Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¿Sabe qué es esto? -le preguntó el joven con voz tranquila.

Éste dio un paso vacilante hacia atrás.

– Me importa una mierda. Me llevo de aquí a esta mujer, y se acabó.

– Pero mírelo… -le animó el joven, que sostenía más alto el disco delante de sus ojos-. ¿No le hace sentir sueño… no le hace sentirse cansado? ¿No le entran ganas de dejar un momento a Verna en el suelo y tomarse un bien merecido descanso?

– Estás desquiciado -le dijo Ralph.

Pero al mismo tiempo le resultaba imposible apartar la vista de aquel disco de cobre y bronce, que parecía lanzarle destellos con una especie de simplicidad cómplice. «Todos tus problemas podrían ser el cobre. Todas tus penurias podrían ser el bronce. Todas tus tensiones y fatigas, toda culpa y toda ansiedad podrían ser tan sencillas como yo. Un círculo dentro de otro círculo. Como todas las demás relaciones de la galaxia, como planetas dentro de otros planetas, como ruedas dentro de otras ruedas.»

– Apuesto a que se encuentra cansado -le dijo el joven.

– Me voy.

– Claro que se va. No nos importa que se vaya. ¿Qué más nos da? El señor Latomba ha perdido nuestro dinero, las palomas han volado del palomar.

Parpadeó lentamente con aquellos ojos de color rojo sangre y en ellos, Ralph empezó a ver pájaros que volaban poco a poco, aleteando, girando despacio sobre playas de color rojo sangre, donde océanos coagulados se removían viscosamente. No pudo evitar fijar la mirada en el disco de cobre y bronce, que de algún modo parecía hacer guiños y chispear.

Se encontró sumergiéndose entre el cálido y sangriento oleaje, en el mar. El sol brilló unos instantes entre la espuma, que era rosa; y luego no hubo más que oscuridad, una oscuridad abrumadora y cada vez más helada, pero él siguió nadando más y más profundo, porque tenía que nadar más hacia el fondo.

– ¿De qué tienes miedo? -le dijo la voz del joven.

– Del fuego… mi padre se quemó un pie en el fuego.

– ¡Ah, el fuego! No debería tener miedo del fuego. El fuego es nuestro amigo.

Ralph continuó nadando hacia abajo; y cuanto más se adentraba, cuanto más nadaba, más frío sentía. Estaba seguro de que notaba cómo funcionaba su cuerpo, todo a su alrededor, como una máquina silenciosa y atareada.

«Fuego -pensó-. El fuego es mi amigo.»

Pero no se daba cuenta de que no estaba nadando, sino que simplemente arrastraba los pies por la cocina de los Latomba en un profundo trance hipnótico, tropezándose con la mesa, chocando con las sillas, todavía llevando a cuestas a Verna, indefensa, sobre su hombro. El brazo derecho se le desplomó y el pesado revólver rebotó contra el suelo de baldosas de plástico. Ni Bryan ni Joseph hicieron intento alguno de recogerlo. No hacía falta hacerlo. Nadie podía decir cuándo tenían que morir ellos.

– ¡Brossard! -gritó Patrice dando golpes en la puerta-. ¡Brossard! ¿Qué pasa?

Bryan sonrió a Joseph y éste le devolvió la sonrisa. Verna empezó a retorcerse y a debatirse intentando soltarse, liberarse, pero Ralph la sujetaba con una fuerza sobrenatural -la misma fuerza que había hecho que Michael doblase el brazo del sillón del doctor Rice-, y ella estaba debilitada y entumecida por el largo sufrimiento a que había sido sometida sobre la mesa de la cocina.

– ¡Suelte! ¡Suelte…me! -consiguió decir jadeante.

Pero Ralph echó hacia atrás la mano derecha, le agarró el pelo y le torció la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que los tendones del cuello crujieron secamente y casi la mata allí mismo. Ella soltó un grito suave y falto de aire… pero, perdido en el trance, Ralph no la oyó.

Ahora creía que estaba saliendo del mar y que iba hacia la orilla. El cielo estaba tan negro como sangre recién derramada. A media distancia podía ver un fuego oscilante y cenizas que se llevaba el viento en forma de remolinos. Un hombre alto con un abrigo gris estaba de pie no lejos del fuego, con las manos en los bolsillos y el pelo de color blanco hueso alborotado por delante de la cara. Nunca había visto a aquel hombre antes, pero de alguna manera sabía quién era, y que siempre habían estado destinados a encontrarse.

