Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Una cosa pequeña, enroscada y peluda parecida a una gamuza -le interrumpió Thomas.

Matthew lo miró fijamente.

– ¿Cómo sabe usted eso?

– Porque la he visto en una fotografía. Estaba colgada en el recibidor de la casa donde encontramos a Elaine Parker. En la fotografía se veía a varias personas con aspecto Victoriano de pie en torno a una mesa, y encima de ésta había una de esas cosas.

– Entonces, ¿empieza usted a creerme? -le preguntó Matthew.

– Me parece que necesitamos más café -observó Víctor.

Thomas garabateó algunas notas más. Luego le dijo a Matthew:

– Hay algo que subyace en todas estas cosas míticas. No estoy seguro de creer que los hombres blancos blancos sean los responsables de todos los asesinatos importantes que se hayan cometido en la historia, pero creo que lo que usted ha estado contándonos encaja con los hechos en la medida suficiente como para que merezca la pena seguir investigando.

– Y lo que hizo aquel mercader fue hipnosis -observó Michael-. Y las únicas ocasiones en que yo he visto a ése personaje llamado «señor Hillary» ha sido cuando estaba hipnotizado.

– ¿Qué nombre ha dicho? -le preguntó Matthew. Se le notaba una auténtica ansiedad en la voz.

– «Señor Hillary» -repitió Michael-. Han estado sometiéndome a hipnosis, y en las dos últimas ocasiones en que me han hipnotizado he visto a ese hombre alto, de cabello blanco, llamado «señor Hillary».

Matthew se llevó una mano a la frente, un gesto para ahuyentar el mal.

– San Hilario fue el único papa del que se dice que se avino con los hombres blancos blancos. Eso fue en el siglo quinto. Hay historias que cuentan que se le vio con Azazel. Se decía que procedía de Cerdeña, pero algunos creen que era originario de Marruecos.

– ¿Coincidencia? -preguntó Thomas.

– No lo creo -dijo Michael-. Ha habido demasiadas puñeteras coincidencias en este caso, y todas ellas apuntan hacia un mismo individuo. El «señor Hillary», de Goats's Cape, Nahant.

– Muy bien -dijo Thomas mientras estiraba los brazos para desperezarse-. Me parece que a mí también me vendría bastante bien un poco más de café.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Michael.

– Voy a pensar largo y tendido sobre todo esto -le respondió Thomas.

– ¿Nada más? ¿Y el «señor Hillary»?

– ¿Qué pasa con él? Tiene un nombre que suena igual que el de un papa del siglo quinto. Ha hecho acto de presencia en tres trances hipnóticos. También aparecía su nombre en uno de los cuadernos de tu siquiatra. Y un hombre ciego te mencionó ese nombre en la calle. No creo que tengamos motivos suficientes para detenerlo, ¿no crees?

– Podrías vigilar su casa -sugirió Michael.

Thomas negó con la cabeza.

– Tampoco podría justificar eso, ni legal ni financieramente.

– Entonces lo vigilaré yo.

– Tú te mantendrás alejado de su casa. Sigue hurgando, sigue metiendo la nariz, y cuando encuentres algo, comunícamelo.

– ¿Va a ir tras los hombres blancos blancos, teniente? -quiso saber Matthew.

– Si existen… y si han hecho lo que usted dice que han hecho, entonces iré tras ellos.

Matthew levantó su voluminosa humanidad de la silla y se alisó la chilaba.

– En ese caso, ahí va un mensaje para los prudentes. Nunca le abran la puerta de su casa a los hombres blancos blancos, no hablen con ellos bajo ningún concepto y no los miren a los ojos jamás. Y si se encuentran con uno de ellos de noche, asegúrense de llevar con ustedes una linterna o una vela, y no les den nunca la espalda.

Thomas lo acompañó hasta la puerta.

– Quiero darle las gracias por todas las molestias que se ha tomado.

– Usted todavía no sabe lo que es una molestia, teniente.

– Pues… por lo que dice usted, me parece que voy a averiguarlo pronto.

