Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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El «señor Hillary» sonrió.

– ¿Te doy miedo, Joe? -le preguntó.

Joe respiró bruscamente, como un cataclismo. Respiró entre sangre, tierra y fragmentos de mucosidad. Trató de respirar de nuevo, pero no pudo. Tenía los pulmones embozados y la tráquea bloqueada por hojas y fibras. Y estaba demasiado asustado.

Oh, Dios. Oh, Dios.

Pero el corazón se negaba a latir. Y los pulmones se negaban a respirar.

Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios.

Y la muerte le llegó precipitadamente, como batientes alas negras, como la puerta de una bodega al abrirse. Y luego no hubo nada en absoluto.

ONCE

Ralph subió el coche a la acera al final de la calle Seaver, seguido del Eldorado púrpura metalizado del 82 que lo había escoltado todo el camino hacia el sur por la Combat Zone. Saltó del vehículo y cerró la puerta con llave, aunque se daba cuenta de lo absurdo que resultaba cerrar la puerta de un Volkswagen de tres años aparcado en la calle Seaver. Absurdo porque nadie en la calle Seaver querría robar un coche como aquél, y absurdo también porque, si quisieran, las estadísticas del departamento de policía ponían en evidencia que incluso los modelos que traían alarma de fábrica se podían forzar y poner en marcha en un minuto y cincuenta y ocho segundos, y con frecuencia en menos tiempo.

No obstante, de alguna manera presentía que aquel día no le robarían el coche. Patrice Latomba estaba esperándolo en la acera flanqueado por seis o siete de sus hombres de confianza, incluido Bertrand, que, nerviosos y salvajes, lucían trenzas rastafarianas y gafas negras; también había un atractivo joven negro que llevaba la cabeza afeitada, pendientes de aro de plata y un justillo de cuero sin mangas, y un ex boxeador con los ojos hinchados y la nariz aplastada, a quien Ralph (con cierta tristeza) reconoció como Henry Rivers, el Martillo, uno de sus héroes de los días de la televisión en blanco y negro con los ángulos redondeados. Los días de Cassius Clay; los días de Kennedy.

Dio la vuelta al coche y subió a la acera; Patrice lo recibió con una mirada glacial.

– Lo siento -dijo Ralph-. Quiero que sepas esto antes de que digamos nada más. Fue un accidente, sólo eso. Pero tu hijo está muerto y yo le disparé. Lo siento.

– No hablemos de eso, ¿vale? -dijo Patrice-. Hablar no va a devolvérmelo. Nada ni nadie pueden devolvérmelo. -¿Cuál es tu apartamento? -le preguntó Ralph.

Patrice dio medio vuelta y se lo señaló.

– Es ahí arriba. Tercera planta. Pero han corrido las cortinas. No se puede ver nada.

Ralph retrocedió en la acera y examinó el edificio de ladrillos llenos de manchas. Los balcones eran mucho más estrechos de lo que había supuesto, apenas lo bastante anchos como para que cupieran allí un par de sillas. Pero sabía que los ataques por la puerta de entrada principal siempre resultaban asesinos. Había visto caer ya bajo los disparos a demasiados agentes de uniforme en los rellanos de Roxbury, y no le apetecía nada ser el siguiente de la lista.

– ¿Has hablado con ellos hace poco? -le preguntó a Patrice.

– Lo he intentado. Pero al parecer no tienen la menor capacidad de raciocinio, tío. Dicen que quieren el dinero y ya está. No les importa quién lo tenga, y yo tengo que encontrarlo. Mierda, tío, lo he intentado, he desplegado todas las antenas que te puedas imaginar, pero no sé quién lo tiene. Jesús, si lo supiera, a estas horas ya lo tendrían ellos.

– ¿Hablan por teléfono? -le preguntó Ralph.

– Eso es.

– ¿Y son dos?

– Sólo dos, de eso estoy seguro.

– ¿Cuánto tiempo hace que no duermen? -quiso saber Ralph.

– Desde ayer no han dormido nada, tío. Hemos hablado con ellos durante todo el día de ayer; y toda la noche pasada, y toda esta mañana.

– ¿Con los dos?

