De repente se le ocurrió que iban a matarlo, que aquél era el día en que iba a morir.
«Dios mío, perdóname -pensó-. Dios mío, no me hagas esto, por favor. Aquí no, ahora no. No a manos de estos terribles hombres.»
El hombre que había estado sentado a horcajadas sobre la espalda de Joe se dejó caer ahora de rodillas sobre los hombros de éste, para sujetarlo mejor contra el suelo. Al mismo tiempo, ei otro hombre le metió una mano entre las piernas y le agarró los testículos. Dio un dolorosísimo apretón, y Joe gritó:
– ¡No!
E intentó darse la vuelta.
– Tú eliges, amigo mío -dijo el hombre que estaba sentado sobre sus hombros-. Vida… muerte, todo depende de ti.
– Tengo esposa -le dijo Joe. La sangre de la nariz le salía por un lado de la boca-. Tengo familia.
– ¿Y crees que eso tendría que suponer alguna diferencia? -le preguntó el hombre.
– Sólo pido un poco de compasión, nada más.
– ¡Compasión! ¡Qué bueno! ¡Tú te habrías alegrado viendo cómo nos freíamos!
– Por el amor de Dios -les suplicó Joe atragantándose y tosiendo al hablar.
– No lo creo -replicó el hombre.
En aquel momento, el hombre que había estado apretándole los testículos hundió ferozmente la cabeza entre los muslos de Joe, le arrastró el pene hacia atrás y hacia abajo y se lo agarró con la boca. Joe lanzó un alarido de terror y arqueó la espalda, pero el hombre no lo soltó, al contrario, le apretó tenazmente el glande con los dientes.
Joe temblaba de miedo y de asco.
– ¿Qué demonios queréis? ¿Qué demonios queréis? -no dejaba de repetir.
– ¿Quieres que te lo arranque de un mordisco? -le preguntó el hombre en un tono aceitoso y sugerente-. A mi amigo le encanta arrancarlos a mordiscos.
Para hacer una demostración, el hombre de la cara blanca le clavó los dientes a Joe en la sensible piel del pene un poco más profundamente, y con lascivia comenzó a lamerle la punta. El estómago de Joe se hizo un nudo a causa del miedo, la repulsión y el sabor a sangre.
Apenas podía pensar. Tenía la mente como una pantalla de televisión llena de interferencias y con el volumen subido al máximo. No podía ver, no podía oír. Cada uno de sus sentidos parecía haberse bloqueado por un interminable y crepitante rugido.
Había temido por su vida otras veces: en un accidente de automóvil, en un vuelo a las cataratas del Niágara, en el cual el avión en que viajaba había sido alcanzado por un rayo. Pero nunca como ahora. Aquello era miseria, terror y completa humillación, todo mezclado. Se encontró a sí mismo rezando para que su familia nunca se enterase de lo que le había pasado. Era mejor perderse para siempre en una tumba superficial en el bosque con tal de que Marcia no descubriese lo que aquellos hombres de cara blanca estaban haciéndole pasar.
Joe todavía rezaba cuando el hombre que estaba sentado a horcajadas sobre sus hombros sacó dos largos tubos de metal del bolsillo interior. Sin decir palabra, sin la menor vacilación, colocó uno de los tubos sobre una mitad de la desnuda espalda de Joe. El tubo hizo un orificio en aquella carne rolliza y blanca.
– Ya sabes lo que dice la Biblia -le dijo el hombre a Joe en tono coloquial-. No sólo de pan vive el hombre.
– ¿Qué…? -preguntó Joe.
Y en ese momento, el hombre empujó con fuerza el tubo, que penetró en la piel de Joe; éste lo sintió correr, frío y cortante a medida que iba entrando en su cuerpo. Le tocó en algún lugar concreto de su interior, y notó cómo se enganchaban los tejidos y cómo se estremecían los nervios a causa del inesperado e insoportable dolor. Intentó luchar, pero los dientes del otro hombre se le clavaron más en el pene, tan profundamente que sintió como si fueran a partírselo por la mitad de un mordisco. A pesar del sufrimiento que la aguja estaba infligiéndole, a pesar del puro dolor exquisito de tener aquel tubo delgado deslizándose dentro del cuerpo, pinchándole y escarbándole en los ríñones, apretó el suelo con ambas manos, cerró con fuerza los ojos e intentó pensar en cualquier cosa que no fuera el dolor.
