Frotándose el hombro magullado, se puso en pie y se quedó junto al doctor Rice. Éste había estado parpadeando con la mirada perdida, pero ahora abrió los ojos y miró fijamente a Michael, al que reconoció en medio del sufrimiento.
– La ambulancia está en camino -le dijo Michael para tranquilizarlo al tiempo que le cogía una mano.
– Confío en que traigan pegamento -le dijo en un susurro el doctor Rice.
– No se preocupe… saldrá de ésta. Incluso es posible que no pierda los pies. Es increíble lo que se puede hacer con la microcirugía.
El doctor Rice se estremeció. Tenía las uñas largas y cortantes, y se las clavaba a Michael en los dedos.
– Me dijeron que en el lugar adonde iba a ir no necesitaría los pies.
– ¿Querían matarlo?
– Claro que querían matarme. Exactamente igual que a todos aquellos que descubren lo que se proponen.
– ¿Y qué se proponen?
El doctor Rice le dedicó a Michael una sonrisa enfermiza y titubeante.
– Créame, Michael, mejor que no lo sepa.
– Pero, ¿por qué la han tomado con usted?
– ¿Usted qué cree? Me eligieron a mí porque yo era el mejor, porque yo podía usar mi aura.
Hizo una mueca de dolor y tosió. Durante unos instantes, Michael creyó que el médico iba a morirse allí mismo y en aquel momento, justo delante de él.
Pero el cabo de un rato el doctor Rice levantó una mano temblorosa, se limpió la boca y dijo:
– Sólo somos seis o siete… al menos que yo sepa.
Michael le apretó la mano. No podía soportar mirar los tobillos, que goteaban.
– ¿Seis o siete qué? -le preguntó.
– Hipnotizadores con aura. ¿No lo sabía? Yo soy un hipnotizador con aura. Una cosa que aprendimos allá en los años sesenta, algo que no se puede comprender a menos que uno se haya visto a sí mismo desde fuera.
Hubo un silencio muy largo. El doctor Rice yacía de espaldas en el sillón y era evidente que empezaba a sentir el dolor de la amputación realmente por vez primera. Le apretó la mano a Michael como un buitre en rigor mortis, y la respiración se le hizo superficial e irregular.
A lo lejos oyeron el ulular de una sirena.
– Escuche -le dijo Michael-. Ya llegan.
El doctor Rice le apretó aún más la mano.
– No puedo explicárselo todo… no hay tiempo. Pero coja mi cuaderno… coja mi agenda… está en el cajón del escritorio, el de arriba a la derecha. Y coja ese libro del estante que está al lado del Sheeler… el verde… -El ruido de la ambulancia disminuyó hasta detenerse del todo al llegar a la puerta del despacho. Michael podía ver las luces rojas parpadeando a través de las persianas medio cerradas-. Una cosa más -susurró el doctor Rice.
– Está bien -le tranquilizó Michael-. Ya me lo dirá más tarde. Ahora vamos a llevarle al hospital.
– No, Michael… hay otra cosa… una cosa que usted tiene que saber…
– Escuche… olvídelo. Ya me lo dirá cuando se ponga bien.
Pero el doctor Rice se agarró a él e incluso intentó incorporarse en el sillón.
– El piloto… -susurró.
– Doctor Rice…
– ¡Escúcheme! -le interrumpió el doctor Rice-. El piloto, Frank Coward…, era uno de mis pacientes… lo mandaron aquí para que recibiera aurahipnosis, para que yo pudiera decirle lo que había que hacer… para que el «señor Hillary» pudiera decirle lo que había que hacer.
– No comprendo -dijo Michael.
– Lea mi diario… lea los libros… entonces lo entenderá.
– Victor dice que entra dentro de lo posible que Frank Coward hiciera que el helicóptero se estrellase porque así se lo ordenaran bajo hipnosis.
– Bien, Victor tiene razón… sea quien sea ese Victor. En cualquier caso, está sobre la pista correcta. Pero escuche…
En aquel momento llamaron a la puerta principal, y se oyó a un sanitario que decía:
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¡La ambulancia!
