Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Hay llamador -le indicó David.

– Los llamadores son para los vendedores -repuso Thomas-. Los policías llaman con la mano.

Al parecer, los golpes habían sido oídos, pues la puerta se abrió silenciosamente y dos hombres de cara blanca aparecieron en la entrada, ambos con gafas de sol, ambos vestidos de negro.

El sargento Jahnke les mostró la orden de registro.

– ¿Hay aquí alguien llamado «señor Hillary»?

Los hombres de cara blanca dijeron que no con la cabeza.

– Bien, aunque no se encuentre aquí ese «señor Hillary», tenemos una orden para registrar este lugar, y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Así que hagan el favor de apartarse.

Sin pronunciar palabra, los jóvenes le cerraron la puerta en las narices a Thomas. Éste y el sargento Jahnke se miraron atónitos.

– Ni siquiera han dado un portazo -dijo David.

Thomas tiró del llamador y se puso a aporrear la puerta con el puño.

– ¡«Señor Hillary»! ¡«Señor Hillary»! ¡O quienquiera que sea usted! ¡Es la policía! ¡La P-O-L-I-C-í-A, la policía! ¡Se lo advierto! ¡Abra ahora mismo esta maldita puerta antes de que la echemos abajo a patadas!

Continuó aporreando la puerta una y otra vez y luego se echó hacia atrás, jadeando, para tomarse un respiro. Estaba a punto de ponerse a dar golpes otra vez cuando la puerta se abrió y un hombre alto de pelo blanco apareció ante ellos; llevaba gafas oscuras y un abrigo gris largo.

– ¿El «señor Hillary»? -le preguntó Thomas-. Soy el teniente Thomas Boyle, de la Brigada de Homicidios de Boston. Tengo una orden para registrar esta casa… es decir… este faro.

– ¿Puedo verla? -le preguntó el «señor Hillary».

El sargento Jahnke se la pasó y él la estudió cuidadosamente. Luego se la devolvió.

– ¿Qué me dice? -preguntó Thomas.

– Esta orden parece auténtica. Desgraciadamente, no puedo dejarlos entrar. Estamos en cuarentena. Meningitis.

Casi había cerrado la puerta cuando Thomas metió el pie para impedírselo.

– «Señor Hillary…» con meningitis o con dolores menstruales, de todos modos vamos a entrar.

– No pueden hacerlo.

– ¿Quiere que me abra paso a la fuerza? Tengo un montón de refuerzos ahí afuera. No me gustaría que nadie resultase herido. ¿Le gustaría a usted?

El «señor Hillary» parecía malhumorado.

– Teniente Boyle, ésta es mi casa y tengo derecho a preservar mi intimidad.

Thomas movió en al aire la orden de registro.

– Hay un juez del condado de Essex que no cree que tenga usted derecho a su intimidad.

El «señor Hillary» permaneció en silencio unos instantes y se quedó completamente inmóvil. Luego le hizo una seña a Thomas para que se acercase, para poder hablarle al oído.

– Teniente -le susurró-, tengo arriba a Michael Rearden, a la señora Rearden y al joven Rearden. Creo que es mejor que continúen sanos y salvos, ¿no le parece? Así que dé media vuelta y vuélvase por donde ha venido. Yo hablaré directamente con Hudson, el jefe de policía, y a la hora de comer, usted podrá dar por concluido este caso y seguir con otra cosa que realmente sea importante, como quién escribe con aerosol todos esos grafiti en la torre Hancock, o quién se dedica a escupir en el puerto, por ejemplo.

Thomas miró de cerca al «señor Hillary». Lo miró directamente a los ojos, a pesar de que éste llevara las gafas oscuras puestas.

– ¿Está usted amenazándome? -quiso saber.

El «señor Hillary» sonrió.

– Sí, estoy amenazándolo.

– ¿Cómo puede demostrarme que ellos están aquí?

El «señor Hillary» hizo un movimiento con la cabeza y le señaló hacia el noroeste.

– El coche de Michael se encuentra ahí fuera. ¿Qué más pruebas necesita?

– Me gustaría verlo y hablar con él.

– No creo que eso sea posible, teniente. Creo que lo mejor que puede hacer usted es marcharse. Dejemos esto en un pequeño malentendido.