– Que los buenos espíritus lo libren de todo mal, se lo deseo de verdad.

Michael se fue del apartamento de Thomas pasadas las ocho, después de que Megan les diera de desayunar a todos y hablar de las implicaciones de la historia que Matthew Monyatta acababa de contarles. Los tres se mostraron de acuerdo en que las fotografías del asesinato de Joe constituían una prueba prima facie de que había alguna clase de conspiración tras la mayoría de los asesinatos de políticos importantes sucedidos en los últimos ciento veinte años. Pero no estaban seguros de si aquellos hombres de cara pálida que aparecían en las fotografías eran los mismos hombres, si eran los llamados hombres blancos blancos de los que hablaba Monyatta, o si realmente eran los insomnes descendientes de los ángeles del Antiguo Testamento.

– Tened en cuenta que Matthew es un revolucionario -intervino Thomas-. Podría estar utilizándonos para sus fines políticos particulares, o, sencillamente, podría estar intentando hacernos quedar como idiotas supersticiosos.

– A mí no me ha dado esa impresión -dijo Michael-. A mí me ha parecido que estaba realmente atemorizado.

Megan entró en la habitación en la silla de ruedas; traía tostadas recién hechas. Puso una mano sobre la de Michael y éste pudo notar físicamente el calor del aura de la mujer.

– ¿Ya no quieres más? -le preguntó.

Él miró a Thomas y éste sonrió; y Michael se sintió verdaderamente mal.

Cuando estuvo de regreso en su apartamento, se quitó con cansancio el jersey y lo tiró sobre el sofá. Luego se sentó para quitarse los zapatos. La luz roja del contestador automático del teléfono estaba parpadeando, así que apretó el botón para oír los mensajes. Se oyó un chasquido y un prolongado siseo, y luego sonó débilmente una música, una música extraña y discordante, como si alguien intentara expresar una migraña con el violín.

Luego, a todo volumen, tan alto que parecía que estuviera a su lado, se oyó una voz áspera y jadeante.

«Has ido demasiado lejos y estás acabando con nuestra paciencia, Michael. Hemos intentado darte ánimos y ser tolerantes. Habrías podido disfrutar de una vida tranquila y próspera sólo con que hubieras accedido a mirar hacia otra parte. Mirar hacia otra parte no es pecado, Michael. Tenemos que protegernos, compréndelo. Todo orden social tiene derecho a protegerse a sí mismo. Por eso hemos cogido prestados a tu esposa y a tu hijo, Michael… por ningún otro motivo, sólo para protegemos a nosotros mismos. Lo único que tienes que hacer, Michael, es mirar hacia otra parte, y nunca, nunca, dirigir la vista hacia nosotros.»

Y eso fue todo. La estridente música continuó sonando un poco más y luego se extinguió, y el mensaje terminó. Michael cogió inmediatamente el teléfono y marcó el número de su casa de New Seabury. La primera vez se equivocó al marcar los números y respondió un tono continuo semejante a un relincho. La segunda vez oyó cómo sonaba el teléfono de su casa, pero estuvo sonando durante casi un minuto y nadie contestó.

Llamó por teléfono a Thomas.

– Cuando he llegado aquí me he encontrado un mensaje en el contestador automático. Alguien dice que han «cogido prestados» a Patsy y a Jason. Los he llamado a casa, pero nadie ha contestado al teléfono.

– ¿Estás seguro de que no habrán salido un rato?

– Normalmente, Patsy suele estar en casa a estas horas de la mañana. Y Jason en el colegio.

– ¿Por qué no llamas al colegio para comprobar si hoy ha asistido a clase? Si no está, llamaré a mi buen amigo Walt Johnson, de Hyannis, y le diré que vaya a echar un vistazo a tu casa. Lo principal es no dejarse dominar por el pánico.

– Jirafa…

– ¿Qué hay, Mikey?

– Creo que era él. La voz del teléfono. Me parece que la he reconocido.

– Ése es un buen comienzo. ¿Quién crees que era?

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