Por supuesto, le resultó imposible, porque lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue de que le introducían un segundo tubo por el otro lado de la espalda, bien adentro de la piel, a través de los músculos y del tejido adiposo. Gritó, aunque no pudo oírse a sí mismo, y luego los senos nasales le hicieron explosión con un espantoso estornudo de sangre, tierra y ramitas; y vomitó.
Le pareció oír que alguien se reía: una risa aguda, estridente, maníaca. Le pareció oír truenos, pero era sólo la sangre rugiendo con estruendo por su cerebro.
Sintió un dulce e intenso dolor de agonía en los ríñones, y un sufrimiento que lo convenció de que estaba muriéndose. No sabía si unirse a aquella risa o sollozar de dolor.
Se sumergió en una profunda inconsciencia mientras los dos hombres de cara blanca se inclinaron sobre él y se pusieron a sorber con intensa concentración a través de los delgados tubos de metal que sobresalían de la espalda desnuda. Lo único que los perturbaba mientras sorbían era el ocasional gorjeo de algún pájaro entre las copas de los árboles y el distante zumbido de un avión.
Joe podía sentirlos sorber, pero permanecía en estado de coma. Le daba la impresión de estar caminando por una playa en algún lugar, mientras la brisa le soplaba firmemente en los ojos y las gaviotas volaban en círculos a su alrededor. Se daba cuenta de que alguien iba siguiéndolo, muy cerca, detrás de su hombro derecho, tan cerca que notaba que no podía volverse y enfrentarse a él.
– Podrías unirte a nosotros, ¿sabes? -susurró una voz, una voz medio apagada por la brisa.
Se detuvo, y quienquiera que estuviera siguiéndolo se detuvo también.
Oyó decir a alguien:
– ¿«Señor Hillary»? ¿«Señor Hillary»?
Dio media vuelta. Se encontró cara a cara con un hombre alto y anguloso que llevaba un suave abrigo gris, un hombre con el pelo de color blanco hueso, que se le rizaba y le azotaba la cara.
El hombre tenía los ojos rojos, como dos tinteros de vidrio rebosantes de sangre.
– «Señor Hillary» -oyó decir a alguien; y ese alguien era él.
El hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y levantó lentamente la mano derecha, de modo que la manga cayó y le dejó el brazo al descubierto. Tenía las muñecas delgadas y la piel de un enfermizo color blanco.
– Podrías unirte a nosotros, ¿sabes? -le dijo el hombre sonriendo, aunque hablaba como un ventrílocuo en el escenario, sin mover los labios-. Todo el mundo es nuestro dominio. Los pecados de los padres y los de los hijos, todos nos pertenecen.
Joe estaba helado a causa del terror. El corazón le latía cada vez con menos fuerza. Nada le había producido nunca tanto miedo en toda su vida.
El «señor Hillary» seguía sonriendo, y acercó un poco más el brazo. Parecía como si la piel estuviera moviéndosele, hormigueando. Joe no quería mirar, no quería averiguar por qué, pero no pudo evitarlo. El hombre lo aterrorizaba de tal modo que élno era capaz de apartar la vista.
– ¿Te asusto? -le preguntó el hombre-. ¿Hay algo en mí que te haga sentir incómodo?
Joe miró fijamente el brazo del hombre y se percató de que el movimiento estaba justo dentro de las venas. De hecho, en la parte interna de la muñeca, donde la piel era delgada y casi transparente, consiguió ver qué era lo que lo causaba. Por las venas de aquel hombre, en una corriente constante y nauseabunda, se arrastraban gusanos de sepultura. Rezumaban y se movían hacia abajo por la parte interna del brazo, le rodeaban el codo y le abultaban las venas del dorso de la mano.
Joe levantó lentamente la vista hacia la cara del «señor Hillary» y vio que los gusanos se abrían paso apretadamente incluso por las arterias laterales del cuello.
Читать дальше