Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Joe solía tener buen humor, era vulgar y bueno en su trabajo. Bebía demasiado, pero siempre llevaba consigo un paquete de pastillas de menta. Uno de los motivos por los que bebía demasiado era porque se había dado cuenta de que en el mundo que lo rodeaba estaba sucediendo algo que no alcanzaba a comprender. Había visto a jóvenes con la cara blanca en compañía de los hombres y mujeres más ricos e influyentes de Boston. El mismo Edgar Bedford les había abierto las puertas para que pasaran, les había dado la mano e incluso les había sonreído. Hasta habían estado presentes en la ceremonia de toma de posesión del alcalde.

Había visto salir a dos de ellos de las oficinas de la Administración Federal de Aviación en la mañana del fatal accidente de helicóptero de John O'Brien, a otros en el cuartel general de la policía, y a uno hablando con indescifrable seriedad con el alcalde. ¿Qué probaba eso? Absolutamente nada. Pero Joe había decidido cubrirse bien las espaldas, y por eso había elegido a Kevin Murray y a Arthur Rolbein para investigar el accidente. Ambos eran hombres inteligentes, persistentes y faltos de emoción, por no hablar de que poseían unas mentes independientes. Por otro lado, eran escépticos con respecto a Edgar Bedford y a todo el estamento político de Boston.

Por eso se había quedado tan desconcertado cuando Edgar Bedford le había dado instrucciones para que hiciera volver a Michael al trabajo.

Él sabía que Michael no había podido superar lo de Rocky Woods. En su último informe trimestral que había enviado a Plymouth Insurance, el doctor Rice había dicho que Michael no estaba ni siquiera a medio camino de la recuperación, y que otra investigación que lo hiciese enfrentarse cara a cara con mutilaciones humanas fácilmente podría hacer que se sintiera aún más enojado y más culpable, y alienarlo por completo del funcionamiento social útil. ¿Cómo puede uno sonreír y decirle buenos días a las personas cuando sabe cómo son esas mismas personas cuando están hechas pedazos? Otro trabajo como el de Rocky Woods podría hacer que Michael llegara al límite, y la próxima parada sería el manicomio.

Habían estado discutiendo durante más de una hora, pero Edgar Bedford había insistido:

– Ese tipo necesita otra oportunidad… es como cuando uno tiene un accidente de automóvil… cuanto antes vuelva a ponerse al volante, mejor. -Edgar Bedford había hecho una pausa y se había frotado secamente las palmas de las manos una contra la otra. Luego había añadido-: Pero haz que parezca idea tuya, ¿de acuerdo? No le digas que lo he pedido yo. Si le dices que lo he mandado llamar yo… bueno, lo más probable es que no venga, ¿no te parece? Ya sabes lo terco que puede llegar a ser.

A Joe no le había quedado más remedio que ir a New Seabury en su coche y convencer a Michael de que aceptase el caso. Desde luego, Michael era un hábil e intuitivo investigador con una integridad total. Además era excéntricamente brillante… un investigador capaz de comprender que los bosques no están hechos solamente de árboles, sino que también existen espacios vacíos entre ellos. Los buenos investigadores de seguros ven más allá de lo que tienen delante de sus ojos.

Pero Joe hubiese necesitado a alguien que no sufriera pesadillas… a alguien que no pensase que estaban siendo perseguidos por los muertos, por víctimas desmembradas de accidentes.

Joe hubiese necesitado a alguien que no tuviera miedo de aquellos hombres de cara blanca.

Respiró profundamente y abrió los ojos. Luego sintió como si alguien estuviese echándole agua helada lentamente por la espalda de la camisa. Su imagen, que se reflejaba en el capó del Cadillac, estaba flanqueada por otras dos imágenes: dos curvadas y distorsionadas imágenes de hombres de cara blanca, con los ojos apagados y las ropas humeantes.

Se dio media vuelta. Se encontraban tan sólo a un par de metros detrás de él; tenían el pelo chamuscado, las chaquetas carbonizadas, los rostros blancos como la muerte y los ojos de color rojo sangre.

