Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Marcia lo llamó a las seis de la mañana y le dijo con voz temblorosa que Joe todavía no había vuelto a casa. Había llamado a todos sus amigos, a la policía, a la patrulla de carreteras y a todos los hospitales. No había el menor rastro de él.

– Puede que se haya retrasado por alguna razón y haya decidido detenerse en algún hotel -le sugirió Michael, aunque no creía que fuera así.

– Me habría llamado, Michael. Siempre lo hace.

– Bueno, estaré en Boston a la hora de comer. Si no ha vuelto a la oficina para entonces, iré a verte.

– Oh, Dios mío, espero que esté bien -dijo Marcia-. Ha estado bajo una gran tensión con lo del caso O'Brien.

– ¿Tensión? -le preguntó Michael. Estaba realmente sorprendido-. ¿Qué clase de tensión?

– Parecía preocuparle mucho. Daba la impresión de que lo asustaba. Hace un par de semanas me dijo que estaban sucediendo cosas de las que nadie tenía conocimiento. Que había una especie de sociedad secreta, así es como lo llamó. Me dijo que se había dado cuenta hace años y que al principio no se lo había creído realmente, pero que ahora tenía pruebas.

Michael pensó inmediatamente en las fotografías de Kennedy. ¿Qué diantres habría descubierto Joe? ¿Sería quizás alguna relación entre el asesinato de Kennedy y los asesinatos del grupo de O'Brien? ¿Una relación mañosa, quizás, como Sam Giancana o Bugsy Siegel? ¿O una sociedad secreta de políticos influyentes contratados? Fuere como fuere, le dijo a Marcia:

– A mí no me ha dicho nada.

– Ya lo sé -dijo Marcia. Hizo una pausa, y Michael le notó por la voz que estaba llorando-. Lo siento, Michael. Quizás tendría que habértelo contado. Pero me dijo que no iba a decírselo a nadie hasta estar completamente seguro. Por eso no quería que tú intervinieras en el caso. Dijo que seguro que tú descubrirías lo que estaba pasando, y que quizás dieras la alarma antes de que él tuviera suficientes pruebas.

Michael frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir con eso de que no quería que yo interviniese en el caso? Vino aquí a pedírmelo expresamente. Literalmente, me lo suplicó.

– Tuvo que hacerlo. Edgar Bedford quería que intervinieses en el caso, y Joe no tuvo elección.

Michael estaba atónito.

– Marcia, sencillamente no acabo de creerme lo que dices. ¿De verdad que Joe no quería que yo me encargase de hacer esta investigación?

– Me dijo que era demasiado peligroso, que había demasiado que perder. Intentaba no manifestarlo, pero estaba absolutamente aterrorizado. Se pasaba las noches despierto, temblando. Por eso estoy preocupada ahora.

– Hablaré contigo más tarde -le aseguró Michael.

Y colgó el teléfono. Todavía estaba sentado a la mesa de la cocina con la mirada fija cuando entró Patsy sin otra cosa encima más que una camisa de cuadros.

– ¿Qué sucede? -le preguntó-. ¿Michael? Parece que hayas visto un fantasma.

Después de desayunar, Michael y Víctor fueron en coche a Hyannis para acudir a la cita de Michael con el doctor Rice. Habían intentando otra vez hablar con Joe, pero seguía sin aparecer por la oficina y el teléfono móvil continuaba sin línea. Era una mañana despejada y calurosa, sin viento, y las calles de Hyannis le daban a Michael la impresión de estar mirándolas en un espejo pulido.

– A lo mejor ha ido a esconderse -dijo Victor con la cabeza recostada en el respaldo y el brazo asomando por la ventanilla abierta del coche.

Michael aparcó delante de la consulta del doctor Rice.

– Eso espero. Estoy muy preocupado.

Entraron en recepción. Dentro estaba oscuro y se sentía frío después del calor de la calle. Una gran planta en una maceta se removía y temblaba en la corriente de aire acondicionado. La mesa de la recepcionista estaba vacía, y las luces de la centralita telefónica parpadeaban avisando de llamadas que llegaban del exterior. La silla giratoria estaba ladeada y separada del escritorio en un agudo ángulo, como si la recepcionista se hubiera levantado apresuradamente; el bolso de mano se encontraba en la alfombra al lado de la silla, junto con un peine, una barra de labios y unas llaves que asomaban por él.

