Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– ¡Alto! ¡Policía!

Pero, naturalmente, el «señor Hillary» no dejó de correr.

El policía disparó una sola vez, y el abrigo del «señor Hillary» se abrió por la parte de atrás, pero él siguió corriendo hacia la orilla del mar. Uno de los coches patrulla arrancó y avanzó por la hierba, cada vez a mayor velocidad, hacia él.

Michael corría tras el «señor Hillary» crmo nunca había corrido. Desnudo, corría como un atleta griego, con todos los músculos en tensión, con todas las arterias bombeando sangre.

El «señor Hillary» se adentró en el oleaje, salpicando con los pies entre la espuma. Ahora el coche patrulla patinó y giró sobre la arena, a sólo quince metros de distancia.

Y fue entonces cuando ocurrió lo imposible.

El «señor Hillary» seguía corriendo, pero sus pisadas chapoteaban cada vez con menos fuerza en la creciente marea. Luego dejó de chapotear del todo y empezó a elevarse por el aire. Seguía corriendo, pero ahora corría a dos metros por encima del agua. Luego a tres metros, luego a seis metros, luego todavía más alto.

El coche patrulla frenó en el punto donde rompen las olas haciendo que se elevara un abanico de agua, y dos agentes salieron del vehículo y se metieron en el agua hasta las pantorrillas. Se protegieron los ojos con la mano y miraron con incredulidad al «señor Hillary» mientras éste se elevaba pesadamente hacia el cielo moviendo los brazos, moviendo las piernas, corriendo sin parar cada vez más alto.

Michael llegó hasta las olas, pero no se detuvo.

«Ahora -les dijo a Megan y a Matthew-. ¡Ahora, por el amor de Dios, ahora!»

Corría y se adentraba cada vez más entre las rompientes olas, hasta que el agua le llegó por las pantorrillas, por las rodillas, por los muslos.

«¡Ahora! -gritó con el pensamiento-. ¡Ahora!»

Y se elevó, sintió que se elevaba. Notó que tenía capacidad para mantenerse en el aire, se sentía liviano. Las rodillas le emergieron de la espuma, y luego las piernas. Luego sus pies pisotearon la superficie del agua y, en medio de una última salpicadura de espuma, Michael se encontró en el aire, elevándose, subiendo cada vez más alto.

Era desesperadamente difícil. Era como correr por la ladera de una montaña hacia arriba, sólo que no había montaña. Tenía que seguir corriendo, tenía que seguir moviendo sin parar las piernas y los brazos, porque cada vez que avanzaba hacia arriba notaba que volvía a caer.

Era su aura lo que lo hacía elevarse, su aura humana, y podía sentir la fuerza y la capacidad de elevarse que Megan y Matthew le conferían también. Estaban compartiendo la energía de los tres, toda su fe. Era el mayor acto combinado de valor y confianza que se hubiera experimentado nunca, tres desconocidos trabajando juntos y dándolo todo de sí mismos.

Pudo ver al «señor Hillary», que trepaba por el aire muy por encima de él; corría con pies rápidos y furtivos, con la cabeza encogida, y el abrigo le aleteaba. Intentaba correr más, intentaba trepar más alto. El mar resplandecía a quince metros por debajo de él, luego a veinte, mientras que el «señor Hillary» seguía luchando por elevarse más.

«¡Vamos! -suplicó-. ¡Ahora!»

Y abajo, en el suelo, vigilados de cerca por un serio y ceñudo Thomas, Megan y Matthew bajaban la cabeza, se apretaban la mano con más fuerza y le daban a Michael todo de lo que eran capaces. Matthew se estremecía de la tensión y a Megan le brotaban lágrimas de los ojos, que tenía cerrados con fuerza. Pero Thomas sabía perfectamente que no había que despertarlos.

Por encima de la bahía de Nahant, a cincuenta metros de altura en el aire, Michael se hallaba ya cerca de los faldones del abrigo del «señor Hillary». Alargó la mano e intentó agarrarlos, pero falló en el intento. El «señor Hillary» se volvió hacia él con ojos feroces y le sonrió irónicamente, como un lobo, y luego saltó adelante, saltó adelante.

