«Eran los seirim. La más primitiva de las tribus semíticas, llamados los demonios-cabras, a los que solían ofrecer sacrificios en una hoguera. Desde luego no eran auténticos demonios-cabras; en realidad se trataba de estas personas, los hombres blancos blancos, los muchachos blancos como azucenas. Los hijos bastardos de aquellos seres que vosotros llamabais ángeles. Insomnes y corruptos, los seirim también eran parias y chivos expiatorios. Había habido un tiempo en que Rehoboam había nombrado sacerdotes para que los sirvieran, pero con la venida de Moisés y Aarón se los persiguió y se los vilipendió, y Josías destruyó todos sus campamentos y sus lugares de culto.
«Ellos son mi familia -continuó diciendo el «señor Hillary» en voz aún más baja-; ellos son mi tribu. Ellos me acogieron cuando nadie quería acogerme, y ellos caminaron a mi lado cuando todos los demás me volvían la espalda y hacían la señal del mal de ojo.
«Vivimos juntos, y los seirim tomaron esposas, y sus esposas tuvieron hijos. La sangre de los muchachos blancos como azucenas corre por las venas de muchas personas, Michael. Cualquiera que sueñe conmigo, cualquiera que sepa que la muerte anida como una araña gris en el fondo de su mente, es porque es descendiente de los muchachos blancos como azucenas.
»John O'Brien me veía en sus sueños; y tú también. Porque yo puedo decirte quién eres tú, Michael, eres un descendiente lejano de aquellas personas. Quizás de Joseph, quizás de Bryan. O podría ser de Thomas. Pero esa sangre que te mana de la mano es también nuestra sangre.
Michael se quedó en silencio un momento. Luego dijo:
– ¿Qué va a hacer con nosotros?
El «señor Hillary» le dirigió una sonrisa burlona.
– Voy a enseñarte lo que es expiar tus pecados y los pecados de otras personas. Voy a proporcionaros el gozo del exquisito sufrimiento.
Thomas estaba todavía terminando de desayunar cuando sonó el teléfono. Lo cogió, se metió el auricular debajo de la barbilla para sujetarlo y, con la boca llena de bizcocho, dijo:
– Boyle.
– Siento llamarle tan temprano, señor.
Era el sargento Jahnke, que por la voz parecía entusiasta y juvenil de una forma casi enfermiza.
– ¿Qué pasa, David? -le preguntó Thomas. Megan entró en la habitación y levantó la cafetera en un gesto silencioso para ofrecerle más café, pero Thomas le dijo que no con la cabeza.
– Cuando he llegado esta mañana me he encontrado aquí con un fax del departamento de policía de Plymouth, en Vermont. Han estado siguiendo el rastro de James T. Honeyman, doctor en cirugía dental, y de la señora Honeyman… las personas que alquilaron la casa de la calle Byron.
– ¿Y han averiguado algo?
– Eso parece. La casa de los señores Honeyman en la urbanización Hawk-Salt-Ash no la compraron ellos, sino que lo hizo la empresa llamada Inversiones Inmobiliarias White Mountain, cuyas oficinas centrales se encuentran en Manchester, Vermont. En realidad no es ninguna sorpresa, porque los archivos de la Asociación Dental de Estados Unidos muestran que no existe ningún James T. Honeyman inscrito en ella.
– Eso tampoco es ninguna sorpresa -dijo Thomas.
– Ah, pero aún hay más -continuó diciendo el sargento Jahnke-. El presidente de Inversiones Inmobiliarias White Mountain es el señor A. Z. Azel, que tiene como dirección el apartado de correos 335 de Nahant, Massachusetts. Hace unos minutos he llamado a la oficina de correos de Nahant y me han dicho que el caballero que recoge la correspondencia del apartado de correos 335 vive en el faro inutilizado de Goat's Cape.
– El «señor Hillary» -murmuró Thomas en voz baja.
– Pensé que le gustaría saberlo, señor -dijo David Jahnke en tono de presunción.
– Buen trabajo, David. Y envía mi más sincero agradecimiento a la policía de Plymouth. Dile a Warren Forshaw que le debo una caja de puros.
