Trató de esquivarla y rodearla, pero ella se movió a un lado y a otro de los escalones para impedírselo. Tenía unos ojos completamente inexpresivos, y Michael supo con certeza que a él también lo rajaría.
– ¡Joseph! -llamó la chica con voz penetrante y aguda.
Michael hizo una finta en un desesperado intento de rodear a la muchacha, pero ésta blandió el cuchillo en diagonal delante de él y le hizo un corte en los nudillos de la mano izquierda que casi llegó hasta el hueso. La sangre empezó a brotar y a gotear por los escalones. Michael se vio obligado a sacar el pañuelo para vendarse con él la mano, e inmediatamente se volvió de color escarlata.
– Escucha -le dijo a la chica temblando del susto-. No puedo dejarlo ahí. Se morirá desangrado.
– Me temo que debió pensar en eso cuando le pedí que se marchara -repuso la muchacha. Lo dijo con tanta naturalidad que parecía que ella y Víctor hubieran tenido una pequeña diferencia de opinión acerca de en qué restaurante iban a cenar aquella noche.
Michael miró por encima del hombro de la chica hacia la parte de abajo de los escalones y vio que Víctor intentaba ponerse en pie. Estaba sujetándose con una mano el estómago abierto, y con la otra se agarraba a la barandilla.
– ¡ Víctor! -gritó Michael; pero Víctor no contestó, ni siquiera se volvió hacia él. Lo más probable era que estuviera demasiado conmocionado y no le hubiera oído.
– Tiene que permitirme que lo ayude -insistió Michael.
– No se preocupe… Joseph y Bryan lo ayudarán -le indicó la chica sonriendo. Y en aquel momento, como respondiendo a un pie teatral, dos jóvenes vestidos de negro salieron por la puerta del faro; tenían la cara blanca y los ojos ocultos detrás de impenetrables gafas de sol negras. Apenas le dirigieron una mirada a Michael antes de bajar apresuradamente por las escaleras.
– ¡Por amor de Dios, trátenlo con suavidad! -les gritó Michael. Luego le dijo a la chica-: Tiene que llamar en seguida a una ambulancia. ¡Vamos, hay que llamar a una ambulancia ahora! ¿Tienen teléfono aquí?
– Deje de preocuparse -le dijo la chica sin dejar dé sonreír-. Pase al interior y vaya a ver a su esposa y a su hijo. Nosotros nos ocuparemos de su acompañante.
– ¡Necesita una ambulancia! -le dijo Michael a voz en grito-. ¡Está muriéndose, usted lo ha matado! ¡Necesita una ambulancia!
Victor, que estaba al pie de los escalones, miró hacia arriba y vio que los dos hombres de cara blanca se acercaban rápidamente hacia él. Michael no pudo adivinar qué estaría pasándole por la cabeza a su amigo. Debía de haber sufrido una impresión tan fuerte y un dolor tan grande que posiblemente no supiera dónde se encontraba ni qué le había sucedido. Puede que creyera que era pequeño y que su abuela estuviera advirtiéndole otra vez sobre los chicos blancos como azucenas, los chicos de cara pálida que llegaban cuando uno estaba durmiendo y le chupaban el alma. Sea como fuere, Victor dejó escapar tal grito de desesperación que a Michael se le pusieron de punta los pelos de la nuca. Victor soltó la barandilla, se apretó el estómago con las dos manos y empezó a alejarse cojeando por la grumosa hierba.
– ¡Victor! ¡Victor, no corras!
Pero no había nada que hacer. Intentó apartar a un lado a la muchacha de un empujón, pero ella le lanzó una cuchillada contra la chaqueta de lino que le cortó la hombrera y llegó a penetrarle en el músculo.
Victor iba saltando y cojeando hacia la orilla del mar, casi doblado sobre sí mismo. Michael oía cómo su amigo sollozaba mientras intentaba huir. Los jóvenes de cara pálida ni siquiera se molestaron en correr tras él; lo seguían a paso vivo aunque sin pausa, a unos seis metros de distancia. Aquella escena le recordó a Michael a Zybigniew Cybulski en Cenizas y diamantes, cuando se tambaleaba herido a causa de los disparos e iba sangrando por las yermas tierras de Varsovia. Él tuvo la misma sensación de heroísmo desperdiciado. Y sentía la misma sensación de irrealidad, como si ahora también estuviera mirando una película.
