Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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El alcalde había pedido la ayuda de efectivos de la Guardia Nacional y de las brigadas especiales, pero cada nueva iniciativa parecía servir sólo para avivar más el fuego de los disturbios. Décadas de ira, de rencor y discriminación se habían acumulado como los troncos de una hoguera, y cualquier intento de reprimirlas era como echar al fuego latas de gasolina.

– Te alegrará saber que Edgar Bedford me ha dicho que dé por concluido este caso -le explicó Michael-. Creo que terminaré antes del fin de semana. Entonces volveré a casa.

– Jason te echa de menos -le dijo Patsy-. Y yo también. Ya sé lo que dije del dinero… pero ahora ya no me parece que tenga tanta importancia.

Michael no sabía qué decir. Pensó en Megan arrastrándose hacia el suelo desde la silla de ruedas. Se acordó de sí mismo limpiándole la cara. Se habría echado a llorar de lo avergonzado que se sentía.

– Es posible que Plymouth me dé más trabajo después. No lo sé. Ya veré.

– Quizás ahora podrías terminar aquel juego de mesa en el que estabas trabajando.

Michael tragó saliva. Los ojos se le habían inundado de lágrimas.

– Sí, claro. Podría hacer eso.

A las tres de la mañana sonó el teléfono. Se sentó en la cama sudando, muy asustado. Había vuelto a soñar. Otra vez el mismo sueño, en el que el presidente se acercaba a él, sonriendo, y le tendía la mano. Y oía su propia voz, sonando muy despacio: «Noooo, señor presidenteeeee, noooo se acerrrrque aaaa míííí…»

El teléfono siguió sonando y Michael tardó un poco en caer en la cuenta de dónde se encontraba, en buscar el teléfono y en contestar.

– ¿Michael? -preguntó una ronca y nasal voz irlandesa de Boston-. Soy el Jirafa.

¿Jirafa? ¿Sabes qué hora es?

– Las tres y tres. ¿Puedes acercarte a mi apartamento… digamos que ahora mismo?

– ¿Quieres decir ahora?

– Cuanto antes mejor. Es importante, Mikey. Esto es lo que todos nosotros habíamos estado buscando.

No tenía demasiadas esperanzas de encontrar un taxi a aquellas horas de la noche, de modo que decidió coger el coche para ir al apartamento de Thomas Boyle; al llegar aparcó en la acera de enfrente. El viento de la noche era templado y todavía quedaban algunos noctámbulos que deambulaban por las aceras. Había un hombre parado junto al buzón de la esquina, con la cara oculta por el ala de un sombrero. Tenía los brazos caídos a los costados y no se movía. Michael vaciló un momento, e incluso pensó en acercársele, pero luego decidió que probablemente sería más seguro que no lo hiciera. Al fin y al cabo, ¿qué iba a decirle? «Se parece usted a uno de los hombres de cara blanca, esos que, según cree mi amigo, son los responsables de los asesinatos de personas famosas desde hace mucho tiempo. ¿Qué está haciendo usted aquí?»

Llamó suavemente con la mano a la puerta de Thomas para que el timbre no despertara a Megan si estaba dormida; pero fue ella quien le abrió.

– Hola, Michael, ¿cómo estás?

Él le tendió la mano y Megan se la estrechó. Era como un reconocimiento de que lo que habían hecho juntos había estado inducido por el «señor Hillary», y que no era fruto de la pasión y de la lujuria que sintieran el uno por el otro. Pero era importante para ambos quedar como amigos.

Thomas y Victor se encontraban sentados a la mesa del comedor; estaban tomando café y hablaban con un enorme y guapo hombre negro que iba ataviado con una chilaba verde. Se levantó cuando entró Michael y le tendió la mano.

– Mikey, éste es Matthew Monyatta, del Grupo de Concienciación Negra Olduvai.

– Encantado -dijo Michael-. Me parece que lo he visto por televisión.

Matthew sonrió.

– Espero que así sea. De vez en cuando necesitan a un revolucionario negro que proporcione a los programas cierto equilibrio político.

– ¿Quieres un poco de café? -le preguntó Thomas-. Matthew tiene algo muy importante que contarnos.

