Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Las puntas de los dedos se rozaban unas con otras, en persistentes círculos, del mismo modo en que los hombres suelen frotar la seda o el pelo de una mujer.

La muchacha dio la vuelta alrededor del sillón hasta quedar de cara al hombre que estaba sentado en él.

– Aquí está -anunció en voz baja. El hombre debió decir algo así como: «¿Qué es esa sangre que tienes en la mano?», porque la muchacha contestó-: Trajo un acompañante. No esperábamos que lo hiciera. Joseph y Bryan se han encargado de él.

El hombre añadió algo más, y la muchacha apartó la mirada, como si se sintiera avergonzada.

Michael esperaba sin saber qué hacer. El estómago empezaba a asentársele y él iba sintiéndose cada vez más descarado. Al fin y al cabo, si hubieran querido asesinarlo, ya lo habrían hecho. Lo necesitaban por algún motivo.

– ¡Exijo ver a mi esposa y a mi hijo! -dijo en voz alta, lo más fuerte que pudo.

La muchacha le dirigió una cortante mirada de desaprobación con aquellos ojos verdes. Pero el brazo de la manga gris hizo un gesto tranquilizador y el hombre volvió a decir algo.

Finalmente, se levantó del sillón, dio la vuelta al mismo y, por primera vez, se enfrentó en carne y hueso con Michael. Un gato gris se escabulló furtivamente alrededor de las botas negras del hombre y miró a Michael con cauteloso odio.

– Azazel -dijo Michael. Y estaba seguro de ello.

El «señor Hillary» avanzó con las manos apoyadas en las caderas y los faldones del abrigo echados hacia atrás. Era más alto en realidad de lo que parecía en el trance hipnótico duchad Pero tenia el mismo pelo blanco y sedoso, la misma cara cincelada, los mismos ojos rojos como la sangre. Y también tenía la misma presencia; si acaso, aún más poderosa. Era la presencia del poder que no tiene edad, de la extraordinaria riqueza y producia la erótica pero aterradora sensación de estar cerca del mismo corazón de la amoralidad más absoluta

Los labios se le estiraron lentamente hacia atrás sobre los dientes en una complicada mueca de burla

– Me parece que no conozco ese nombre. Para ti soy el «señor Hillary». Ahora estamos en un mundo secular y, por lo tanto tenemos que usar nombres seculares

Se acercó un poco más. Medía por lo menos un metro noventa, y Michael se vio obligado a retroceder un poco para no tener que alargar el cuello al mirarlo.

– ¿Con quién has estado hablando? -le preguntó el «señor Hillary».

– ¿Quién te ha hablado de Azazel?

– Quiero que me devuelva a mi esposa y a mi hijo-repuso

Michael-. No tenía usted derecho a llevarselos y tampoco tiene derecho a retenerlos aquí.

El «señor Hillary» hizo una mueca

– Me parece que tengo derecho a protegerme, ¿no crees?

– Amenazando a mi familia, no

– Oh, vamos Michael -le dijo el «señor Hillary»; y alargó una mano para acariciarle suavemente el pelo con los nudillos De nuevo, Michael tuvo aquella alarmante sensación homoerótica Le recorno a columna vertebral como un ciempiés y comenzó a hormiguearle en la entrepierna. Aquel hombre no era corriente, no parecía un hombre en absoluto. Era otra cosa, algo completamente diferente, como si hombre, mujer y bestia estuvieran combinados en un solo ser. El aura que mostraba era mucho más vibrante ahora de lo que había sido en el trance hipnóico de Michael. El «señor Hillary» continuó hablando:- No es que te considere una amenaza, Michael, pero tu insistencia en llevar a cabo la investigación sobre la desafortunada muerte de John OBrien esta resultando bastante inconveniente para muchos de mis amigos. La persecución a que has sometido al pòbre Raymond Moorpath ha sido la gota que colma el vaso. A mí me caía bien Raymond, casi lo amaba. Era maravillosamente corrupto para ser un hombre que había prestado juramento hipocrático. Tenia un sentido de la fragilidad humana altamente desarrollado

– Quiero ver a mi mujer y a mi hijo -repitió Michael con tozudez-. Y no creo que vayan a salirse con la suya al haber asesinado a Víctor Kurylowicz. Yo soy testigo de ello. Veré cómo todos esos chicos blancos como azucenas van a la silla eléctrica junto con su amiguita, aquí presente.

El «señor Hillary» comenzó a pasearse alrededor de Michael pensativamente, mientras el gato se frotaba en las suaves botas negras.

– A lo mejor te gustaría hablar con Hudson, el jefe de policía. Es un buen amigo mío. Yo tengo una casa en Amherst, en la urbanización Holyoke, y viene a visitarnos a menudo. O quizás prefieras hablar con la oficina del fiscal del distrito de Boston. Allí tengo toda clase de amigos. Y también tengo amigos jueces, y propietarios de periódicos, y policías.

