Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera! -cantaban a dúo Joseph y Bryan; y empujaban a Michael cada vez más abajo, hasta que su pene estuvo arremetiendo bien dentro de Patsy y las espinas de las rosas hicieron trizas ensangrentadas el pecho de ambos-. ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera!

Ahora, el «señor Hillary» volvió a avanzar y extendió la mano como si esperase que Jacqueline supiera exactamente lo que él deseaba. Y así era: ella le pasó dos largos tubos de metal.

– ¡Dentro! ¡Fuera! ¡Dentro! ¡Fuera! -seguían entonando Joseph y Bryan.

Y a pesar de las lágrimas, a pesar de la sangre, a pesar de la angustia que sentía por Patsy, Michael empezó a sentir que iba a alcanzar el climax.

– ¡Más aprisa! -les urgió el «señor Hillary»-. ¡Más fuerte!

Le azotó las nalgas desnudas a Michael con la fusta, y le azotó el escroto hasta que Michael no pudo distinguir qué era dolor y qué era éxtasis sexual.

Michael sintió una sensación de agarrotamiento entre las piernas. Se le arqueó la espina dorsal, y luego eyaculó de un modo como nunca lo había hecho antes. Sintió como si estuvieran sacándole la espina dorsal de la espalda, vértebra a vértebra, y estuviera saliéndole por el pene.

Se dejó caer pesadamente sobre Patsy, y ésta lanzó un grito de dolor. Se debatió, se retorció e intentó quitárselo de encima a empujones, pero los muchachos blancos como azucenas lo mantenían echado sobre ella. Lo mantenían echado con fuerza y no lo dejaban moverse.

Permanecieron tumbados sobre la cama, sangrando, temblando y llorando, y los muchachos blancos como azucenas continuaban apretándolos uno contra el otro cada vez con más fuerza. El «señor Hillary» dio la vuelta a la cama y se detuvo sobre ellos; golpeaba suavemente un tubo contra el otro, de modo que producían un tintineante y agudo ritmo.

– Y ahora, ¿qué me decís? -les preguntó, aunque Michael apenas lo oía-. ¿Es dolor o es placer? ¿Quién me lo sabe decir?

Metió la mano entre las piernas de Michael y sacó de la vagina de Patsy el pene, que iba ablandándose, con un dedo doblado en forma de gancho. Luego metió los dedos en la vagina de Patsy con curiosidad obscena y obstétrica, estirándola, mirando cómo salía de ella el semen con una lascivia remota, roja como la sangre.

– Sois hermosos los dos -murmuró, y pasó los dedos arriba y abajo por los muslos de Patsy; y también por los muslos de Michael; y fue entonces probablemente cuando éste comprendió realmente lo que era el «señor Hillary». Un ser perfecto, perfectamente corrupto. Un entendido en todas las cosas hermosas, de las cuales una era hacer el amor, cuyos gustos se habían vuelto totalmente depravados.

El «señor Hillary» era un ángel. O, por lo menos, el verdadero reverso de un ángel.

Patsy estaba mordiéndose los labios de dolor, y sollozaba. Michael, sangrando, dijo:

– Dejad que me levante. En el nombre de Dios, ¿quieren dejar que me levante, por favor?

El «señor Hillary» le pasó a Michael la palma de la mano por la espalda y por las nalgas.

– Primero, Michael, tengo que saborearte. Primero tengo que contaminarte.

Michael forcejeó e intentó liberarse, pero los muchachos blancos como azucenas eran mucho más fuertes que él. Sintió la punta del tubo de metal del «señor Hillary» hundiéndosele en la parte inferior de la espalda, y apretó los músculos.

– Esto va a gustarte -le dijo el «señor Hillary» con voz extraña. Luego siguió hundiendo el tubo en la espalda de Michael, y éste sintió un dolor como no lo había experimentado nunca, tan fuerte que se encogió y se retorció encima de Patsy, y las espinas le desgarraron a ésta los pechos aún más salvajemente, y le cruzaron el pecho de arañazos sangrientos.

– ¡No! -gritó Michael, que estaba llorando como un niño-. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!

