– Ellos entraron… me han salvado la vida.
Arthur Rolbein estaba encajonado con grandes apreturas en una mesa situada en el rincón. Era delgado y anguloso, y el pelo, lleno de caspa y ondulado, lo llevaba cortado a tazón. Cada vez que tragaba parecía que fueran a salírsele los ojos, y tenía los labios gruesos y de un rojo profundo, como si los llevase pintados.
Michael le preguntó qué quería beber, y él dijo:
– Seven-Up.
– ¿Seguro?
– No puedo probar el alcohol. Me produce urticaria.
Michael pidió un cerveza de barril. El equipo estéreo atronaba el ambiente con los sones de Perpetual Dawn-The Long Remi xe. Dio un trago grande y frío y luego dijo:
– Creo que debería haber hablado contigo antes. Tu informe del caso O'Brien resultó muy ilustrativo.
Arthur Rolbein sorbió por la nariz, se encogió de hombros y miró hacia otra parte.
– Bueno, ya te lo dije ayer. Ahora ya no trabajo en el caso O'Brien.
– No creerás en serio que fue un accidente.
– Creeré lo que sea más conveniente creer.
– ¿Y no te parece que es más conveniente sugerir que fue homicidio premeditado? ¿Que John O'Brien fue asesinado?
– No es un mensaje que yo andaría dejando caer por la oficina, por decirlo de algún modo.
– ¿Por qué?
– Por ciertas personas que van y vienen.
– ¿Ah, sí?*¿Y quiénes son?
Arthur Rolbein echó una ojeada por el abarrotado local con un nerviosismo exagerado, como si estuviera representando una obra y le hubieran dicho que actuara de «nervioso».
– Joe Garboden podrá informarte mejor que yo.
– Joe Garboden también tiene miedo, por lo que yo sé.
– Bueno, no es para menos -dijo Arthur Rolbein-. Quiero decir, ¿es que quieres morir de una muerte horrible o qué?
– Arthur, esto es importante -insistió Michael-. Tienes que decirme de qué se trata.
Arthur Rolbein dejó escapar un profundo suspiro y luego se tapó la cara con la mano de tal manera que con los ojos miraba por entre los dedos, como si llevara puesta una máscara. Cuando habló lo hizo muy rápidamente, con un discurso monótono y atropellado en voz baja, y el golpeteo de Perpetual Dawn hacía que a Michael le resultase casi imposible oír lo que le decía.
– Ya has leído mi informe. Yo le concedía cierto porcentaje de posibilidades a la fatalidad… quiero decir que de eso es de lo que se trata en los seguros. Pero las apuestas en contra de que el helicóptero de O'Brien se estrellase accidentalmente en un punto de la costa donde alguien estaba esperando para matarlos eran demasiadas incluso para un reasegurador razonable. Y, seamos realistas, no existe un reasegurador razonable.
»Fui a ver a Kevin con todo lo que yo sabía… la entrevista con Masky y todas las estadísticas. Kevin se las había arreglado para averiguar algunos de los hallazgos técnicos de la Administración Federal de Aviación y estaba de acuerdo conmigo. Así que fuimos a ver a Joe Garboden y convino en que todo aquel asunto era puñeteramente raro, por no decir más. A simple vista, por lo menos, parecía que el accidente de John O'Brien era una muerte sospechosa, y que quizás pudiera tratarse incluso de una conspiración para cometer homicidio múltiple.
– ¿Y qué pasó? -le preguntó Michael-. Kevin y tú estabais sobre la pista. ¿Por qué os quitó Joe de pronto del caso y me lo ofreció a mí? Él mismo me ha dicho que, personalmente, no quería que yo lo hiciera.
Arthur Rolbein dio un trago de Seven-Up sin quitarse la mano de la cara.
– Edgar Bedford le dijo que lo hiciera.
– Pero… Venga, Arthur, eso no tiene ningún sentido. Edgar Bedford sabía que yo me había retirado, que había dejado los seguros. Sabía que estaba sometiéndome a tratamiento. ¿Por qué iba a creer que yo estaba en condiciones de llevar una investigación importante mejor que vosotros?