– Desde luego. Tienen la voz diferente. Uno de ellos habla como si fuera de Salem o de Marblehead, ¿sabes lo que quiero decir? Del norte, con clase. Con ese acento lento tan raro. El otro parece más normal, de Boston.

– Deben de estar muy cansados.

– Qué dices, tío. No parecen cansados. Ninguno de los dos.

Ralph se quedó pensando durante unos instantes y luego, con bastante brusquedad, dijo:

– Tú no sabes dónde está el dinero, ¿verdad?

– Tío, si yo lo supiera…

– Vale, vale, te creo -le interrumpió Ralph-. ¿Tampoco sabes quiénes son esos tipos? Quiero decir, ¿no tienes ni idea? ¿Ni una pista?

– No son nadie de quienes yo haya oído hablar, y eso es una verdad como un templo.

Ralph se frotó la frente con la punta de los dedos.

– Pues yo ni siquiera tenía ni idea de que hubiese alguien más metido en esa operación, aparte de Jambo, de DuFreyne, de Little Johnson, y de todos esos contactos de familia bien de Harvard, de la Facultad de Medicina de Harvard y del Instituto de Tecnología de Massachusetts.

– Pues yo ni siquiera sabía tanto -le dijo Patrice-. Sí sabía que Luther se dedicaba al tráfico de drogas; todo el mundo sabía que era traficante. Lo que quiero decir es que así es como se gana la vida.

– Entonces, ¿cuál es la situación ahora? -le preguntó Ralph. Estaba tenso, ansioso, se sentía fuera de lugar. El negro guapo lo miraba con un odio inquebrantable, y Henry el Martillo se removía, encogía el cuello y se golpeaba sin parar la palma de una mano con el puño de la otra.

– Han estado haciéndole daño a Verna -dijo Patrice con voz tensa y desafinada-. No sé cuánto, no sé cómo. La oí por el teléfono y estaba chillando. Nunca había oído gritar así a nadie. Dicen que si no les traigo la bolsa antes de las doce, la matarán. Sin condiciones ni peros.

De pronto, a Patrice le brotaron lágrimas de los ojos. Ralph lo miró y se vio atrapado por algo inesperado. Por primera vez en toda su carrera comprendió que las personas contra las que él actuaba como policía eran seres humanos; y que eran exactamente iguales a él; y que lloraban y se preocupaban, aunque fueran ladrones, traficantes de drogas o chulos. No era cuestión de perdonar. El perdonar era cosa de los jurados. Pero sí era cuestión de comprensión; y Patrice estaba llorando; y Ralph lo comprendía. Y aquél era el hombre a cuyo hijo había matado.

– Yo la sacaré de ahí -prometió Ralph-. Tengo cuerda y un gancho en el coche.

– ¿Y ya está? ¿Con una cuerda y un gancho?

– Ya está. Siempre que alguien pueda llevarme al apartamento que está justo encima.

De pronto, Verna abrió los ojos y sintió un dolor atroz en las muñecas y en los tobillos. Tal como estaba, con la mejilla apretada contra la mesa de la cocina, podía ver el reloj eléctrico cuadrado de color amarillo que había en la pared, y descubrió con dolor y alivio al mismo tiempo que sólo había dormido durante veinte minutos. Con dolor porque tenía necesidad de dormir mucho más; y con alivio porque, mientras dormía, por lo menos se había visto libre de las lascivas torturas a que habían estado sometiéndola Bryan y Joseph de modo continuo. Y porque todavía faltaban dos horas y media para mediodía, hora en que Patrice había prometido devolver el dinero.

Durante unos instantes pensó que quizás Bryan y Joseph estuviesen dormitando también. Pero en cuanto abrió los ojos e intentó removerse para buscar una postura más cómoda, apareció Bryan, con los ojos ensangrentados, la cara blanca, y limándose las uñas.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó él.

Verna tragó con la garganta seca.

– Me vendría bien un poco de agua. Me duelen muchísimo las muñecas y no siento las manos.

Bryan asintió, como si lo comprendiera perfectamente.

– Estas cosas se nos envían para ponernos a prueba.

Apareció Joseph, con el ceño fruncido en un gesto distraído.

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