Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Desde lo de Rocky Woods había dejado pasar todas sus responsabilidades de investigador de seguros y de marido, e incluso de hombre. Había intentado fingir que era capaz de ser alguien completamente diferente… no sólo diferente, sino alguien más afortunado. Debía haber sabido que él nunca había sido afortunado, en el sentido de que nunca había conseguido nada a cambio de nada. Nunca había ganado una competición ni una lotería, ni siquiera había sacado provecho de ninguna máquina tragaperras. Incluso en el trabajo, su más inspirada investigación jamás le había proporcionado una subida de sueldo ni un ascenso, por modesto que fuese. Tomemos el caso Hunt como ejemplo, hacía tres años y medio. Había descubierto que una acaudalada esposa, la señora Lynnfield, ya estaba muerta cuando se había incendiado el coche con ella dentro, porque no había marcas de inhalación de humo alrededor de la nariz y de la boca. Ni siquiera los investigadores del departamento de bomberos lo habían notado. Le había ahorrado a Plymouth Insurance un millón trescientos cincuenta mil dólares, y a cambio había recibido una palmadita de felicitación en la espalda por parte de Joe Garboden y una nota de agradecimiento de Edgar Bedford, y eso había sido todo.

Pero Patsy tenía razón. La investigación sobre el caso de John O'Brien lo había hecho más profundo. Le había hecho caer en la cuenta de que no era sólo un observador, no era sólo un entrometido en las humeantes ruinas de las vidas de otras personas, sino un individuo capaz de cambiar el modo como eran las cosas, empezando por el modo como era él mismo.

Parte de esta recién hallada confianza procedía de los trances hipnóticos a que lo habían sometido… la playa, el faro y el hombre huesudo de cara blanca. Tenía el fortísimo presentimiento de que el hombre de aquellos trances era real, y que era de la clase de hombres que pueden cambiar el curso de la historia. Estaba seguro de que el faro también estaba investido de algún significado trascendental, quizás fuese real, quizás fuese simbólico, pero ahora Michael estaba decidido a averiguar por qué tenía tanta importancia y quién era el hombre… y a causa de esa determinación estaba empezando a sentirse más fuerte.

Él también podía cambiar el curso de la historia.

Patsy lo besó en la frente y le revolvió el pelo.

– Entonces, ¿de qué se trata? -quiso saber-. ¿Has averiguado quiénes eran aquellos jóvenes que estaban merodeando por la acera de enfrente?

Él le devolvió el beso.

– Oh… no eran nadie.

– Debían de ser alguien.

Michael volvió a darse la vuelta en la silla, de modo que los dos quedaron de cara al escritorio. Éste estaba sembrado de las fotografías ampliadas en blanco y negro que Joe había escondido en la revista. Debían de haber sido ampliadas realmente hasta el límite, porque eran granulosas, estaban bastante borrosas, y algunas podrían haber formado parte de cualquier concurso de «adivine usted qué es».

– ¿Quiénes son? -le preguntó Patsy.

– ¿Reconoces a alguno de ellos?

Ella cogió una de las fotografías y la miró con atención frunciendo el ceño.

– No sé… ¿Dónde se han tomado?

Estaba mirando la fotografía de una valla sombreada por árboles. Había varias personas delante de la valla, una mujer con un vestido de lunares, un hombre con traje y abrigo deportivo, otra mujer con un vestido de manga corta y bolso, otro hombre con camisa a cuadros. Pero detrás de la valla había otras ocho o nueve personas de pie, cuyas caras resultaban más difíciles de distinguir a causa de la sombra moteada de los árboles. A la derecha, en el extremo más alejado, se veían tres jóvenes de cara pálida, todos ellos ataviados con sombrero negro de ala bajada por delante y subida por detrás, ese tipo de sombrero que se llevaba mucho en los años sesenta. Los tres llevaban gafas oscuras.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Michael animándola a hablar.

