Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Como si estuvieran muertos.

En medio de la multitud divisó a un hombre vestido con traje, que estaba sonriendo. No dijo nada, se limitó a saludarlo con la mano; y al acercarse a él abriéndose paso a empujones, el hombre le tendió ambas manos, como si quisiera sujetar a Michael, abrazarlo, tomarlo entre sus brazos.

– ¡No! -le gritó Michael-. ¡No se acerque a mí! ¡No se acerque a mí!

No tenía miedo de los cuerpos que bailoteaban a su alrededor, ni del hombre del traje.

Tenía miedo del daño que iba a infligir él mismo. Estaba aterrado de sus propias intenciones asesinas.

Si el hombre del traje se le acercaba más, Michael estaba seguro de que no le quedaría más remedio que matarlo. Abrirlo en canal, como un melón maduro.

Pero el hombre seguía sonriendo y empujando para acercarse más, y Michael era incapaz de darse la vuelta, no podía escapar a causa de todos aquellos cuerpos muertos.

Gritó con fuerza:

– ¡No, señor presidente, no se acerque a mí! ¡No, señor presidente, no!

CATORCE

Thomas les abrió la puerta del apartamento y les indicó:

– Vamos, pasad.

Llevaba puesta una camisa a cuadros rojos, parecida a la de un leñador, que le dejaba al descubierto el canoso vello del pecho. Los condujo hasta el cuarto de estar, que estaba decorado con gracia, aunque sumido en un desorden cómodo. En el ambiente flotaba un aromático olor a canela, a clavo y a tarta de manzana; el sol brillaba a través del humo, parecido al de una iglesia, de un cigarrillo recién apagado.

– ¿Habéis oído la noticia? -les preguntó Thomas al tiempo que quitaba los periódicos del día anterior, que estaban sobre el sofá-. La mitad de Roxbury está ardiendo. Han matado a otros dos hombres de la Guardia Nacional. Parece que la situación está empeorando, en lugar de mejorar.

– Tenemos bastantes cosas que contarte -le indicó Víctor mientras doblaba las gafas y se las metía en el bolsillo de la camisa-. Pero antes que nada vas a tener que dejar durante un rato tu natural incredulidad de policía.

– Sentaos -les dijo Thomas-. Víctor, tú no conoces a Megan, ¿verdad?

Megan entró en el cuarto de estar en la silla de ruedas. Todavía llevaba puesto el delantal de color hueso con bordados ingleses, y tenía la nariz manchada de harina.

– Perdonad -se excusó con una sonrisa-. Estaba intentando hacer una antigua receta irlandesa de tarta de manzana.

– Hola, señora Boyle -la saludó Michael-. Yo soy Michael Rearden. Nos vimos una vez en el mercado de granjeros, en el parque de Cold Spring.

– Sí, ya me acuerdo -repuso Megan a la vez que asentía--¿Cómo le va?

Michael hizo un gesto con la mano.

– Padezco ciertos desequilibrios, pero no me va demasiado mal. Hemos venido a hablar un rato con el Jirafa, si a usted no le parece mal.

– Desde luego. ¿Les apetece un café?

Thomas los condujo con impaciencia hasta su despacho. Allí tenía un sofá de pana verde muy hundido y una mesa de despacho cubierta de montones de carpetas, papeles y revistas. De las paredes colgaban muchas fotografías enmarcadas de reuniones o fiestas del departamento de policía de Boston: inspectores sofocados por la bebida que levantaban las copas hacia la cámara.

– Sentaos -les pidió Thomas; y Michael y Víctor se sentaron el uno al lado del otro en el sofá, bastante incómodos y con los muslos muy juntos. Thomas cerró la puerta, se sentó detrás del escritorio y se recostó en la anticuada silla de madera.

– Esta investigación del caso O'Brien -empezó a decir Michael- está abriendo una gran lata de gusanos.

Thomas levantó una mano.