– Por supuesto, señor. ¿Quiere que inicie los trámites para obtener una orden de registro?
– Puedes apostar el trasero a que sí. Llegará a la central dentro de diez minutos.
Colgó el teléfono, apretó el puño y murmuró:
– Ya te tengo, hijo de puta.
Megan, que en aquel momento volvía a entrar en la habitación en la silla de ruedas, no pudo evitar sonreír.
– ¿De qué hijo de puta hablas?
– Del «señor Hillary» -le dijo él-. El principal sospechoso de los homicidios de Elaine Parker y de Sissy O'Brien. David ha encontrado una justificación legal para llevar a cabo un registro de su casa. Más bien de su faro, en Goat's Cape.
Megan se puso pálida.
– ¿Qué vas a hacer?
– Megs… voy a arrestar a ese hijo de puta, eso es lo que voy a hacer. No sé a qué hora volveré. Te llamaré más tarde.
– Thomas… -empezó a decir Megan. Pero, ¿cómo iba a explicarle lo del trance hipnótico autoinducido en el que habían entrado Michael y ella? ¿Cómo iba a explicarle lo que había visto y lo que había sentido, y lo que había ocurrido después entre Michael y ella? Sólo de recordarlo se acaloraba. Todavía fantaseaba con que quizás pudieran volver a hacerlo, Michael eyaculándole en la cara como lluvia templada de verano-. Ten cuidado -le dijo a Thomas cuando éste se marchaba del apartamento.
Se quedó sentada en la silla de ruedas, esperando hasta que oyó el ruido del coche que se ponía en marcha. Luego se acercó al teléfono y se puso a hojear el cuaderno que Thomas había dejado junto al mismo, hasta que encontró las anotaciones que buscaba.
Marcó el número y esperó nerviosa mientras oía la señal. ¿Y si no estaba en casa? ¿Qué iba a hacer ella entonces?
Pero entonces una cautelosa voz respondió.
– ¿Diga? ¿Quién es?
– ¿El señor Monyatta? -preguntó Megan-. Soy Megan Boyle… la esposa del teniente Thomas Boyle. Señor Monyatta, necesito desesperadamente que me ayude.
Michael estaba soñando. Soñaba que se abría paso a empujones entre una muchedumbre de personas. No se movían como la gente corriente; se movían como si alguien los empujase y tirase de ellos de un lado a otro. Se movían como si apenas fueran capaces de tenerse en pie.
Entre la muchedumbre, abriéndose paso poco a poco hacia él, venía un hombre sonriente vestido con un traje. Cuando vio a Michael le tendió la mano y le dijo:
– Encantado de conocerlo… Me alegro de que lo haya conseguido.
Michael intentaba alejarse de él presa del pánico. Pero la inerte muchedumbre continuaba obligándole a avanzar hacia el hombre. Se veía empujado hacia adelante en contra de su voluntad, con los pies apenas rozando el suelo.
– ¡No se acerque a mí! -gritó-. ¡No se acerque a mí, señor presidente!
Se despertó sudando y temblando. Era por la mañana, y la habitación estaba inundada de luz de sol tan brillante que casi era como soñar con el cielo.
Estaba tumbado en un estrecho sofá cama, dentro de una angosta habitación blanqueada. No había más muebles en la habitación, excepto una mesa pequeña con dos candelabros encima y un descolorido grabado colgado de la pared en el que se veía a san Cristóbal, el que llevó a cuestas a Cristo. Cristo iba colgado a hombros de san Cristóbal de un modo más extraño, casi como si fuera volando en lugar de ir sentado, y tenía el rostro oscurecido por una mancha de tinta.
Michael se sentó rígidamente. A través de la ventana entreabierta entraba una constante brisa marina, y podía oír el sonido de las olas y los gritos de las gaviotas. Sólo llevaba puestos los calzoncillos, y no había ni rastro de su ropa. Ni siquiera podía recordar lo que había sucedido la noche anterior. A Jason se lo habían llevado a dormir a otra habitación mientras Patsy y él permanecían sentados en el sofá de la sala de recreo, vigilados por Joseph y Bryan.
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