Victor casi había conseguido llegar hasta la playa. Pero entonces cayó de rodillas, y cuando tras muchos esfuerzos se puso de nuevo en pie, los intestinos empezaron a salírsele de pronto y le quedaron colgando entre los muslos.
Michael se dio cuenta de que Víctor iba a morir. Lo más probable era que ya estuviera clínicamente muerto. Pero de algún modo consiguió dar un paso sobre la arena y luego otro, con la cabeza echada hacia atrás y la mirada clavada en el cielo gris de la tarde. Arrastraba por la arena todo el contenido de sus intestinos, grasientos, grises, y viscosos por la sangre. Se detuvo unos instantes mientras los dos hombres de cara pálida se quedaban de pie a su lado. Luego cayó de bruces sobre la arena.
Sin la menor vacilación, los dos hombres se arrodillaron junto a él, le levantaron la chaqueta y la camisa y le dejaron la espalda al descubierto. Uno de ellos sacó dos largos y delgados tubos de metal, que hundió en la carne de Victor. Luego los dos se inclinaron sobre él y Michael pudo ver cómo sorbían cuidadosamente.
Miró de nuevo a la muchacha incrédulo. Se le había revuelto el estómago y estaba a punto de vomitar.
– Así que es cierto -le dijo-. Existen.
– ¿Los chicos blancos como azucenas? Claro que existen.
– Si llegáis a tocarle un solo pelo de la cabeza a mi esposa… si le hacéis daño a mi hijo… -Se interrumpió. Sabía cuan estúpido sonaba aquello.
– Entre -le pidió la chica-. En realidad no está usted en situación de amenazar a nadie, ¿no le parece?
Michael le dirigió una última mirada a Victor, que estaba tumbado en la playa con aquellos dos cuervos carroñeros humanos inclinados sobre él. Luego entró en el faro, y la muchacha lo siguió muy de cerca. Ella cerró la puerta con cuidado y durante unos instantes quedaron sumergidos en una oscuridad casi absoluta. Luego se abrieron unos cortinajes y Michael vio las estrechas escaleras de piedra que conducían en espiral hacia arriba. Conocía el camino. Ya había visitado el faro en un trance.
Empezó a subir por las escaleras y notó el sonido de los pasos de la chica, que le seguía unos escalones más atrás. Por fin llegó al rellano y la chica le dijo:
– Deténgase. -Y Michael se detuvo. La muchacha pasó muy cerca junto a él, tan cerca que le rozó el brazo con los pechos, y no apartó de él ni un instante sus ojos verdes. Abrió con una llave la puerta que tenían delante y le indicó a Michael-: Vamos, ya. Sígame. Ya va siendo hora de que conozca al «señor Hillary». -Michael intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Se sentía mareado por la impresión del momento y por haber presenciado la terrible muerte de Victor-. Vamos -le urgió la chica-. Esto es un privilegio para usted. Éste es el momento más importante que usted haya podido tener en toda su vida.
Michael avanzó de mala gana arrastrando los pies y se encontró en el interior de una enorme biblioteca que estaba débilmente iluminada. El techo abovedado de piedra debía de llegar prácticamente hasta la parte más alta, hasta la misma plataforma de la bombilla del faro. Las paredes curvas estaban forradas de miles de libros, muchos de ellos nuevos, pero otros tan viejos que no eran más que fajos de papel polvoriento y lleno de gusanos. Se veían allí algunos sofás, mesas y sillas, todos dispuestos de un modo curiosamente arbitrario, y el suelo se hallaba cubierto de diferentes alfombras, unas sobre otras, y la mayoría de ellas raídas. El sillón más grande de todos se encontraba colocado de espaldas a la puerta, de modo que a Michael le resultaba imposible ver quién estaba sentado en él. Pero sí podía ver un único brazo que colgaba a uno de los lados, un brazo cuya manga estaba hecha de la más suave lana gris, un brazo con una mano demacrada de largos dedos.
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