– Es un poco temprano para mí -le dijo Michael-. Y, por cierto, creo que me siguen y me vigilan. Hay un tipo merodeando por ahí enfrente… no estoy seguro, pero se parece al individuo que también vigilaba mi apartamento.

– Oh, sí -dijo Matthew-, claro que están vigilándolo. Todo aquel que suponga una amenaza para los hombres blancos blancos está vigilado las veinticuatro horas del día.

– ¿Los hombres blancos blancos? -le preguntó Michael con extrañeza.

– Así es como los llama la gente en África y en Oriente Medio. Es por sus caras. Una vez vistas, nunca se olvidan. Blancas, con los ojos siempre cubiertos con gafas oscuras.

– ¿Qué fue lo que dijiste tú la otra noche? -le preguntó Michael a Víctor-. ¿Algo de unos chicos blancos como azucenas?

– Los chicos blancos como azucenas son los mismos -asintió-. Es lo que podríamos llamar una ironía. Tienen la cara y la piel blancas, pero poseen un alma tan negra como la noche.

– ¿Usted sabe quiénes son? -le preguntó Michael a Matthew. Apenas podía creer lo que estaba oyendo.

Matthew asintió.

– Claro que sí. Por eso llamé por teléfono al teniente Boyle, aquí presente, en cuanto acabé de ver su conferencia de prensa por televisión.

– Cuéntele a Michael lo que me ha contado a mí -le pidió Thomas-. Cuéntele lo de los huesos.

Matthew se metió la mano por el cuello de la chilaba y sacó una bolsa de piel suave de color gris. Aflojó el cordón que la mantenía cerrada y extendió una docena de huesillos blancos sobre la mesa.

– Éstos son los huesos. Los hechiceros los usaban en Kenia para predecir el futuro y adivinar los secretos del pasado. Hace tres semanas eché los huesos, y éstos me avisaron de que los hombres blancos blancos estaban inquietos.

– ¿Cómo es posible que los huesos hicieran eso? -le preguntó Michael esforzándose por no parecer demasiado escéptico. Pero sólo eran las cuatro de la mañana, y él se esperaba algo más creíble que unos simples huesos.

Matthew pasó la palma de la mano por los huesos y éstos rodaron y cambiaron de disposición.

– Ya sé lo que está pasándole a usted por la cabeza, Michael. Cree que los huesos son una cosa primitiva, una superstición del hombre negro. ¿Quién puede adivinar el futuro a partir de un gallo muerto? ¿Quién puede adivinar el pasado sólo por unos huesos? Pero a mí me enseñó a usarlos un hechicero que vivía cerca de Olduvai, y a este hechicero le había enseñado a utilizarlos el hechicero que le había precedido, y así sucesivamente, remontándonos hacia el pasado durante más de mil años, la misma sabiduría, la misma habilidad sicocinética, incluso antes de que existiera un nombre para designarla.

»Los huesos son lo mismo que las varas que se utilizan para detectar agua subterránea; pero no es agua lo que detectan, sino el espíritu de una persona; y cuando el espíritu de una persona está turbado, o inquieto, los huesos se remueven y saltan, se cambian de lugar por sí mismos. Los hombres blancos blancos tienen espíritus muy poderosos, espíritus que afectan por entero a la sociedad humana, así que cuando los hombres blancos blancos están inquietos… bueno, los huesos avisan en seguida.

– ¿Y eso es lo que ocurrió hace tres semanas? -le preguntó Thomas tomando notas en un bloc de espiral.

– Eso es lo que empezó hace tres semanas -repuso Matthew-, y los huesos se han mostrado cada vez más saltarines desde entonces. Yo sabía que algo malo se avecinaba, sabía que alguien importante iba a morir. Pero los huesos no me daban ninguna pista para saber de quién podría tratarse, estaban muy confusos; así que cuando el helicóptero del señor O'Brien se cayó de ese modo y todos los ocupantes resultaron muertos, no pude hacer nada más que llorar por ellos. No podía asegurar que los hombres blancos blancos fueran los responsables, aunque tenía mis sospechas, porque los huesos estaban literalmente brincando aquel día, bailando sobre la mesa como pequeños hombrecillos muertos. Y luego, por supuesto, los vi.

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