Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– He perdido una de mis pipas -dijo.

– Probablemente la habrás dejado en el cuarto de estar -le dijo Bryan-. ¿Quieres traerle a Verna un poco de agua?

– Estoy seguro de que la dejé aquí.

– Tráele a Verna un poco de agua, ¿quieres? No nos conviene que se deshidrate. Es malo para el organismo. Hace que la sangre se espese y agria la adrenalina.

– ¿No podríais desatarme? -les suplicó Verna-. Prometo que no intentaré escaparme.

Bryan hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Pronto necesitaremos alimentos.

– Yo podría prepararos algo de comer. Tengo un montón de chuletas de cerdo en la nevera.

Joseph estaba llenando una taza en el fregadero. Soltó una aguda carcajada.

– Nosotros no comemos cerdo -le explicó Bryan.

– También tengo carne de vaca, y alubias, y atún.

– Nosotros no comemos carne, no comemos alubias y no comemos atún -le dijo Joseph. Se acercó con la taza de agua y le levantó la cabeza a Verna para que pudiese beber. La mayor parte del agua se le derramó por un lado de la boca, pero Verna consiguió tragar la suficiente para calmar la sed.

Volvió a apoyar la cabeza en la mesa. Joseph permanecía muy cerca de ella, tan cerca que Verna podía olerlo, un olor floral débilmente pútrido, como rosas medio marchitas en un florero cuya agua se hubiera secado.

Ellos no comían carne, no comían alubias y no comían atún. Verna no quiso preguntarles qué era lo que comían, por si no le gustaba la respuesta. Además, ya había aprendido a no provocarlos, a ninguno de los dos. Aquellos dos hombres mostraban una conducta extrañamente formal, pero ya le habían infligido suficiente dolor como para que Verna se hubiera dado cuenta de que su capacidad de crueldad no conocía límites.

Era incapaz de entender cómo alguien podía sentir deseos de hacerle daño a otro ser humano en semejante medida, especialmente teniendo en cuenta que ninguno de ellos parecía obtener placer en ello, ni siquiera el más mínimo placer sexual. Siempre que se ponían a hacerle daño, siempre que la tocaban, lo hacían de un modo tan natural que ella se sentía completamente impersonal, como un pedazo de carne que ellos estuvieran torturando no porque tuvieran nada contra ella, sino por algún incomprensible ritual propio de ellos.

No la odiaban, eso se notaba. Ni siquiera les caía mal. De hecho le hablaban en un tono tan desenfadado y amistoso que casi creía que se habían encariñado con ella.

Eso era lo que hacía que su crueldad resultara aún más aterradora. Eso era lo que la asustaba más que nada.

Había otra cosa que la inquietaba. Algo que le había penetrado profundamente en la conciencia, como una pedazo de vidrio roto que se le hubiera clavado en un pie. La mayor parte del tiempo había estado demasiado aturdida, demasiado agraviada y demasiado agotada para pensar en ello, pero no hacía más que venirle a la cabeza una y otra vez.

Aquellos hombres no habían dormido. Los había visto juntos, los había visto separados. Justo cuando pensaba que uno de ellos estaría descansando, éste reaparecía, sonriente, con los ojos de un color rojo sangre, como rubíes.

Verna tenía la extrañísima sensación de que nunca dormían.

La corpulenta mujer negra, vestida con un vestido estampado de flores azules, le abrió a Ralph el balcón de su apartamento y le enseñó la estrecha terraza. En un extremo de la misma había una silla de mimbre con el asiento medio hundido y un cojín raído.

– Aquí es donde acostumbro a sentarme -le dijo la mujer-. Eso cuando no hay incendios y las balas no vuelan por ahí. -En la otra parte de la terraza había una colección de macetas de barro llenas de una mezcla de flores de vivos colores y hierbas: tomillo, perejil italiano, cilantro, albahaca y salvia-. Y éste es mi jardín, mi orgullo y mi alegría.

– Es verdaderamente bonito -comentó Ralph-. Es bonito ver algo que crece.