– ¡Aquí dentro! -gritó Michael.
– ¡Por favor! -siseó el doctor Rice-. ¡Tiene que escucharme!
– Bill, la mujer está muerta -se oyó que decía una voz en el pasillo.
– ¡Por favor! -le suplicó el doctor Rice agarrando con fuerza la manga de Michael y moviendo arriba y abajo los ensangrentados muñones de los tobillos a causa de la ansiedad-. ¡Le he hecho lo mismo a usted!
– ¿Qué? -le preguntó Michael mirándolo perplejo.
– Le he hecho lo mismo a usted. Lo mismo que le hice a Frank Coward.
– ¿Qué quiere decir? -le exigió Michael.
Pero el doctor Rice no contestó. En lugar de hacerlo se puso a rebuscar en el bolsillo con la mano libre y sacó algo. Un objeto pequeño, del tamaño de un cuarto de dólar, pero más grueso. Se lo apretó a Michael en la palma de la mano y luego cerró los dedos sobre ello.
En aquel momento, dos fornidos sanitarios irrumpieron en el despacho.
– ¡Dios mío! -exclamó uno de ellos-. Ha perdido los dos pies.
Michael sacudió frenéticamente el brazo del doctor Rice.
– ¿Qué quiere decir con lo de Frank Coward? -repitió-. ¿Qué quiere decir con que me ha hecho lo mismo a mí?
Pero los ojos del doctor Rice parpadearon varias veces y finalmente se cerraron, y la cabeza se le cayó hacia un lado, con el labio superior enganchado en los colmillos en una débilísima parodia de un gruñido.
– Vamos, amigo -dijo el sanitario apartando a Michael con suavidad-. Este tipo necesita toda la ayuda experta que se le pueda proporcionar.
El otro sanitario se arrodilló en el suelo y con desagrado cogió los pies del doctor Rice.
– Tendremos que ponerlos en hielo -observó-. E inmediatamente tendremos que llevar a este desgraciado al hospital, no podemos perder más tiempo.
Michael oyó que se acercaba otra sirena por la calle; y luego otra; y a continuación el sonido que producían algunas puertas, de coche que se cerraban. Alguien había llamado a la policía. Al mismo tiempo entró Víctor por la puerta de atrás, jadeando y esforzándose por recuperar el aliento.
– No he podido alcanzarlos -le dijo a Michael-. Torcieron por la esquina, al lado del Copper Kettle, y entonces, sencillamente, desaparecieron.
Un policía tripón que llevaba el uniforme muy planchado entró también en la habitación. Parpadeó al ver a Victor, luego parpadeó al mirar a Michael, y luego parpadeó de nuevo al fijarse en el doctor Rice.
– Dios Todopoderoso -exclamó. Y luego añadió-: Buen Dios Todopoderoso.
Se encontró con Arthur Rolbein en The Rat, un antro situado en la avenida Commonwealth que hacía varios años que no pisaba. El sitio tenía todo lo que un buen antro debe tener: un ambiente lleno de humo, música estridente, suelos pegajosos, bebidas baratas y la mezcla precisa de gente que un antropólogo marciano se habría llevado consigo al planeta rojo en su platillo volante para demostrar lo ancho y profundo de la civilización humana, desde el bullicioso universitario de Boston bebedor de cerveza hasta el hermano superatractivo de risa tonta.
Llevaba cuatro horas de retraso. La policía de Hyannis había estado interrogándolos a ambos, a Víctor y a él, durante más de dos horas a cada uno, y únicamente los habían soltado con la condición de que no se alejaran más allá del Hub y de que estuvieran disponibles para volver a Hyannis en cualquier momento para someterse a nuevos interrogatorios.
Al doctor Rice lo habían transportado a toda prisa al Hospital Central de Boston para someterlo a una operación de urgencia de microcirugía. Habían metido los pies en hielo y se los habían llevado junto a él en bolsas de aluminio. Por suerte para Michael y Victor, el doctor Rice le había dado a la policía una descripción precisa de sus atacantes y había insistido en que ni Michael ni Victor lo habían tocado.
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