– Antes de que empieces, he recibido un mensaje del departamento del sheriff del condado de Barnstable. Han encontrado otro cadáver con heridas de pinchazos en la espalda, iguales que los de Sissy O'Brien y los de Elaine Parker. -Dejó escapar un profundo suspiro-. Tú no lo sabes, pero envié boletines por todo el Estado para pedir que cualquier caso de torturas o heridas que se saliera de lo corriente lo comunicaran a la Brigada de Homicidios de Boston inmediatamente. Este informe ha llegado esta madrugada, a las tres y media. -Michael aguardó. Notaba que a Thomas estaba haciéndosele difícil aquello, y él tenía una idea bastante clara del porqué. Con voz tensa, Thomas continuó hablando-: Encontraron el cadáver en un bosque espeso, aproximadamente un quilómetro al norte de la carretera ciento cincuenta y uno, junto a John's Pond. Había señales de actividad sexual, aunque todavía no tengo todos los detalles. El médico que examinó el cuerpo cree que la muerte fue provocada por la inserción de alguna clase de agujas en la espalda, agujas que penetraron en las cápsulas suprarrenales. Exactamente igual que en el caso de Elaine Parker, exactamente igual que en el de Sissy O'Brien. -Thomas tenía la cara grisácea. No había dormido desde que lo llamase el sheriff Maddox a primera hora de la madrugada, y, en cualquier caso, le resultaba odioso tener que darle aquella clase de noticias a nadie-. Por… er… los documentos Personales que se encontraron allí mismo… el sheriff Maddox ha identificado provisionalmente el cadáver como el de Joseph K. Garboden.

Desde el momento en que Thomas había empezado a hablar, Michael sospechó que el cadáver era el de Joe. Pero de todos modos notó que las lágrimas se le deslizaban por las mejillas y que se sentía abrumado por una enorme sensación de dolor y abandono, casi tan dolorosa como cuando se pierde al padre o a la madre. Víctor, sin sentimentalismos, le puso un brazo alrededor del hombro y le dio un apretón a modo de consuelo.

– ¿Cuál es la hora aproximada de la muerte? -quiso saber Víctor.

– Sucedió anteayer, justo antes de mediodía, a juzgar… er… por la actividad de la mosca de la carne.

– Eso significa que lo más probable es que muriera una media hora después de marcharse de la casa de Michael en New Seabury.

Thomas asintió.

– Lo siento mucho, Michael. Yo también conocía a Joe bastante, como a mucha gente de esta ciudad; y me caía muchísimo mejor que la mayoría.

– ¿Lo sabe Marcia? -le preguntó Michael mientras se limpiaba los ojos con los dedos.

– Dick Maddox envió a dos de sus ayudantes para decírselo.

– Jesús -exclamó Michael-. Cuando vi que no contestaba al teléfono móvil y que no regresaba a su casa, comprendí que tenía que haberle sucedido algo malo.

– Lo siento de veras -repitió Thomas-. Yo sé que Joe y tú os conocíais desde hacía mucho tiempo.

Se oyeron unos golpecitos a la puerta y Thomas la abrió. Era Megan, que traía una bandeja con café y barmbrack, un pastel de frutas irlandés que había hecho ella misma. Condujo la silla de ruedas hasta la mesa y colocó allí la bandeja con cuidado sobre un montón de Guns & Ammo.

Estaba a punto de marcharse cuando se dio la vuelta y se quedó mirando a Michael con aquellos ojos de color crema de menta; dijo:

– ¿Qué ha dicho?

Al principio, Michael no comprendió que le estaba hablando a él. Pero luego se quedó mirándola a su vez, confuso, y dijo:

– ¿Perdone?

– Ha dicho usted algo -repitió ella-. Mientras yo estaba dejando ahí la bandeja usted ha dicho algo.

– Lo siento, pero no he dicho una palabra.

– Acabo de decirle lo de Joe Garboden -intervino Thomas al tiempo que le cogía una mano a Megan.

– No, no -insistió Megan-. Desde luego, usted ha dicho algo. Ha dicho «Hillary».

Michael sintió un cosquilleo por las manos, como si las hubiera metido, sin querer, en un tarro lleno de hormigas.

– ¿Hillary? ¿Me ha oído decir «Hillary»?

– Estoy segura -dijo Megan.

– Oh, venga, querida -dijo Thomas poniéndole una mano en el hombro a su esposa-. Yo no he oído que Mirfiael dijera nada en absoluto. -Se volvió hacia Michael y le explicó-: Megan tuvo la primera sesión de hipnosis anteayer… y desde entonces se muestra bastante asustada. Ya sé que tú me lo recomendaste, pero… no sé. No estoy muy seguro.

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