Se inclinó sobre el borde del balcón para ver el del apartamento de Patrice Latomba, unos tres metros más abajo. En él había una bicicleta roja y unas plantas altas como ortigas, sospechosamente parecidas a la cannabis sativa, que crecían en latas oxidadas de aceite de cocina. Se agarró a la barandilla de metal que rodeaba la terraza y la zarandeó. Parecía ser lo suficientemente firme.

– Creo que la tienen atada en la cocina -le indicó Patrice-. Gritó un par de veces y los gritos venían de esa dirección.

– De acuerdo -asintió Ralph-. Y tu cocina tiene la misma situación que la del apartamento de esta señora, ¿verdad?

– Eso es.

– De acuerdo -repitió Ralph intentando parecer animado-. Ahora no hay más que ponerse a ello.

Volvió a entrar en el apartamento de la mujer y cogió la pesada cuerda gris que había traído en el maletero del coche. Patrice y la mujer lo miraron en silencio mientras él ataba con destreza un extremo alrededor del pasamanos y tiraba de él con fuerza para probarlo. Luego levantó el arma del calibre 44 que llevaba en la pistolera, bajo el hombro, abrió el tambor, le dio vueltas, lo cerró y amartilló la pistola.

– Tendrás cuidado y apuntarás sólo a quien debes, ¿verdad? -le preguntó Patrice-. Ya me quitaste a mi hijo, no me quites también a mi mujer.

Ralph le dirigió una mirada dura y no dijo nada. Hubiera podido negarse en redondo a acudir allí, y todavía, en aquel mismo momento, podía volverle la espalda a aquella situación, aunque no iba a hacerlo. La adrenalina le corría a raudales y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Lo único que deseaba era descolgarse por aquel balcón y darle patadas en el culo a alguien; y ni la palabrería engreída de Patrice Latomba iba a detenerle.

– Recen un poco -les pidió.

La mujer se santiguó y dijo:

– Aleluya, aleluya.

Patrice se quedó mirándolo fijamente, como si él estuviera loco, cosa que probablemente era cierta.

Se enrolló la cuerda alrededor de la muñeca izquierda, luego trepó a la barandilla y se mantuvo allí en equilibrio, con las piernas separadas, de espaldas a la calle, que quedaba casi a veinte metros debajo de él. Tenía la 44 levantada en la mano derecha. Eso era lo que significaba ser un hombre. Oyó el lejano golpeteo de un rifle automático. Miró hacia abajo, hacia la calle Seaver, donde todo era devastación y denso humo marrón, y eso era lo que él quería, aquel peligro, aquel paisaje de batalla, aquella abrumadora sensación de que él podía ser importante para algo.

Soltó un grito que le asustó hasta a él mismo, luego saltó de espaldas de la barandilla del balcón y se lanzó al vacío. Dio una vez con los pies contra la pared, para impulsarse más hacia afuera, y bajó balanceándose hasta el balcón de Patrice, todavía gritando como un loco. Se le enganchó un tobillo en la barandilla del balcón, tiró la bicicleta de un golpe, dio la vuelta, se balanceó, y después entró directamente por la puerta del balcón de Patrice en medio de una explosión de vidrios y maderas barnizadas. Cayó de bruces en el cuarto de estar y se encontró envuelto en unas cortinas blancas, como si fueran una mortaja.

Se debatió por ponerse en pie. Tenía un corte en la mejilla izquierda y de una herida larga que se había hecho en la base de la mano derecha le chorreaba abundantemente la sangre, que iba a parar a la alfombra. Pero, en medio de un ataque de tos, logró desenredarse de las cortinas e ir al vestíbulo. La puerta de la cocina estaba ligeramente entreabierta, y pudo oler a humo de cigarrillo y oír a alguien que decía algo. Titubeó unos instantes, pero luego irrumpió en la cocina sosteniendo rígidamente la 44 delante de él con ambas manos. Gritó:

– ¡Quietos!

Los dos hombres de gafas oscuras estaban de pie uno a cada lado de la mesa de la cocina. No parecían sorprendidos en absoluto. Uno de ellos estaba fumándose un cigarrillo y echaba el humo en delgados chorros por los agujeros de la nariz, mientras que el otro se limaba las uñas.

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