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Graham Masterton: La Pesadilla

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Graham Masterton La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella. La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente. Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada. Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Thomas, sé lo que está pasando aquí -le dijo Megan-. Sé quién es el «señor Hillary» y cómo llegar hasta él. Y creo que también puedo destruirlo.

Thomas se arrodilló delante de ella y le cogió las manos.

– Megs, ese hombre es un maníaco homicida. Hemos llamado pidiendo refuerzos, y lo sacaremos de ahí. No creo que haya nada que tú puedas hacer.

– Oh, sí que lo hay -repuso Megan-. Con la ayuda de Michael y de Matthew, puedo hacer cualquier cosa que yo quiera.

– Pero Michael está ahí dentro. El «señor Hillary» lo retiene como rehén, junto con Patsy y Jason.

– Ya lo sé. Lo sentí cuando veníamos por la carretera de la costa, a unos siete quilómetros de aquí. Es el aura, Thomas. Es la hipnosis. Eso nos unió. Nos proporcionó un entendimiento mental. Matthew también lo comprende.

Thomas se puso en pie y se enfrentó a Matthew; éste se mostró impasible.

– ¿Es cierto eso? -le preguntó Thomas.

– Creo que sí -repuso Matthew-. Como Dios es cierto, como Olduvai es cierto y como es cierto todo el condenado universo.

– Entonces, ¿qué os proponéis? -preguntó Thomas.

– Entrar en contacto con Michael; Matthew y yo juntos -le dijo Megan-, y luego usar nuestras auras combinadas para sacar al «señor Hillary» del faro.

– ¿Crees que puedes hacerlo sin que nadie resulte herido? ¿Sin que tú sufras daño?

Megan le cogió una mano y se la apretó; los ojos se le habían inundado de lágrimas.

– Thomas, cariño, yo nunca haría nada que te causara dolor. Nunca, al menos voluntariamente.

Thomas presintió que Megan estaba hablando de otra cosa, pero no se le ocurrió de qué podría tratarse. Sacó el pañuelo y le limpió los ojos.

– Bueno, de acuerdo -le dijo-. Si crees que puede funcionar, inténtalo.

Megan le cogió la mano a Matthew y luego sacó del monedero el disco de zinc y cobre que Michael le había dejado. Thomas se apartó de forma instintiva, y empujó a David Jahnke para que se apartara también. No creía en nada de aquello, pero tampoco creía que fuera conveniente agobiar a la gente cuando ésta estaba intentando hacer lo que podía.

Megan sostuvo el disco en la palma de la mano y la luz del sol se reflejó en él y lo hizo brillar, como una ventana distante.

– Mira la luz, Matthew, y relájate… mira la luz y relájate. La luz es lo único que existe. La luz es el centro del universo. La luz lo es todo. Nos sentimos somnolientos, nos sentimos cansados. Toda nuestra aura va saliéndose de nosotros, toda nuestra fuerza… estamos entrando poco a poco en un trance, Matthew, tú y yo juntos, cogidos de la mano… estamos metiéndonos en el sueño, Matthew, solos tú y yo… siguiendo el punto de luz, siguiéndolo, pasando a través de él…

Thomas lo observó todo con perplejidad creciente mientras los ojos de Megan se cerraban, e igualmente los de Matthew. Los dos permanecían allí, como un extraño retablo viviente, Matthew de pie al lado de la silla de ruedas de Megan, dándole la mano, muy naturales en todos los sentidos, excepto que ambos se hallaban profundamente dormidos. Thomas se acercó a ellos con cautela, dio una vuelta caminando a su alrededor, y miró detenidamente la cara de Matthew a sólo unos centímetros de distancia.

– Mierda -exclamó-. Se ha ido. Quiero decir que está completamente ido. Y Megan también. No sabía que la hipnosis funcionase con tanta rapidez.

David Jahnke no sabía qué decir. Aquello no era un procedimiento normal. Ni siquiera era una exhibición. Aquello era, sencillamente, raro.

Megan y Matthew caminaron de la mano por la hierba y luego subieron por los escalones hasta la puerta del faro. El día era gris y descolorido, como una fotografía en blanco y negro perdida desde hace mucho tiempo. La puerta del faro estaba cerrada, pero ellos pasaron a través de ella con un roce de moléculas disturbadas, y penetraron en el interior. Megan llamó:

– ¿Hola, Michael? ¿Hola?

