Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Y aunque el faro estaba en silencio, sin la menor señal de vida, Michael presentía que allí había algo muy oscuro, algo muy extraño, algo que lo impulsaba a acercarse más, y le hacía que necesitase quedarse.

Víctor le apretó brevemente el brazo y luego se dejó caer resbalando por la cuesta de arena que conducía al lado del faro que daba al mar.

– Aquí hay un par de edificios anexos -le dijo a Michael a gritos-. Voy a echarles un vistazo.

Michael aguardó unos instantes y luego subió hasta la sólida puerta de roble. Había un llamador oxidado de hierro forjado y debajo una placa corroída que decía: «…ARY…ERO.»

Probablemente alguna vez allí hubiera puesto: «Señor Hillary, farero.»

Tiró del llamador y esperó. Ni siquiera oyó el sonido de la campana. Quizás el llamador estuviera estropeado, quizás el faro estuviese abandonado y Patsy y Jason hubieran vuelto ya a casa y estuvieran intentando ponerse en contacto con él. Miró la hora en el reloj de pulsera. Eran las cuatro y veinte. Recordó lo que su madre siempre le había dicho sobre las horas y veinte minutos. Ése era el momento en que los ángeles volaban en lo alto. Se aclaró la garganta y tiró del llamador por segunda vez.

– ¡Hasta ahora nada! -dijo Víctor a voces desde el otro lado del faro-. Sólo la primera bicicleta que se inventó y un gallinero viejo lleno de gallinaza.

Michael levantó la mirada hacia las paredes del faro. Había algunos grafiti grabados justo encima de la puerta, algunos bastante antiguos. «John, febrero 1911.» «Yo amo a Anthea, 1934.» Y, de forma bastante incongruente: «Andover Newton, Facultad de Teología, para siempre.»

Más arriba había otros grafiti, algunos de ellos escritos al revés, como si se vieran en un espejo, y otros que no eran más que triángulos, cuadrados y líneas en zigzag. Michael tuvo que retroceder unos pasos para poder ver algunos de ellos, porque se encontraban muy arriba, a ocho o diez metros del suelo.

De pronto pensó: «¿Cómo demonios es posible que alguien haya podido llegar hasta allí para grabar esas cosas?» Podían haber utilizado una escalera de mano, pero los peldaños que conducían hasta la puerta del faro eran excepcionalmente cortos, demasiado estrechos como para que en ellos cupiera una escalera normal. ¿Y qué farero hubiera tolerado que alguien trepase por el costado del faro y escribiese letras y símbolos a golpes de martillo o de cincel? Una de las frases escritas al revés decía: «Un décimo Ephah.» Otra «Inmundo». Gran parte de las restantes eran simples garabatos ininteligibles.

Michael seguía examinando los grafiti con el ceño fruncido cuando se abrió la puerta del faro sin producir el menor ruido. Al principio ni siquiera advirtió que la habían abierto: estaba demasiado absorto en un grupo de jeroglíficos que semejaban pájaros variados, cuervos, gaviotas, halcones y cigüeñas. También había insectos: cosas que parecían arañas, ciempiés y hormigas.

La puerta del faro se abrió un poco más, y fue entonces cuando la mancha de oscuridad del interior, que iba haciéndose cada vez mayor, le llamó la atención a Michael. Se sobresaltó a causa de la sorpresa, estuvo a punto de dar un traspiés sobre los empinados escalones.

Una joven pálida apareció en la puerta. Tenía los ojos de color verde menta. Llevaba un echarpe de algodón blanco que la hacía parecer todavía más pálida, y un vestido largo hasta el tobillo del mismo tejido y color que el echarpe. Al cuello llevaba colgada una delgada cadena de oro.

– ¿Busca a alguien? -le preguntó a Michael con voz tenue, apenas audible entre el suave murmullo de las olas.

– Busco al «señor Hillary». ¿Está aquí?

– Naturalmente. Está esperándolo.

– ¿Está aquí mi esposa? ¿Está aquí mi hijo?

– Naturalmente. ¿Acaso no esperaba usted que estuvieran?

Michael notó una oleada de ira y pánico que apenas le permitía respirar.

