Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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Uno a uno, los muchachos blancos como azucenas fueron cerrando los ojos de color sangre y se durmieron. Al hacerlo cayeron primero de rodillas, y luego cuan largos eran al suelo. El polvo se levantó formando olas y llenó toda la habitación, polvo de siglos, polvo de momia, el polvo de las cosas que habían vivido durante demasiado tiempo. Los trajes se vaciaron, las chaquetas cayeron al suelo, las perneras de los pantalones quedaron vacías y planas.

No duró todo ello más que unos cuantos minutos; pero en esos pocos minutos, Michael había tenido la sensación de sentir el paso de los siglos. Había visto pirámides y esfinges, zigurats y antiguas tumbas. Había visto soles rojos salir y soles rojos ponerse. Ahora no quedaba más que ropa desechada, polvo que iba asentándose y unas cosas encogidas y marchitas que parecían vegetales.

Volvían a estar en la biblioteca, en Goat's Cape, y los muchachos blancos como azucenas se habían dormido y se habían desmoronado por completo.

Jason estaba sentado en el sillón del «señor Hillary», con el pelo electrizado y los ojos abiertos de par en par.

Michael se acercó a él, le cogió la mano y notó que le chisporroteaban los dedos, cargados de electricidad estática.

– Lo has hecho -dijo-. Tú lo has hecho.

Jason lo miró con los ojos muy abiertos, infantilmente triunfante.

Michael recorrió la habitación cojeando y tocó una de aquellas cosas secas con el pie. Ésta se abrió y se desmoronó en forma de polvo ocre.

Se acercó y le cogió la mano a Megan.

– Gracias -le dijo; y la besó. Ella se alzó y le rodeó el cuello con el brazo para prolongar el beso.

Y fue justo entonces cuando entró Thomas.

Fuera, en la ambulancia, Patsy estaba esperándolos. Los sanitarios la habían atendido, le habían curado las heridas y le habían administrado un tranquilizante; el sargento Jahnke estaba tomándole declaración. Jason aceptó una Coca-cola y se la bebió de pie junto a la ambulancia, con aspecto cansado y extremadamente adulto.

David Jahnke salió de la ambulancia al ver que Michael se acercaba y lo saludó con un dedo y una divertida mirada.

– Vaya persecución que ha hecho. Va a tener que enseñarme cómo se hace.

– Lo haré -le contestó Michael-. Cualquiera puede hacerlo, si lo intenta de verdad. ¿Estás preparada para marcharnos ahora? -le preguntó a Patsy-. Todo ha terminado. No verás nunca más a esos hombres. Jamás.

Matthew Monyatta se acercó y le dio una palmada a Michael en la espalda.

– Ha sido algo estupendo y mágico lo que hemos hecho ahí, ¿no? Tú, la señora Boyle, ese hijo tuyo y yo.

Michael le apretó la mano y asintió. No había necesidad de decir nada más. Una vez que dos hombres han compartido la mente, la intimidad es absoluta, no importa la edad que tengan, no importa de qué raza sean.

Mientras los sanitarios ayudaban a Patsy a salir de la ambulancia, alguien más se acercó: era Jacqueline, que llevaba una chaqueta de policía echada sobre los hombros. Una mujer policía no la perdía de vista.

– Adiós -dijo dándole a Michael un beso en la mejilla-. Espero que puedas perdonarme.

Michael se limpió la mejilla con el dorso de la mano.

– No creo que sea cosa mía perdonarte. Además, no creo que pueda. Al menos, todavía no.

– Te he dejado una cosa -le dijo Jacqueline-. Algo que te va a hacer falta.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué es?

– Vuelve a la biblioteca. Lo he metido en el respaldo del sillón del «señor Hillary».

La mujer policía cogió a Jacqueline por el brazo y se la llevó. Ésta se dio la vuelta, le dirigió una sonrisa a Michael por encima del hombro y le gritó:

– ¡No lo olvides! ¡Es algo que vas a necesitar!

– ¿Qué dice? -quiso saber Matthew.