»La ventaja de haber vivido mucho tiempo, Michael, es que uno puede mantener las influencias de una generación a otra, de abuelo a padre, de padre a hijo. Se llega a atraer una devoción por parte de amigos y colegas que es única. Y por parte de vuestras mujeres también. Mira a la pobre Jacqueline, aquí presente. Es capaz de sufrir gran dolor sólo para complacerme. Jacqueline nunca sabe si al minuto siguiente estará viva o muerta. Podría matarla ahora. ¡Abrirla en canal y hurgarle un poco las visceras! ¿Crees que yo no lo haría? ¡Y mira cómo se le iluminan los ojos! -La sangre que manaba del corte de la mano de Michael ya había empapado el pañuelo y empezaba a gotear sobre las alfombras. El «señor Hillary» se quedó muy quieto durante un rato mirándolo. Luego dijo-: Está escapándosete la vida en ese goteo, Michael. -Se quitó una bufanda blanca de seda que llevaba al cuello y se la dio a Michael para que éste se la pusiera alrededor de la mano. La bufanda estaba cargada de electricidad estática, y comenzó a crepitar mientras Michael se la ponía. El «señor Hillary» miró directamente a Michael a los ojos, y éste sintió toda clase de extrañas sensaciones dentro de la mente y del cuerpo, una momentánea pérdida de equilibrio, como un leve temblor de tierra-. Vas a ver a tu mujer y a tu hijo, y luego tú y yo hablaremos del camino que hay que seguir en el futuro.

Hizo un casi imperceptible gesto con la cabeza y la muchacha de cara blanca llamada Jacqueline se acercó a la chimenea y tiró de un llamador.

– Ni siquiera sé qué es lo que quiere -observó Michael.

– ¿Qué es lo que quiere cualquiera? -le preguntó el «señor Hillary». Un matiz de melancolía se le reflejaba en la voz-. Amor, emoción, aprecio, comodidad, supervivencia.

– ¿Tiene usted todas esas cosas?

– La supervivencia, sí. Lo del amor tendrías que preguntárselo a los que me rodean. En cuanto al aprecio… sí, bueno, hay muchos que me aprecian. Quizás me aprecien más por mis influencias que por mí mismo, pero…

La puerta se abrió y entraron cinco jóvenes, todos ellos vestidos de negro, todos con gafas oscuras. Tenían la cara tan blanca como la tiza, y tres de ellos llevaban puestos guantes. Se agruparon en torno al «señor Hillary» en actitud protectora.

Tenían un aura que no se parecía a ninguna otra que Michael se hubiera encontrado hasta entonces. Mortal y fría, como flores marchitas envueltas en papel de tela de funerario color negro.

– Mis hijos -le dijo sonriendo el «señor Hillary»-. Mis muchachos blancos como azucenas. Pálidos de tez y perfectamente negros de espíritu. Reza porque nunca te despiertes por la noche, Michael, y te encuentres con que uno de estos jóvenes picaros se halla en tu habitación.

Michael respiró profundamente para coger ánimos. Le dolían los nudillos de una manera infernal.

– ¿Puedo ver ahora a mi esposa y a mi hijo? -repitió.

– Desde luego. ¿Por qué no vienes conmigo? Visitar el faro es un privilegio. Oficialmente está fuera de servicio, ya sabes, pero tengo algunos amigos entre los guardacostas. Yo lo llamo mi retiro. Tengo casas por todas partes, por supuesto. Poseo una maravillosa mansión de antes de la guerra cerca de Charlotte, en Carolina del Norte. Deberías venir a visitarme allí alguna vez. -El «señor Hillary» le hizo una seña con la cabeza y Michael lo siguió por la biblioteca hasta una pequeña puerta cubierta por una cortina que se encontraba en el lado opuesto al que ellos estaban. El «señor Hillary» abrió la puerta y le dijo-: Ven. -Y empezó a subir por el siguiente tramo de las escaleras de caracol. Tres de los chicos blancos como azucenas los seguían a poca distancia. Uno de ellos se quitó las gafas oscuras, y cuando Michael se dio la vuelta para echarle una mirada fugaz, vio que tenía los ojos inyectados en sangre-. Me has preguntado qué es lo que quiero -iba diciéndole el «señor Hillary» a medida que subían. Pasaron por un ventanuco que daba a la orilla del mar, y Michael vio a dos niños que hacían volar una cometa, y, a lo lejos, un yate-. Sólo quiero que los hombres acepten las consecuencias de sus actos, que asuman la culpa que les corresponde en lo que hacen. Y hasta que eso suceda, este mundo seguirá siendo un lugar malvado y caótico.

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