– ¡Azazel! -le gritó Michael. Pero el «señor Hillary» encorvó la espalda y subió aún más alto, pataleando en el aire con los talones de las botas.

A sesenta metros de altura y a casi un quilómetro de la costa, Michael pensó que iba a escapársele. Subía tan alto, corría tan aprisa. Pero entonces, Michael hizo un último intento, le agarró el abrigo, y dejó de correr para dejarse caer.

– ¡No! -vociferó el «señor Hillary»-. ¡No, cabrón! ¡No, loco! ¡Tú eres uno de nosotros! ¡Tú eres uno de nosotros!

Tiraba del abrigo, luchaba, pataleaba e intentaba ganar altura. Pero ni siquiera el aura de Azazel, el chivo expiatorio, era suficiente para transportar a dos personas por el cielo, al menos no sobre un planeta donde la gravedad es tan fuerte y el peso de los pecados humanos tan grande.

El abrigo del «señor Hillary» empezó a chamuscarse y las botas se pusieron a echar humo. El aura, literalmente, estaba sobrecalentándosele. Gritaba y se retorcía, y azotaba a Michael con los puños. Dio vueltas y vueltas, echando humo, ardiendo y sin dejar de patalear.

– ¡Tú eres uno de nosotros! ¡Tú eres uno de nosotros!

Pero Michael seguía aferrado a los faldones del abrigo del «señor Hillary» y se negaba a soltarlos. Y su pesadilla de caer por el aire se hizo realidad. Se vio lanzado hacia abajo en dirección al mar, y el «señor Hillary» se hundía con él, hasta que se separaron y cayeron a plomo dando vueltas y vueltas sobre sí mismos, dos pequeños puntos negros contra la luz de la mañana.

A quince metros por encima del océano, el «señor Hillary» estalló. Se oyó un terrible ruido, se vio un breve resplandor de llamaradas blancas, y luego comenzaron a caer pedazos de cuerpo y ropa chamuscados.

El abrigo gris fue lo último que cayó, y quedó flotando al viento de un lado a otro, como una hoja al caer; ardía lentamente según caía. Por fin fue a dar sobre la superficie del mar y cubrió los quemados restos del «señor Hillary» igual que hubiera hecho una madre.

A su lado, Michael nadaba, magullado y sin rumbo, entre el oleaje, esforzándose por respirar por la boca.

Inmediatamente, Thomas se acercó a uno de los ayudantes del sheriff del condado de Essex, que estaba de pie boquiabierto al lado de su coche, y le dijo bruscamente:

– Llame a los guardacostas, rápido. Quiero que los saquen a los dos del agua inmediatamente, al muerto y al otro que no está tan muerto.

Luego se acercó a Megan y dio unos chasquidos con los dedos justo delante de su cara. Ella no reaccionó al principio, pero entonces él volvió a chasquear los dedos y le palmeó las mejillas.

– ¡Megs! ¡Megs! ¡Soy yo! ¡Sea lo que sea, lo hayas hecho como lo hayas hecho, lo has conseguido!

Megan asintió con la cabeza y sonrió.

– Ahora solamente nos queda un pequeño asunto sin terminar, cariño. Los hombres blancos blancos. Los muchachos blancos como azucenas.

Michael encontró a Jason encerrado en una de las pequeñas habitaciones blanqueadas que había al final de la escalera de caracol. En cuanto abrió la puerta, Jason atravesó la habitación corriendo y lo abrazó con fuerza. Se negaba a soltarlo.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Michael-. No te han hecho daño, ¿verdad?

Jason dijo que no con la cabeza. No lloraba, pero no tenía intención de soltar a su padre.

– Hueles a hospital -le dijo.

– Me he hecho unos arañazos, nada más. Los sanitarios me los han desinfectado.

– ¿Está bien mamá?

– Mamá también tiene arañazos. Pero está bien.

Jason lo miró a la cara.

– Te he visto por la ventana. Te he visto elevarte por el aire. ¿Cómo has hecho eso?

– Uno puede hacer lo que sea si lo intenta con el empeño suficiente.

– Pero tú estabas allí arriba, en el aire.

– No lo he hecho yo solo. Me han ayudado Megan y un hombre negro llamado Matthew. Lo hemos hecho juntos.

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