– A mí que me registren -repuso Michael. Pero le tiró las llaves del coche a Jason y le dijo-: Ábrele el coche a tu madre, ¿quieres, Jason? Yo voy a buscar algo que me he dejado.

Volvió al faro y subió por las escaleras. En la biblioteca, Thomas estaba de pie observando los restos polvorientos de los muchachos blancos como azucenas, mientras un fotógrafo de la policía tomaba fotografías. Miró fugazmente a Michael y dijo:

– Hola, Mikey.

Pero había poco afecto en su voz.

Michael se acercó al sillón del «señor Hillary», y cuando Thomas estaba de espaldas, metió la mano por el respaldo. Al principio no palpó nada, pero luego, de pronto, se tropezó con un acero frío y afilado, y a punto estuvo de rebanarse los dedos.

Con mucha cautela sacó el objeto por una grieta de la parte de atrás de la tapicería. Era el cuchillo de deshuesar que tenía Jacqueline, el mismo cuchillo que ella había usado para abrir en canal a Víctor.

Michael miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que Thomas no miraba y se metió el cuchillo en la manga. No sabía por qué. Ni siquiera quería pensar por qué.

Al salir, Thomas le dijo:-Ahora ten cuidado.

– Sí -dijo-. Tú también.

– ¿Vas a quedarte en Plymouth Insurance? -le preguntó Thomas.

– No lo sé. Es posible que empiece a buscar algo menos emocionante.

Michael tenía la impresión de que Thomas quería decirle algo más, pero al final no lo hizo: simplemente le volvió la espalda, sacó un cigarrillo y lo encendió.

Michael bajó cojeando por los escalones y fue a reunirse con Patsy y Jason. A lo lejos, dos niños hacían volar una cometa. Ésta se hundía y ondeaba movida por la brisa marina como si intentase escalar por la ladera de una montaña invisible.

DIECINUEVE

Michael, Patsy y Jason volvieron a New Seabury, y al cabo de una semana, Michael escribió una carta de dimisión a Edgar Bedford en la que le decía que había decidido no trabajar más en investigaciones de seguros.

Empezó a trabajar en un invento de fibra óptica para crear imágenes holográficas de cebos, que aparecerían al final de los sedales de pescador y que serían capaces de atraer a cualquier clase de peces que quisieran. Al contrario que las moscas de verdad, éstas se moverían, cambiarían de color y costarían menos de diez dólares cada una.

La mayor parte del tiempo parecía bastante feliz. Ya no tenía pesadillas con Rocky Woods, ni con el «señor Hillary».

Pero de vez en cuando salía de su estudio y se quedaba mirando cómo trabajaba Patsy, y el corazón se le rompía en silencio, en silencio.

Matthew Monyatta volvió a ejercer como abogado, aunque añadió un nuevo cuadro a las paredes de su despacho: una enorme silueta de cabra que se alzaba contra el cielo rojo del desierto. Nunca le explicó a nadie lo que significaba.

Thomas Boyle dejó de fumar. Megan Boyle publicó Co cina desafiante, un libro de recetas para hombres y mujeres inválidos.

El inspector John Minatello dimitió de la policía de Boston, dejó su apartamento de la calle Parkman y se fue a vivir a St. Cloud, en Florida, una pequeña comunidad situada al oeste de Orlando.

Nunca abrió una cuenta corriente en un banco. Cuando necesitaba dinero, lo único que tenía que hacer era abrir la bolsa de deporte, que tenía guardada encima del armario, y sacar parte del dinero que Jambo DuFreyne había dejado caer al suelo cuando le tendieron la emboscada en la calle Seaver, y que John Minatello había recogido más tarde.

Los disturbios de la calle Seaver fueron consumiéndose poco a poco. Patrice Latomba fue detenido, y luego puesto en libertad por falta de pruebas. Cuando le aseguraron que el riesgo de nuevos brotes de violencia era «mínimo», el presidente se decidió a volar a Boston desde Washington para realizar una visita de dos horas a la calle Seaver y a la avenida Blue Hill, como acto dirigido a la «mejora de relaciones sociales, raciales y emocionales».

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