Pero el tubo del «señor Hillary», frío como el hielo, se hundió aún más a través de músculos, membranas y extremos de nervios, hasta que tocó en el riñon izquierdo; y luego buscó más arriba, hasta que localizó la glándula suprarrenal. Michael sintió el agudo tubo en lo más profundo de la espalda. Ahora ni siquiera deseaba morir, porque ya no comprendía qué significaba morirse. Yacía encima de Patsy como un peso muerto, mientras el «señor Hillary» sorbía y sorbía, y luego se incorporaba con la cara transformada y el pecho henchido de satisfacción.

Jacqueline estaba de pie muy cerca de él; le acariciaba el brazo, y de vez en cuando levantaba la rodilla y se la frotaba contra el muslo, tocándolo, apretándose contra él. «Hazme daño a mí también. Tómame a mí también.» Pero el «señor Hillary» sacó los tubos de la espalda de Michael, luego cruzó la habitación, se estiró, se pasó la punta de los dedos por el pecho y por el estómago, y sonrió. Parecía satisfecho.

Los muchachos blancos como azucenas levantaron cuidadosamente a Michael, que seguía encima de Patsy, y lo trasladaron hasta uno de los sillones. Apartaron la guirnalda de rosas y la dejaron caer en el suelo. Luego le soltaron las ataduras a Patsy y la ayudaron a levantarse, tan solícitos y suaves como si ella hubiese sufrido un accidente de automóvil en lugar de un deliberado acto de perversión sádica.

Patsy no dijo nada, excepto:

– La ropa, por favor, denme mi ropa.

Sin volverse, el «señor Hillary» sonrió y dijo:

– Una auténtica hija de Eva. «Luego los ojos de ambos se abrieron, y se dieron cuenta de que iban desnudos» -citó.

Patsy, histérica, le gritó:

– ¡No! ¡No! ¿Qué clase de monstruo es usted?

El «señor Hillary» se volvió con mirada flamígera. Pero luego vio a Patsy, desnuda, arañada y sangrante, y volvió la cara hacia otra parte.

– No soy un monstruo, Patsy, los monstruos no existen.

Ella se puso los tejanos; temblaba y lloraba.

– ¡Es usted malvado!

El «señor Hillary», con infinita tranquilidad, dijo:

– «Los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas; y tomaron esposas, las que ellos quisieron. Y engendraron hijos en ellas. Y éstos fueron los poderosos hombres que existieron antaño, hombres de renombre. Luego el Señor vio que la maldad del hombre era grande sobre la tierra, y que cada propósito, cada pensamiento de su corazón no era más que mal, continuamente. Y Dios dijo: "El final de toda la carne ha llegado ante Mí; porque la tierra está llena de violencia por causa de los hombres."»

– El «señor Hillary» guardó silencio durante unos instantes y luego añadió-: Génesis, capítulo seis, tres mil años antes del nacimiento de Cristo. Y aun así, parece que fue ayer.

Y fue entonces cuando se oyó un sonido distante, agudo y ululante.

– ¿Qué es eso? -le preguntó el «señor Hillary» a Bryan.

Éste se acercó a la ventana de la biblioteca y miró hacia el exterior.

– No es nada -dijo-. No veo nada en absoluto. -Pero luego añadió-: Un momento, es la policía. Cuatro coches de la policía. Cinco. Vienen hacia aquí.

– ¿La policía? -dijo el «señor Hillary» incrédulo.

Thomas llamó varias veces con la mano a la puerta del faro y aguardó.

– ¿Puedes creer que exista semejante lugar?

David estaba atusándose el pelo.

– Está aislado y es barato. ¿Qué más podría pedir un maníaco homicida?

– No te hagas el listo -le conminó Thomas-. Este tipo, Hillary, es mucho más de lo que parece a primera vista.

Miró a su alrededor y se cercioró de que los seis agentes de uniforme estuvieran en sus puestos, así como los dos ayudantes del sheriff del condado de Essex que le había proporcionado su viejo amigo el sheriff Protter, en parte por cortesía y en parte para poder vigilar de cerca todo lo que hiciera. Luego aporreó la puerta por segunda vez.

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