No hubo respuesta.

Subieron por la escalera de caracol hasta la puerta de la biblioteca y la abrieron. Michael estaba sentado, encorvado y desnudo, en un sillón, con las rodillas dobladas hacia arriba y el pecho lacerado y cubierto de sangre seca. Pero levantó lentamente la cabeza cuando ellos entraron y les dirigió una amplia sonrisa de reconocimiento.

– Megaannn… -los llamó con una voz lenta y borrosa-. Mattheewww…

Éstos vieron que el aura de Michael parpadeaba alrededor de éste rosada y brillante. Sus propias auras se pusieron a danzar por la biblioteca como fantasmas, sin equilibrio, furtivas como llamas. Unieron sus auras a la de Michael y los tres sintieron una oleada de enorme poder, de enorme calor. Michael se levantó del sillón, desnudo, herido, pero casi flotando por encima del suelo.

– ¡Azazel! -gritó con voz atronadora y resonante-. ¡Azazel!

El «señor Hillary» apareció en la puerta, acompañado por Joseph y Jacqueline. A Megan y a Matthew les pareció diferente: podían ver la oscuridad de su aura, el torbellino negro y resplandeciente que rodeaba su silueta física.

Pero también pudieron verle los ojos, que eran aún más brillantes: llameantes y rojos. Durante un momento sintieron un miedo terrible y auténtico, especialmente porque el «señor Hillary» pareció notar de inmediato que Michael estaba diferente.

– ¿Quién eres tú? -le preguntó el «señor Hillary» a Michael lleno de sospechas, y ello fue una involuntaria revelación. Debía de haber notado que Michael tenía en sí más de un aura.

– Soy el que ha venido a capturarte -le dijo Michael-. Soy el amigo de Aarón, el amigo del hombre, el amigo de todas las mujeres que has ultrajado.

El «señor Hillary» se echó a reír. Una risa dura como un golpe, burlona, profunda, como quien tira un barril de cerveza vacío por una chimenea. Pero entonces, Michael fue a por él; se lanzó por las polvorientas alfombras y lo agarró por el pelo, retorciéndoselo, y luego comenzó a darle patadas en las piernas hasta que el «señor Hillary» cayó pesadamente al suelo.

Michael tenía dentro de sí la fuerza de Megan y de Matthew. Una fuerza mágica, martirizada. Ardía de energía, iba a hacer explosión de tanta energía.

El «señor Hillary» rugió y como pudo se puso en pie de nuevo, lleno de furia. Azotó a Michael con la fusta una vez, dos veces, tres veces, pero Michael era demasiado rápido para él, del mismo modo que Megan había sido muy ágil en otro tiempo. Luego, con la fuerza que Matthew tuviera antaño, golpeó repetidamente al «señor Hillary» con el puño, y volvió a golpearlo, propinándole tremendos puñetazos fuertes como mazazos que le aplastaron las costillas y le rompieron el esternón.

El «señor Hillary» gritaba de rabia y de dolor, y la sangre le manaba de la boca. Estaba histérico, furioso y lleno de adrenalina humana. Pero tres auras dentro de un solo cuerpo era más de lo que podía manejar. Se tambaleó hacia atrás, se tropezó con las alfombras, se volvió a tambalear, corrió hacia la puerta y se tiró escaleras abajo.

Michael fue tras él. No le importaba estar desnudo. Ahora era angélico, era sobrehumano, era tres en uno. Saltó por las escaleras en persecución del «señor Hillary» y abrió la puerta del faro. Pudo ver los coches patrulla apostados alrededor del mismo, con las luces azules y rojas lanzando destellos. Pudo ver a Megan, con la cabeza gacha, en la silla de ruedas, y pudo ver a Matthew Monyatta. Y pensó: «Dios os bendiga.»

Porque ahora podía ver al «señor Hillary», que corría por la hierba arenosa con el pelo blanco alborotado por el viento y el abrigo gris aleteando detrás de él, y Michael emprendió una acalorada persecución.

Oyó que uno de los policías le gritaba al «señor Hillary»:

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