Thomas permaneció de pie ante la puerta y no dijo nada. Pero luego se dio la vuelta e hizo señas a dos de los agentes de uniforme; los llamó:

– ¡Agente Wilson! ¡Agente Ribeiro! ¡Vengan aquí! ¡Vamos a llevar a cabo un registro!

El «señor Hillary» retrocedió y se puso rígido.

– No es una buena idea, teniente. Podría usted echar a perder su carrera.

– Bueno, tendré que correr el riesgo -le dijo Thomas-. Sargento Jahnke, regístrenlo todo de arriba abajo, y que no salga nadie de aquí.

– Sí, teniente -repuso David. Pero sin decir nada más, el «señor Hillary» cerró la puerta del faro, y la cerró con llave. Thomas miró a David, y éste exclamó-: ¡Oh!

Wilson y Ribeiro subieron corriendo por las escaleras con las pistolas desenfundadas. Wilson era gordo y mofletudo, Ribeiro lucía un poblado bigote negro. Thomas dijo:

– De acuerdo, haremos el registro en cuanto consigamos abrir esta puerta.

– Tenemos un mazo grande en el coche, señor -dijo Ribeiro.

– Esto es de roble macizo de más de cien años de antigüedad -le indicó Thomas-. Vamos a necesitar algo más que un mazo, vamos a necesitar dinamita.

– A lo mejor podemos sitiarlos y hacer que se rindan por hambre -sugirió Wilson.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuánto tiempo llevará eso? Probablemente tendrán provisiones hasta el invierno.

– Quizás sería conveniente llamar a los bomberos -observó David-. Son muy buenos en esto de echar puertas abajo. Además tendrán escaleras. Podríamos subir y tomar el tejado.

Thomas miró hacia arriba y negó con la cabeza.

– Tenemos que pensarlo. Si realmente tienen como rehenes a los Rearden, estamos en serias -dificultades. Vamos a tomarnos un poco de tiempo, hagamos varias llamadas telefónicas primero, y ya veremos qué hacemos después. De nada sirve intentar un ataque frontal: este faro está construido como una fortaleza.

Se dieron la vuelta, bajaron por las escaleras y cruzaron por la hierba arenosa hasta el coche de Michael.

– Wilson, tú mantente en contacto telefónico -le ordenó Thomas-. Ribeiro, llama a los bomberos. Diles que necesitamos escaleras largas y algo que sirva para echar abajo puertas de roble macizo.

– Délo usted por hecho -dijo Ribeiro a la vez que hacía un gesto con la mano.

Thomas se metió en el coche y encendió un cigarrillo. David le dijo:

– Esto va a ser una pérdida de tiempo, usted ya lo sabe, ¿verdad, teniente?

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué cree usted eso?

– Porque este tipo goza del favor de todo el mundo, de todas las personas importantes, incluido el jefe de policía Hudson. Aunque podamos presentar cintas de vídeo que demuestren que está involucrado personalmente en todos esos homicidios, aunque presentemos ocho mil testigos, todos dispuestos a jurar sobre la Biblia que fue él, ¿cree que conseguiremos que lo procesen, y no digamos ya que lo condenen?

– Eso ya lo veremos -respondió Thomas al tiempo que echaba el humo del cigarrillo.

En ese momento, un enorme Lincoln negro apareció dando botes sobre los montículos llenos de hierba. Era un modelo antiguo, del 72 o del 73, muy pulido y brillante, con cristales ahumados. Se detuvo junto al coche de Thomas, se abrió la puerta y Matthew Monyatta bajó de él de un salto. Llevaba puesta una amplia chilaba verde y un fez de color verde con tachuelas. Dio la vuelta al coche, abrió el maletero y sacó una silla de ruedas. Luego se acercó a la puerta del pasajero, la abrió, y allí estaba Megan. Matthew la ayudó a sentarse en la silla de ruedas con mucho cuidado, mientras la chilaba le aleteaba movida por la brisa marina.

– ¿Megs? -dijo Thomas-. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Matthew empujó a Megan en la silla justo hasta el lugar donde estaba Thomas, y éste no pudo evitar fijarse en la expresión que se reflejaba en la cara de ambos. Decididos, serios… pero también inspirados.

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