Echó a andar por la arena y se acercó al fuego… tanto que podía sentir el calor en las manos y en la cara. El hombre le dijo «Hola, Ralph» sin abrir la boca siquiera, y Ralph pensó: «Es él…-es el "señor Hillary".»

Al mismo tiempo, con Verna agarrada fuertemente al cuello, estaba girando los mandos que encendían los dos quemadoresde la parte delantera de la cocina de gas. Se encendieron, y Ralph pasó por ellos la mano desnuda, adelante y atrás tres veces, para poder sentir el calor. Se extendió por toda la cocina un fuerte olor a vello chamuscado al encogerse y humear el del dorso de la mano, pero él ni siquiera se inmutó.

«Hace mucho frío, ¿verdad, Ralph? -dijo el "señor Hilla-ry"-. Vamos a calentarnos, ¿quieres? Agáchate junto al fuego.»

Ralph acercó ambas manos al fuego tanto como pudo. Ahora ardía ferozmente, una hoguera pequeña de color naranja cálido de maderos arrastrados por la marea y cajas de embalaje rotas. Estaba fascinado por las brillantes chispas que se removían alrededor de los troncos y luego salían en remolinos hacia el cielo de color sangre. Notó como si quisiera coger uno de aquellos leños ardiendo con las manos para poder mirarlo más de cerca.

«El fuego es nuestro amigo, Ralph», le dijo el «señor Hillary».

En la cocina, Ralph agarró a Verna por el cuello, oprimiéndole con fuerza en los nervios con los dedos. Ella trató de escapar, y en su intento por hacerlo le arañó a Ralph la cara con furia, lo golpeó con el codo y lo agarró por los testículos. Gritó una y otra vez, pero Ralph no se daba cuenta. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero no parpadeó ni una vez, ni siquiera cuando ella le arañó como un rastrillo la mejilla izquierda con las uñas rotas, desde el ojo hasta la boca.

– El fuego es nuestro amigo -repitió Ralph. La sangre le corría por la cara en cuatro riachuelos separados y le caía sobre el cuello de la camisa-. ¿Me oyes? ¡El fuego es nuestro amigo!

Verna gritó histérica:

– ¡No! ¡No! ¡No!

Tenía la cara grotescamente desfigurada por el miedo y el dolor. Intentó escapar dejándose caer de rodillas, pero Ralph la izó a la fuerza, sin piedad. Luego, sin la menor vacilación, la puso violentamente boca abajo sobre uno de los quemadores de gas que estaban encendidos.

Y la sostuvo así.

El pelo de Verna se prendió. Toda la cabeza se convirtió en una bola de llamas naranjas. De sus labios llenos de ampollas salió un grito que no parecía humano en absoluto: un interminable, chirriante y desafinado quejido, como cuando se arrastra un cincel a todo lo ancho de una pizarra, hasta que Ralph le levantó brevemente la cabeza y volvió a empotrársela en el quemador. Ella tomó aire y, al hacerlo, respiró gas ardiendo.

El pelo sólo tardó unos segundos en convertirse en unos grumos chispeantes y llameantes. Los chorros de gas rugieron contra su frente y le consumieron con fuerza las orejas. Las mejillas se le enrojecieron y se le encogieron, y la piel se le abrió, como la de un pimiento rojo asado.

Todo el tiempo se convulsionaba, se debatía y golpeaba, pero Ralph le apretó la cara con una fuerza implacable contra el quemador, aunque su propia mano izquierda también estaba ardiendo y las llamas empezaban a lamerle la manga de la chaqueta.

– El fuego es nuestro amigo -seguía repitiendo Ralph con los ojos fijos en la cara del «señor Hillary», a tres metros de distancia en algún lugar de la pared de la cocina-. El fuego es nuestro amigo.

La carne de los dedos se le hinchó y se llenó de ampollas. Ahora tenía toda la manga ardiendo, de manera que el brazo se había convertido en una columna de fuego. Los distintos olores del pelo y la lana quemados, junto con el de la carne quemada, se combinaron para formar una niebla rancia e irrespirable, e incluso Bryan empezó a toser. Joseph lo cogió por el brazo y empezó a empujarlo rápidamente hacia la puerta.

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