Michael echó una ojeada alrededor.

– Qué raro -comentó.

– A lo mejor ha ido al lavabo -apuntó Victor.

– No… no creo. Cuando las chicas van al cuarto de baño se llevan el peine y la barra de labios.

– Estoy impresionado -dijo Victor mirándolo con asombro-. Deberías haberte dedicado a trabajar de investigador de seguros.

Michael se acercó a la puerta chapada de caoba que daba al despacho del doctor Rice. Estaba entreabierta… sólo cuatro o cinco centímetros, pero de todos modos llamó golpeando con los nudillos y dijo con voz fuerte:

– ¿Doctor Rice? ¿Doctor Rice? Soy Michael Rearden. He venido porque tenemos una cita.

Empujó la puerta, pero estaba atascada y no la pudo abrir. Volvió a empujar, pero había algo en el suelo que impedía abrirla, algo blando y pesado que no le permitía empujar más, como un colchón o un…

Volvió a empujar y esta vez distinguió un pie con una media puesta.

Un pie con media que se ladeó, sin vida, cuando Michael lo empujó.

– Jesús -exclamó.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Victor.

– Hay un cuerpo apoyado contra la puerta. Un cuerpo de mujer. Puedo verle el pie.

Victor se asomó por la puerta entreabierta y luego se echó hacia atrás.

– Si el autor de esto la dejó apoyada en la puerta, lo más probable es que aún esté dentro. O eso, o ha huido por la parte de atrás.

Michael notó que el sudor empezaba a resbalarle por la espalda, por dentro de la camisa.

– Quizás tendríamos que llamar a la policía.

– Ah, venga -repuso Victor-. Nosotros somos prácticamente la policía. Por lo menos yo.

Michael titubeó unos instantes y luego volvió a acercarse a la puerta y llamó:

– ¡Doctor Rice! ¿Está usted ahí? ¡Soy Michael Rearden!

Estuvieron esperando casi un minuto, pero seguían sin obtener respuesta. Por fin, Victor dijo:

– No tenemos elección, ¿verdad? Apartemos esta puñetera puerta a patadas.

Se encontraban de pie el uno al lado del otro en la zona de recepción, sujetándose el uno en el hombro del otro para mantener el equilibrio. Por primera vez desde la época en que trabajaba con su padre calafateando cubiertas y barnizando montantes, Michael sintió una fuerte sensación de compañerismo: aquello era algo que estaban haciendo los dos juntos, y eso no admitía discusión. Victor era flaco y mañoso. No era el tipo de hombre del que normalmente Michael se hubiera hecho amigo. Pero tenía algo alarmantemente directo. Uno sabía que Victor no iba a andarse con tonterías, y uno sabía también que si alguna vez necesitaba acudir a él, Victor le prestaría ayuda sin pensarlo.

O no, según de qué humor estuviese.

– ¿Preparado? -le preguntó Victor-. Uno, dos, tres, preparado o no… ¡patada!

Dieron una patada a la puerta al unísono. La fuerza combinada de ambos resultó ser mucho mayor de lo que se esperaban. La puerta se arrancó violentamente de las bisagras y se partió completamente por la mitad; cayó, en forma de tienda de campaña rota, hacia el lado del pasillo que estaba detrás, y cubrió el cuerpo de la mujer que yacía justo al otro lado.

Michael pasó, no sin dificultad, por encima de la puerta, y Victor fue detrás. La levantaron entre los dos y volvieron a ponerla en la zona de recepción, apoyada en la mesa de la recepcionista, donde quedó ladeada como un borracho que se tambalea pero que se resiste a caerse.

En el suelo yacía el cuerpo de la recepcionista del doctor Rice. Michael la reconoció inmediatamente por la melena larga y morena. Le habían levantado la blusa de color melocotón por la espalda y le habían bajado las medias hasta dejarle al descubierto la cintura, el trasero y la parte superior de los muslos. La muchacha tenía la piel tan blanca como la manteca de cerdo. Se veían dos heridas de pinchazos en la zona de la cintura, heridas sin excesiva sangre, pero muy profundas, como si la hubieran atacado con una grapadora de oficina.

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