Patsy observó con atención la fotografía, se la acercó mucho, hasta que casi la tocó con su nariz respingona. Luego miró a Michael, y éste pudo ver las motas grises en los iris color azul como la flor del maíz, y los finísimos pelos de las cejas.

– Son ellos, ¿verdad? -le preguntó Patsy.

– No lo sé. Es lo que estoy preguntándote.

– Son ellos -afirmó ella al tiempo que hacía un gesto de asentimiento con la cabeza-. Por lo menos, dos de ellos lo son. El de la derecha y el que está a su lado, en el centro. Al de la izquierda no lo reconozco.

– ¿Estás segura?

Patsy volvió a observar la fotografía y poco después asintió.

– Estoy segura. Estoy completamente segura. Mírale las orejas. Quiero decir, no es exactamente mister Spock, pero casi. No es que los reconozca individualmente, pero viéndolos a los dos juntos…

Michael la besó en la oreja y se enroscó un mechón de aquel cabello fino y rubio en un dedo.

– Yo quería irme a hacer mushing al polo -le dijo-. Quería abandonaros a ti y a Jason, marcharme en avión al norte de Groenlandia, y luego recorrer en trineo el resto del camino. Creo que medio confiaba en morir de hipotermia. Dicen que es muy placentero morir así… y aún lo es más si todos esos leales perros esquimales te lamen la cara mientras vas al encuentro del Gran Hacedor del polo en el cielo.

– Lo que querías tú, cabezota, era no pensar en la realidad. Y no te lo tomes a broma. Lo pasaste muy mal después de lo de Rocky Woods, y no trates de fingir que no, porque yo también me sentía fatal.

– Ya lo sé -aceptó Michael apretándole una mano-. Pero esto es la realidad. -Dio unos golpecitos sobre las fotografías-. Éstos eran los hombres que andaban merodeando por ahí afuera, los mismos que siguieron a Joe cuando se marchó de aquí en su coche. Quiero decir… bueno, voy a hacer que realcen estas fotografías en el ordenador de Plymouth Insurance, pero estoy prácticamente convencido de ello.

– ¿Dónde tomaron ésta?

– ¿Estás preparada para oírlo? Según lo que ha escrito Joe en el reverso, la hicieron el veintidós de noviembre de 1963, desde el lado este de la plaza Dealey, en Dallas.

Hubo una pausa muy larga. Luego Patsy volvió a mirar la fotografía.

– Pero la plaza Dealey de Dallas… allí es donde mataron al presidente Kennedy.

– Exacto.

Patsy se quedó pensando durante unos instantes mientras Michael la observaba. Por fin dijo:

– Pero… ¿cómo puede ser que estos hombres se encontraran allí… en 1963, si hoy mismo han estado aquí y tenían exactamente el mismo aspecto?

– Eso es lo que Joe estaba tratando de averiguar, y yo tengo que averiguarlo.

– Oh, Michael… es imposible que se trate de los mismos hombres. Los que yo vi no tenían más de veinticuatro o veinticinco años… como mucho treinta. Tendrían que ser unas criaturas cuando asesinaron a Kennedy. Y, de todos modos…, ¿estás seguro de que estas fotografías son auténticas? No se parecen a ninguna fotografía que yo haya visto antes. No las mostraron en aquel documental sobre Kennedy, ¿verdad?

– No, no lo hicieron. Según dice Joe, las fotografías las hizo un tipo llamado Jacob Parrot, que tenía una tienda de música en Grand Prairie. Fue uno de los pocos fotógrafos aficionados que se encontraban en la escena del crimen a los que no les confiscó las fotografías el FBI ni la policía. Cuando vio que a la gente le quitaban las cámaras, enrolló la película, la sacó y se la metió en el bolsillo. Por lo visto, Jacob Parrot le había pedido prestada la cámara a un amigo, y no había colocado el enfoque correctamente. En la mayoría de las fotografías, el presidente Kennedy se ve muy borroso, pero la gente que está en el montículo lleno de hierba y en la valla que se encuentra detrás del mismo están muy bien enfocados. Y aquí los tienes.

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