Michael miró a su alrededor y se pasó la mano por entre el pelo escaso y pardusco.
– No lo sé -respondió-. Pero sólo hay una manera de averiguarlo con toda certeza. -Megan titubeó y le apretó la mano con más fuerza-. No tienes que hacer esto si no lo deseas. Siempre podemos despertarnos.
Ella lo miró fijamente, con ansiedad, y luego asintió.
– Hagámoslo -convino-. Tenemos que hacerlo.
Empezaron a caminar por la playa cogidos de la mano, y luego subieron por las suaves crestas grises de las dunas de arena. Detrás de ellos, el mar se arrastraba fatigosamente hacia atrás desde la orilla. En lo alto, las gaviotas seguían volando en círculos, buscando peces, buscando carroña. Caminaron por la hierba hasta llegar al faro, y una vez allí fueron dándole la vuelta hasta que encontraron la puerta. Una puerta baja, sólida, de roble macizo, y con unas enormes bisagras de hierro.
– Quizás deberíamos llamar -dijo Megan.
– Estamos dentro de nuestras mentes -le recordó Michael-. No tenemos que llamar a la puerta.
– Pero supongamos que no estamos dentro de nuestras mentes. ¿Y si esto es real?
– ¿Habías visto alguna vez un cielo negro como la boca de un lobo en un día soleado?
Megan lo miró con el ceño fruncido y luego alzó la mirada al cielo.
– El cielo es azul, Michael. El cielo está completamente normal.
– Pues yo lo veo negro del todo. Puede que el doctor Rice tuviera razón. A lo mejor mi aura está estropeada.
– Es de un azul precioso, Michael. Me sorprende que no puedas verlo.
Michael se acercó a la puerta y puso la mano en la pesada argolla de hierro que hacía de pomo.
– Veamos si hay alguien en casa.
Torció la argolla, convencido de que la puerta estaría cerrada con llave, pero la puerta se abrió sin hacer el menor ruido, y se encontraron ante una entrada oscura, helada y fétida como una caverna. Escudriñaron el interior, pero lo único que consiguieron ver fue parte de una barandilla de hierro y el primero de varios escalones de madera.
– Estoy empezando a preocuparme -dijo Megan-. Presiento algo malo.
Michael no contestó, sino que le apretó la mano y se puso a escuchar. Le pareció oír que alguien cantaba o gemía… muy, muy débilmente, y con eco.
– Hay alguien aquí dentro -le dijo a Megan-. Tendríamos que echar un vistazo.
– Michael, no me importa confesar que estoy asustada.
Se quedaron escuchando otra vez. Al principio no pudieron oír nada en absoluto, sólo los gritos de las gaviotas y el persistente y sordo batir del viento, pero luego volvieron a oír los gemidos, y esta vez eran gemidos, sin lugar a dudas.
– Alguien está herido -dijo Michael.
– Pero, ¿y el «señor Hillary»?
– No sé. A lo mejor no aparece si estamos los dos aquí.
– No quiero entrar, Michael.
– ¿Quieres quedarte aquí?
– Tampoco quiero que entres tú.
– Tengo que hacerlo, Megan. Han matado a uno de mis mejores amigos. Además han matado a muchísima más gente. Sencillamente, no puedo dejarlos escapar.
Megan le cogió la mano con fuerza. Por fin dijo:
– Tienes razón, desde luego. Quizás me haya vuelto más cobarde desde el accidente. La idea de sufrir más daño…
– No permitiré que nadie te haga daño, te lo prometo.
Michael abrió la puerta poco a poco y entraron con gran cautela. El interior del faro estaba sumido intensamente en las tinieblas, y se notaba un fuerte olor a flores marchitas y a algo más, a canela, potasa y alcohol, algunos de los ingredientes con que se hace el líquido de embalsamar. Olía como un lugar de muerte.
Subieron juntos por las escaleras de madera que se alzaban en espiral hacia la derecha. La pared blanqueada junto a ellos estaba helada y húmeda, como si hubiera absorbido años de agua de mar. En lo alto de las escaleras se veía otra puerta de roble que se abría hacia afuera, de modo que Michael tuvo que girar el pomo y bajar algunos escalones para abrirla.
