie de nombres y números, sin ninguna anotación que explicara de qué se trataba; y luego había veinte o treinta fotocopias de grabados y fotografías, sobre todo de fotografías.
Los nombres eran: «Lincoln 65, Alexander 81, Garfield 81, Umberto 00, McKinley 01, Madero 13, George 13, Ferdinand 14, Michael 18, Nicholas 18, Carranza 20, Collins 22, Villa 23, Obregon 28, Cermak 33, Dollfuss 34, Long 35, Bronstein 40, Gandhi 48, Bernadotte 48, Hussein 51, Somoza 56, Armas 57, Faisal 58, as-Said 58, Bandaranaike 59, Lumumba 61, Molina 61, Evers 63, Diem 63, Mansour 65, X 65, Verwoerd 66, King 68, Tal 71, Noel 73, Park 74, Davies 74, Ratsimandrava 75, Faisal 75, Rahman 75, Ramat Mohamed 76, Jumblat 77, Ngoubai 77, Al-Naif 78, Dubs 79, Neave 79, Mountbatten 79, Park 79, Tolbert 80, Debayle 80, Ali Rajr 81, El-Sadat 81, Gemayel 82, Sartawi 83, Aquino 83, Gandhi 84…»
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