– A mí no me preguntes -dijo Arthur Rolbein-. Pero Joe dijo que incluso Edgar Bedford tiene que obedecer órdenes.
– ¿Edgar Bedford? ¿El gran autócrata billonario de Boston? Debes de estar de broma.
– Pues Joe estaba seguro de ello. Dio muchos rodeos para explicarlo. Nos dijo que había ciertas personas que iban y venían por todas partes. Los había visto en el despacho de Edgar Bedford, en el despacho del alcalde, y en todas partes.
– ¿Qué personas?
– Yo qué sé. Personas. Dijo que una vez que uno se daba cuenta de quiénes eran, siempre se les reconocía con facilidad. Por lo visto, estaba confeccionando una especie de expediente sobre el tema. Es posible que estuviera paranoico, que el exceso de trabajo lo hubiese sobrepasado, pero es el jefe, así que no quise hacer conjeturas sobre ello. Pero lo de O'Brien fue un homicidio múltiple, un asesinato, eso te lo puedo asegurar. No tengo ni idea de cómo lo hicieron. Puede que se las arreglaran para hacer que el helicóptero se estrellase por control remoto. ¿Quién sabe? Vivimos en la era de la tecnología, ¿no? Si hasta un niño de nueve años es capaz de llegar al nivel máximo en un videojuego, ten la seguridad de que un ingeniero adulto encontrará la manera de hacer que un helicóptero se estrelle donde él quiera. Siempre hay una manera de arreglarlo todo. El cómo no importa.
– Entonces, ¿qué es lo que importa? -le preguntó Michael.
– Lo que importa es que la misma tarde en que Joe Garboden nos dijo a Kevin y a mí que nos relevaba de la investigación de O'Brien, nos pasó un papel por encima del escritorio para que pudiéramos leerlo mientras hablaba con nosotros.
– Sigue.
Resultaba evidente que Arthur Rolbein estaba asustado y trastornado. Se apartó la mano de la cara y Michael vio que tenía lágrimas en los ojos.
– Nunca podré olvidarlo. El papel decía: «Por favor, mostraos de acuerdo conmigo en todo lo que diga, nada de discusiones, ¿de acuerdo? Si no os matarán.» Luego le dio la vuelta a la hoja, y en la parte de atrás había escrito: «Lo digo en serio.»
– De modo que accedisteis -le dijo Michael con un sentimiento lúgubre. Pensó que ojalá Joe estuviera en casa para poder hablar con él.
– ¿No habrías hecho tú lo mismo?
Se dieron la mano a la puerta de The Rat y acordaron mantenerse en contacto. La noche era cálida y la avenida Commonwealth estaba abarrotada de peatones. Delante de la fachada de ladrillo, de la que colgaba un letrero escrito en letras germánicas, «Rathskeller», todavía podían oír el insistente aporrear de la música que sonaba en su interior. Arthur Rolbein le dijo que probablemente haría caminando parte del trayecto hasta su casa, pues tenía intención de ir a visitar a un amigo que vivía en la calle Boylston. Luego Michael detuvo un taxi.
– ¿Adonde quiere ir? -le preguntó el taxista.
– A la Cantina Napoletana, en la calle Hanover.
Se metieron entre el denso tráfico de última hora de la tarde. Ya era casi de noche, y todas las calles eran un bullicio de automóviles y bocinas. Las luces parpadeaban en lo alto del Prudential Center y en la calle Sixty State. Se oían dos helicópteros de la Guardia Nacional que volaban en lo alto. El taxista echó una mirada por el espejo retrovisor y Michael observó que el hombre tenía uno de los ojos inyectado en sangre oscura.
– Parece ser que estamos en guerra -comentó el taxista.
– No he oído las últimas noticias -le dijo Michael-. ¿Aún continúan los disturbios?
– La policía sigue disparando contra inocentes viandantes, si es a eso a lo que se refiere.
– Eh -le dijo Michael-, no quiero hablar de política.
– ¿Y quién está hablando de política? -repuso el conductor-. Éste es el día de la expiación, ¿no es así? Esto no es político, es bíblico.
– Sea lo que sea, es una vergüenza para echarse a llorar-dijo Michael.
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