Entraron y se encontraron en una enorme biblioteca circular, con miles y miles de volúmenes colocados sobre estantes semicirculares. Algunos de los libros eran tan viejos que las encuademaciones se habían desgastado hasta dejar ver el refuerzo de lino, y los lomos de vitela estaban comidos por los gusanos. Otros libros estaban completamente nuevos, algunos parecían recién publicados: Los orígenes del pecado, de William Charteris; Conciencia social, de Leah Brightmuller.
La biblioteca estaba iluminada por una única bombilla eléctrica que colgaba del techo. Era una bombilla de luz de día, del tipo que usan los artistas para pintar de noche, y emitía una luz fría, helada. En medio de la habitación se encontraba un sofá tapizado en cuero marrón, muy agrietado, y sobre él, a gatas, se hallaba agazapada una joven muy delgada con un sorprendente cabello rojo y pecas rojas, también sorprendentes. Debía de ser a quien habían oído gemir poco antes, porque ahora, el entrar Michael y Megan en la habitación, gimió de nuevo. Mientras Michael recorría las paredes de la biblioteca, de repente se dio cuenta de por qué la muchacha gemía. Dos gatitos de color rojizo le colgaban de los pechos, y cada uno de ellos se sujetaba con las uñas, cada uno de ellos mamaba ávidamente de los pezones de la muchacha.
Cada vez que la chica gemía, los gatitos de balanceaban y le hincaban las uñas con más fuerza. Michael vio lágrimas en los ojos de la joven; pero, a pesar de tener los ojos muy abiertos, ella parecía no verlo.
– ¿Qué es esto? -le susurró Megan presa del miedo y del pavor-. ¿Qué se supone que está haciendo?
Michael movió lentamente la cabeza de un lado a otro.
– No tengo ni idea, de verdad que no.
– Dios mío, cómo debe de doler eso -observó Megan.
Miraron a la muchacha unos instantes más, sin saber qué hacer. Luego Michael susurró:
– No creo que el «señor Hillary» esté aquí. A lo mejor deberíamos dejarlo por hoy.
Pero al darse la vuelta para marcharse, se oyó que una voz fría y poco clara decía:
– ¿Qué motivo hay para dejarlo por hoy? Al contrario, a mí me gustaría tenerlos aquí.
Detrás de ellos, alto, esquelético, con aquella huesuda cara blanca y los ojos rojos, se encontraba el «señor Hillary». El largo abrigo gris se arrastró por el suelo cuando se acercó a ellos; daba la impresión de que el propio abrigo tuviera miedo de molestarle.
Le puso una mano a Michael en el hombro y otra a Megan. Michael advirtió que Megan no pudo reprimir un estremecimiento.
– ¿Por qué os vais tan pronto -les dijo el «señor Hillary»-. La fiesta apenas ha empezado.
– Gracias, creo que ya hemos visto bastante -repuso Michael; y le cogió la mano a Megan en actitud protectora.
– ¿Bastante? -repitió el «señor Hillary»-. No habéis visto nada. Esta chica es mi aperitivo antes de que empiece la verdadera juerga. -Rodeó el sofá y examinó a la chica desde todos los ángulos. Ella lloraba abiertamente ahora, y tenía una docena de marcas de arañazos color escarlata en los pechos, pero los gatitos seguían allí colgados-. Eres una preciosidad -le dijo el «señor Hillary». Se metió la mano en el bolsillo del voluminoso abrigo y sacó dos o tres barras de labios. Examinó cada una de ellas cuidadosamente y luego se decidió por Strawberry Crush. Con gran concentración, se inclinó hacia adelante y comenzó a pintarle los labios a la chica, aunque ella estaba temblando a causa del dolor y la concentración, y lloraba-. «Y los hijos de Azazel pintarán a sus mujeres y las vestirán con grandes galas, y las convertirán en sus divinas rameras, y ellas enseñarán a sus hijas a ser rameras; y todas las mujeres serán rameras hasta el día final, en que el mundo se consumirá en el enfurecido infierno; y ellas se someterán a todos quienes las quieran, y se deleitarán en ello.»
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