Joe tenía tanto miedo que tuvo que apretar los músculos para evitar hacer de vientre.

– Creías que no volverías a vernos, ¿eh? -le dijo uno de los hombres de cara blanca-. ¿Creías que ya habías visto cómo nos asábamos?

Joe empezó a caminar de espaldas, pegado al coche, con las manos atrás para sentir la seguridad del automóvil.

– Vamos, hombre -razonó-. Ha sido un accidente. Vosotros estabais dándome golpes, ¿no?

El hombre de la cara blanca movió el dedo índice de un lado al otro.

– Eso no fue ningún accidente, amigo mío. Fue deliberado. En otras circunstancias, hubiese podido ser homicidio.

– Un accidente -repitió Joe con voz vacilante.

– Nosotros creemos que no -dijo el amigo sonriendo; y le salió humo de la boca al hacerlo.

Joe permaneció sólo unos instantes donde estaba, con la espalda apretada contra el Cadillac, los ojos muy abiertos, sudoroso, tenso. Rezó para que pasara otro coche, asustase a aquellos dos zombies chamuscados y los hiciese huir. O para que pasase un helicóptero, se fíjase en los restos del Cámaro incendiado y llamase a la patrulla de carreteras. Y, sobre todo, para que no le hicieran daño.

Uno de los hombres de cara blanca metió la mano detrás de la chaqueta y sacó dos largos tubos de metal, cada uno tan fino como un recambio de bolígrafo.

– ¿Le damos miedo, señor? -le preguntó con naturalidad.

– ¿Le producimos la impresión de que va a morir? -le preguntó el otro.

Cuando empezaron a acercarse a él, Joe pudo distinguir que uno de aquellos hombres tenía un cráneo de cabra, de plata deslustrada, incrustado en la sien izquierda. No sólo sobre la sien izquierda, sino dentro de la sien izquierda, porque aquel adorno solamente se podía haber colocado allí haciéndole un agujero en la frente. La saliva, ennegrecida por el humo, le caía a chorros por la comisura de los labios.

– ¿Le damos miedo, hombre? -le preguntó el hombre de la cara blanca; y luego soltó un terrible aullido, como el grito de llamada del cerdo, y unos cuantos pájaros más salieron asustados de entre los árboles.

Joe rodeó el coche lentamente, y luego echó a correr. Corrió en diagonal por el terraplén arriba, hacia los bosques, sobre la hierba que crecía en penachos y que le hacía tropezar a cada paso. Si conseguía llegar a los bosques, entonces aquellos hombres no tendrían la menor posibilidad de encontrarlo. Joe había luchado con el tercer regimiento de infantes de marina de los Estados Unidos en Phu Bai. Sabía lo que era el miedo, pero también sabía cómo arreglárselas para sobrevivir.

Llegó a lo alto del terraplén y echó una mirada hacia atrás por encima del hombro. Los hombres de cara blanca le seguían a veinte o veinticinco metros más abajo de donde él se encontraba, venían tras él; y quizás estuviesen quemados y conmocionados, pero eran jóvenes, y las piernas jóvenes pueden correr mucho y mejor. Continuó corriendo sin dejar de darse golpes contra los arbustos, los heléchos y los árboles pequeños; las ramas delgadas le azotaban y le pinchaban la cara. Podía oír el ritmo de su propia respiración, ronca y rápida. «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!» Casi podía oír cómo le gritaba el sargento Jackson.

Protegiéndose la cara con un brazo levantado, Joe se dejó caer por el talud lateral de un pequeño barranco, y echó a correr por él mientras levantaba con los zapatos una verdadera tormenta de hojas caídas el año anterior. «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!»

Llegó al final del barranco y entonces tuvo que gatear por una pendiente muy inclinada, agarrándose a raíces y hierbas para no resbalar y caer cuesta abajo. Oía pasos que aplastaban las hojas en ávida persecución, pero no miró hacia atrás. El sargento Jackson siempre le había dicho: «No mires hacia atrás, eso te entretiene y te produce miedo, y a ellos, tu cara blanca les proporciona un blanco perfecto.»

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