– Dígale al «señor Hillary» que tiene que dejarlos libres ahora mismo. ¡Y digo ahora! ¡Los quiero aquí fuera, ahora!

La muchacha esbozó una sonrisa al ver el enojo de Michael.

– Puede usted entrar a verlos.

– Está bien. Pero voy a llevármelos de aquí ahora mismo.

– ¿Por qué no habla con el «señor Hillary»? Hace mucho tiempo que quiere hablar con usted.

– Eso pienso hacer. Pero no creo que le guste lo que va a oír. ¡Víctor!

– Ah, sí -dijo la chica-. Hemos notado que ha traído usted compañía.

– Sí, así es.

– El «señor Hillary» preferiría que su acompañante se marchase.

– No creo que el «señor Hillary» se encuentre en posición de decirle a nadie lo que tiene que hacer. La policía sabe que estamos aquí.

La chica lo miró directamente a los ojos y dijo sin la menor vacilación:

– No, la policía no lo sabe. -Michael se echó hacia atrás casi imperceptiblemente. Había notado una sensación de frío en alguna parte de su mente, como una aguja que estuviera removiéndosele entre los tejidos del cerebro-. No tiene usted que mentirnos -apuntó la chica sonriendo.

Víctor acabó de dar la vuelta al faro; estaba limpiándose las gafas con el pañuelo.

– Salpicaduras de sal -dijo. Y luego añadió-. Bueno, ¿qué pasa aquí?

– El «señor Hillary» está aquí -le explicó Michael-. Y también Patsy y Jason.

– ¿Los has visto?

– Voy a entrar ahora mismo a verlos.

– Sólo usted -le indicó la muchacha a Michael-. A su acompañante no lo queremos aquí. Su acompañante debe marcharse inmediatamente y no decirle nada a nadie.

– Mira, muñeca, espera un momento… -intervino Víctor-. Ese «señor Hillary» tuyo ha cometido un grave delito, y tú también. Déjanos entrar ahí, y nosotros cogeremos a la esposa y al hijo de este caballero y nos marcharemos. De otra forma, lo único que estáis haciendo es agravar el delito aún más.

– Sólo usted -repitió la chica refiriéndose a Michael.

Víctor subió los últimos dos peldaños y se enfrentó cara a cara con la chica.

– Soy funcionario de la oficina del forense de Boston y le exijo que nos lleve hasta donde se encuentren Patsy y Jason Rearden ahora mismo. ¿Entiende usted el inglés?

La muchacha ni siquiera miraba a Víctor. Aquellos ojos verdes seguían mirando a Michael por encima del hombro de Victor. Había en ellos algo concentrado, como si estuvieran llenos de celos amorosamente destilados, como si cada momento de dolor y martirio que aquella muchacha hubiera sentido se hubiera reducido a dos gotas de infinito verdor.

Le puso una mano a Víctor en el hombro derecho y a Michael ni siquiera se le pasó por la cabeza lo que ella iba a hacer. Pero luego la muchacha le apretó el hombro con más fuerza y tensó los músculos del cuello, y entonces Víctor, de pronto, comenzó a gritar:

– ¡Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

Se dio la vuelta como si estuviera encima de un torno. Tenía la boca abierta de horror. De la parte delantera de la camisa le brotaba la sangre a borbotones, tanta que salpicó los escalones del faro. Michael intentó cogerlo, intentó sujetarlo, pero Víctor perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre los escalones, y luego rodó hasta abajo.

Michael, atónito, levantó ambas manos, las dos ensangrentadas. Clavó la mirada en la muchacha y ésta lo miró a su vez, sonriente, completamente tranquila y segura de sí misma. Ella también tenía ensangrentada la mano derecha hasta el mismo codo, como si llevara un guante rojo de fiesta.

Empuñaba un pequeño cuchillo de hoja estrecha. Debía de haber abierto a Víctor desde el ombligo hasta el esternón, y lo había hecho sin la menor vacilación.

– ¡Víctor! -gritó Michael; e hizo ademán de ir a bajar los peldaños. Al instante, la muchacha dio unos pasos y se situó delante de él con el cuchillo levantado-. ¡Quítate de delante, mierda! -le dijo Michael con rabia-. ¡Está herido! ¡Quizás lo hayas matado! ¡Quítate de delante!

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